domingo, 9 de agosto de 2015

Crónica del primer amor


En la España que conocí de joven (en la actual también) íbamos siempre a remolque de esa Europa inventada de la que tanto hablaron Ortega y el krausismo. También en los afectos. Exagerado pero no falso: la educación sentimental empezaba al terminar los chicos la mili y las chicas el servicio social.
Hice mi primer viaje al “extranjero” cuando terminé el preu. Tenía diecisiete años y vivía en Cuenca, una pequeña ciudad de provincias. ¡La meseta en sus aceros! Cuatro amigos de la clase, Antonio, Manuel, Óscar y yo, decidimos por razones que se pierden en la noche de los tiempos viajar a Italia como peregrinos del Gran Tour. Ninguna muchacha en flor nos acompañaba. Las chicas eran entonces unos seres misteriosos que poblaban el mundo sublunar de los mortales. Una versión metafísica del machismo.
El padre de Antonio nos prestó el coche; su hijo único lo convenció tras arduos regates y promesas. Un domingo soleado de Junio nos subimos al 1430 y partimos en busca del mar. Mi memoria a largo plazo se recrea en el camarote del ferri que nos llevó de Barcelona a Génova tras cruzar el Golfo de Lyon. Me acuerdo del bocadillo de jamón y los filetes empanados con pimientos, obra de Manolo, el chef del grupo, que nos comimos antes de acostarnos.
Después, la autopista del Sol, Rapallo (donde Nietzsche buscó en vano la paz en la belleza), la luz de Portofino, el césped mojado del conjunto histórico de Pisa (y una excelente lasaña), la Plaza Mayor de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia, el camping Michelangelo a dos pasos de Florencia y, sobre todo, la iglesia bizantina de San Vital de Rávena. En los últimos años he vuelto con mi mujer a estos lugares.
En Rávena compartí con Oscar, mi compa del aula, la tienda de campaña a orillas del Adriático. Eran tiempos de hacer confidencias a media noche. El haz regular de un faro barría la playa del camping. Mi colega, envuelto en su saco y medio trompa por el vino de la cena (en cuanto tocaba un sarmiento se encendía) me dijo con voz cavernosa que “por fin” iba a contarme lo que me había anunciado por enésima vez: un secreto muy personal que tras oírlo me convertiría en estatua de sal. Lo cierto es que de sobra sabía de qué iba el rollo y además me importaba un bledo. Oscar, como el sheriff de Eldorado, se enamoraba siempre de chicas de ojos tristes y una triste historia que contar. Aburridos para siempre. Sabía que no tenía escapatoria, que él lo sabía y que por nada del mundo cerraría el pico. Hay que compartir las penas de los amigos, me engañé por un instante. Resignado, guardé silencio, reprimí un bostezo y me armé de paciencia.
¡Por el amor de Dios! Óscar tenía razón, nunca me hubiera imaginado tal putada. ¡El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma niña adorable que yo! Y lo que era peor, la pérfida parecía hacerle caso. Por eso resistía mis asaltos. Ni un solo comentario se dignó hacer a mis cartas con poema adjunto que le enviaba a través de una amiga de mi hermana (a la cuarta se hartaron ambas). Ninguna princesa de la Mancha con una mínima sensibilidad se hubiera resistido al encanto juvenil de estos versos:
Sabor amargo de besos queridos;
Calor robado en tristes avatares;
Blanca boca reflejo de pesares;
Batir inmenso de un marrón perdido.
Sol amable de pétalos bruñidos.
Ah, estrellas de tu lago, dos lunares;
Flor de mirra pomada de mis males;
Faz hermosa placer de los sentidos.
He querido robar lo que guardabas
olvidando que no lo merecías:
Tus pétalos marrones marchitaba.
Ambos lirios en mi noche no lucían,
unas manos amargas los cerraban…
En mis párpados dos lágrimas fluían.
Meses más tarde supe dos cosas de aquel ángel de amor: que la mitad de la clase le mandaba misivas y que solo hacía caso a su mejor amiga. Pero aquella noche no pude dormirme hasta que comprendí al amanecer la imposibilidad científica de que fuera cierto lo que me había contado entre sollozos mi enemigo. En todo caso, después de oír semejante historia de mal gusto lo puse de inmediato en mi lista negra. 
En el viaje de vuelta, Óscar sacó de pasada el tema de nuestras congojas. Todo anónimo e impersonal. Antonio, el mayor, opinó mientras metía la directa, que la tía no estaba mal pero era una melindres monjil y que no había posibilidad de echarle un polvo. No interesaba. Manolo reconoció a medias que estaba por su amiga. Los demás callamos. Sobre todo Antonio, que la había besado a conciencia en la fiesta de Noche vieja. Estaba loca por él. Meses después me pidió desesperada que la ayudara a ser su novia. Jamás hablé del asunto y le hice un favor. Reconciliados en la desdicha Oscar y yo no tardamos en ser otra vez inseparables. ¡Qué podemos hacer, dijimos estoicamente, son cosas que pasan en las mejores familias! Mucho después, su amiga dominante, "la de Manolo", me contó en una terraza de verano que la hermosa criatura se había casado con un piloto de Iberia que le sacaba diez años y tenía dos pilluelos. Siempre igual: la vida imita a las peores novelas de costumbres.

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