domingo, 15 de enero de 2017

Banquetes y bodorrios


Hay un montón de pingües negocios, es decir, no millonarios sino lo que viene después, organizados en torno a la celebración de ciertas fiestas. Por ejemplo, las copiosas comidas navideñas con el alza consiguiente del precio de los alimentos, especialmente los de gama alta. La gente tira la casa por la ventana. Los dispendios del condumio navideño son lo único que iguala por unos días el estatus de la clase media y los ricos. El marisco, el pescado y las carnes nobles se suben por las nubes. Las angulas cotizan en bolsa. El currante mileurista debe conformarse con pelar rodolfos langostinos o tapilla con guarnición de verduras. Es sabido que en muchos de esos banquetes, al margen del estrato social, se arma la marimorena cuando algún cuñado bebe más de la cuenta, se le calienta la boca y larga unas cuantas impertinencias. O el caso de la nuera retorcida que saca los trapos sucios con cálculo sibilino mientras su yerno trincha el pavo antes de trincharla a ella. Afortunadamente hay cada vez más personas que comen o cenan en esas fechas en la intimidad de la familia nuclear, es decir, padres, hijos y cónyuges (estos últimos se reparten) y a casita que llueve. De primero un consomé de verdad y de segundo una jugosa tortilla de patatas. De postre flan casero y una botella de cava para todos. Aun mejor, si te lo puedes permitir, vuela a las islas Canarias o al Caribe. Te saldrá más barato.
Otro ejemplo de despilfarro institucional son los bodorrios. Vendrán a partir de mayo. Normalmente son “por la “iglesia”. En realidad, casarse es siempre un pacto civil al que algunas parejas heterosexuales deciden además darle un sentido religioso más por costumbre que por creencia. Lo primero es elegir una iglesia de postín, aunque no necesariamente. La última boda de alto copete a la que asistí fue en la Casa de la Panadería en la Plaza Mayor de Madrid. La boda anterior no se terminaba nunca; según parece todo el mundo tenía muchas cosas que decir a los cónyuges. Como comentaba el desaparecido Pedro Zerolo, concejal del PSOE que celebró más de 300, las bodas civiles se dignifican añadiendo música, lectura de poemas, flores… Me gusta que mis ceremonias sean muy participativas, decía.
Cuando por fin se terminaron los discursos y empezó el nutrido desfile de invitados, mi tía no hacía más que preguntarme cuándo salían los novios. Y, en efecto, eran dos de recia barba que entre arroces y piropos entraron en un flamante Citroën a la antigua que les esperaba a la puerta.
Tornemos. Para empezar, los honorarios de la iglesia son sorprendentemente elevados si decides decorarla con guirnaldas u otros adornos florales; o extender la alfombra roja desde la entrada al altar, iluminar las lámparas de las grandes ocasiones o contratar un coro para que la misa resulte más movida. Si es concelebrada (aunque sean curas amigos) prepara los ahorros del verano. Pompa y circunstancia a tanto el servicio. Más los gastos de representación. Al final, en la sacristía, después de firmar padrinos y esposos, el celebrante alarga una mano de metro y medio. Casarse por la iglesia tiene efectos civiles y eso (que el sacristán lleve los papeles al registro) se paga.
Pero el meollo viene después. Un bodorrio con cena, barra y bailongo sale, en resumidas cuentas, por unos sesenta mil euros, o sea, diez millones de las antiguas pesetas. Si pretendes contratar por menos o regatear, el gerente del establecimiento llama a los de seguridad. En los hoteles y lugares de moda de la capital los precios se disparan un veinte por ciento. Por eso los novios buscan en la periferia sitios especializados en este tipo de eventos donde han proliferado fincas y locales al olor del dinero fácil. En Madrid abundan. Eso sí (un gasto más) hay que contratar un servicio adicional de autobuses para llevar y traer a los invitados porque en una boda se bebe y no se conduce. Muchos de estos sitios tienen incluso alojamiento propio o concertado con hoteles de la zona para los que deciden dormir allí la trompa. A mí me parece una locura gastarse ese dinero en una noche. Eso sin contar la factura mareante del traje de la novia, que como mucho heredará su ahijada veinteañera. No sé si se pueden alquilar, una saludable opción, pero cualquier casadera que se precie rechazará la idea con horror. Un sistema muy utilizado para recuperar los onerosos gastos es que los comensales ingresen metálico en una cuenta bancaria que discretamente te facilitan los novios en lugar de los anticuados regalos (bastantes de baratillo simulado y otros guardados con caja y cinta de bodas propias). Los más tradicionales todavía admiten que les hagas regalos en unos grandes almacenes… que se convierten, previa comisión del establecimiento, en dinero contante y sonante. A veces los padres del novio pagan la parte de sus invitados y los de la novia los suyos. Con todo no se cubre ni la mitad de los gastos. La distribución de las mesas es fundamental. Puedes pasarte la cena hablando del tiempo o de lo mal que va el mundo con tus compañeros de mantel. Y si son parientes conocidos preguntando quien es quien en el bando de la parte contratante de la segunda parte. Por lo demás, es comprensible que servir un menú en condiciones gastronómicas aceptables a más de trescientas personas resulta complicado. Por eso los platos que traen los camareros suelen cumplir sin más y, en la mayor parte de los casos, no justifican el precio de la carta; tampoco el vino, un crianza en oferta sin excesivas pretensiones. En las bodas se come mal, no me vengan con cuentos. No queda más remedio que cocerse sorteando los reproches crecientes de tu señora a medida que se te traba la lengua. Después mucho ruido (imposible hablar) y luces de discoteca. Y barra libre. Es el momento de largarse si no quieres que te saquen en angarillas.
Todo esto para que un tanto por ciento alarmante de parejas, según el instituto nacional de estadística, se separe antes de un año de casados. Es evidente que no me gustan las navidades ni las bodas, pero no tienes porqué estar de acuerdo.

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