La versión actual de la
famosa frase de origen aristotélico-escolástico de que "nada hay en el
entendimiento que antes no haya estado en los sentidos" sería así: surge la palabra mediante la secuencia de transducción o transformación
espontánea en centésimas de segundo de seis niveles de realidad totalmente
heterogéneos (¡no estoy seguro de que seamos realmente conscientes del alcance
del suceso!): primero, presencia de una oferta ilimitada de estímulos
físico-químicos en el medio ambiente; segundo, su captación al vuelo por
nuestra exquisita organización sensorial y la posterior conversión en mensajes
nerviosos; tercero, su traducción neurológica en contenidos mentales o
percepciones (sólo refiero aquí la secuencia de la percepción visual por no
complicar demasiado las cosas: procesamiento de la imagen en dos dimensiones,
procesamiento tridimensional, procesamiento del objeto o constancia perceptiva,
procesamiento categorial o patrón perceptivo); cuarto, mutación del
patrón perceptivo en signo lingüístico; quinto, codificación del signo
lingüístico en gramática, sexto, traslación del signo lingüístico al
pensamiento hablado o escrito.
Paul Auster, en su libro El palacio de la Luna, recrea el proceso (el misterio) de la construcción de la realidad pero al revés, no del objeto a la palabra, sino de la palabra al objeto. (¡Más difícil todavía y una genial intuición de las diferencias entre empirismo y racionalismo!). En el fondo se trata de una reflexión sobre el oficio de escritor y la emergencia de un séptimo nivel de realidad: la creación literaria. En el séptimo círculo el misterio se transmuta en prodigio: qué clase de flujos neurológicos y cognitivos se producen entre la mente y el cerebro, entre neuronas y psiconas, para que un poeta maldito francés susurrara a un periodista pelmazo que le preguntó:
- ¿Es usted feliz?
¿Qué ves? Y eso que ves, ¿cómo lo
expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere
sentido hasta que desciende hasta nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que
era esa distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para
llegar de un sitio a otro.
En términos reales no eran más
que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas
que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la Tierra a la
Luna. Mis primeros intentos con Effing [un viejo que se ha quedado ciego al que
su acompañante intenta describir el mundo cotidiano] fueron terriblemente
vagos, simple sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto
todo esto anteriormente, me decía; ¿cómo podía tener tanta dificultad para
expresarlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de
la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que
me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de
las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la
luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su
alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un
reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de
una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más
aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando,
desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el
calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de
los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se
desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba
latidos en la cabeza al imaginar los furiosos y acelerados movimientos de las
moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto
bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en
mi primer encuentro: no debes dar nada por sentado. Después de la indiferencia,
pasé por una etapa de intensa alarma. Mis descripciones se volvieron excesivamente
minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo
que veía, mezclaba los detalles en un desesperado revoltijo para no omitir
nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con
fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara más despacio,
quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como
de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez
de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una
avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era
recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos,
sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras
no importaban. Su función era permitirle percibir los objetos lo más
rápidamente posible, y para eso tenía que hacerlas desaparecer una vez
pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender
a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara
alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a
Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas
cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosa que yo le
describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar
cuando estaba solo; por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los
objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto
más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una
actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las
críticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no
servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y
Effing era mi cilicio, el látigo que me flagelaba. Creo que no hay la menor
duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente
satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado
grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder
enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing
se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro que eso
significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado
a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También
puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.
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