viernes, 7 de noviembre de 2014

Stupeur et tremblements


Entre los libros que Nathalie, mi profesora de L’Alliance Française de Madrid, me recomendó para este verano (de finales de Junio hasta después del Pilar) estaban La petite fille de Monsieur Linh de Philippe Claudel, un pastelón de crema, L’ecume des jours de Boris Vian, un tratado de existencialismo barato, y Stupeur et tremblements de Amélie Nothomb, el mejor. Lo he leído a finales de Julio durante las tediosas tardes de piscina en mi Sony Reader que solo uso para estos menesteres; es una gozada poner el dedo en el término que ignoras y al instante se lanza en el margen inferior su traducción y explicación léxica.  

De entrada, sería pretencioso que hablara del estilo de Nothomb y otras entelequias. Yo lo saboreo, pero al no ser mi lengua natal todos los libros en francés me saben bien, incluido El pequeño príncipe y las veinte mil leguas de viaje submarino (me gusta más el título original). Mi paladar es demasiado grueso. De Nothomb aprecio su sentido de la intuición, las asociaciones insólitas sin caer en la ocurrencia a la francesa (ella es belga), su espléndido sentido del humor y el tratamiento luminoso del absurdo. Aunque si la leyera en español quizás pensaría otra cosa. Créanme: hasta donde llego, nada tiene que ver la Madame Bovary original con la excelente traducción de Consuelo Bergés. Son dos libros distintos. La lengua francesa no es proclive a vueltas y circunloquios. El texto español dista mucho de la vie en province o del complejo esprit de la protagonista. Cada gramática ha modelado una forma de vida única, una visión del mundo inalcanzable para otras. No concibo una traducción fiable del Buscón al francés, por ejemplo. 

Vuelvo a Nothomb: sobre todo a su inteligencia. Es una mujer fascinante, permítanme decirlo de una vez. Por cierto, recomiendo echar un vistazo a sus impagables entrevistas en YouTube. Les resumo el argumento de Stupeur et tremblements: una joven belga es contratada en precario, faltaría más, por una multinacional japonesa (la novela es autobiográfica, como todas). Para ella es un reto en un territorio sin hollar por la francofonía. Sabe como todo el mundo que allí el trabajo se ha convertido en la totalidad, en la fuerza que organiza costumbres y tendencias. Pero sólo es el anuncio de lo que vendrá, del pasen y vean de la caseta ferial de los espejos. Pronto confirmará que la vida personal, desde la sexualidad hasta las relaciones sociales visibles, es un reflejo cóncavo o convexo de la multinacional. La primera regla es que extra muros nada vale. Toda la novela se desarrolla en las oficinas de la empresa. Amélie pasa el día de navidad encerrada en su despacho. Acaba por comprender que mirar por las ventanas es el único gesto de libertad permitido. Cuando acabe su contrato y huya, su única certeza será que ha intentado preservar su dignidad.

La lógica de la empresa japonesa es tan impenetrable como las oficinas de Kafka. De entrada, la especialidad profesional no cuenta. Sus jefes le asignan todo tipo de trabajos absurdos, órdenes delirantes, tareas innecesarias, humillaciones grotescas. Amélie, de veintidos años, una brillante licenciada, comienza su descenso a los infiernos en la sección de contabilidad, luego pasa a servir cafés a los jefes, después a la fotocopiadora en labores de conserje y, cada vez más bajo, en el séptimo circulo, la destinan a los lavabos masculinos… sin que haya alguna razón excepto el machismo y la xenofobia imperial. 
Descubre que la legendaria burocracia del Japón, eficaz y admirada, el organigrama que todo lo puede, es un mito. Se encuentra en medio de una Edad Media donde campan los señores del negocio. Todo el mundo es superior en su ámbito, pero sus órdenes no van más allá de los vocinazos. Una monadología donde las puertas sólo se abren para mostrar símbolos vacíos. El sistema funciona por sí mismo, como las ucronías cinematográficas del reino de las máquinas. Un monstruo tan redondo, una programación tan perfecta que los corredores y secciones se han convertido en un mundo paralelo. Un superior puede echar un chorreo brutal a su inmediato o sellar su desgracia, pero es algo que no atañe al mecanismo de la empresa. Es una especie de cruel teatro kabuki que refleja en las paredes las sombras animadas del proceso productivo. El libreto representa la lucha de las autoconciencias por anonadar al otro, la forma más degradante del trabajo. Su jefa inmediata, Fubuki (“tormenta de hielo”), símbolo de la helada belleza nipona, se convierte en su peor enemiga. Lo único esencial es el estupor y los temblores que siente el inferior ante la presencia del dios menor del piso de arriba. Es lo que sentía el paria ante la figura imponente del samurái. Un código de honor basado en el culto a la distancia insalvable y al terror por la incertidumbre de un destino que siempre está en otras manos. En esto consiste el sentido del título. Estupor y temblor son ahora los valores de una aristocracia financiera cuyo honor se ha convertido en un galimatías, en un mero desafío al sentido común. No hay que visitar los salones ancestrales o ciertos rincones herméticos para conocer los arcanos de la cultura japonesa: están en los rascacielos de las multinacionales.

Stupeur et tremblements es un relato de aventuras en la jungla de hormigón en la que el viajero debe interpretar correctamente los indicios porque le va la vida en ello. Un rastro equivocado conduce al desastre. Y esto es lo que le ocurre a la joven Amélie. Advierte demasiado tarde (una imagen de la vida, como el búho hegeliano de Minerva) que la delación por un desliz trivial es más fuerte que la amistad. Que lo más humillante para un ejecutivo es la compasión que puedas sentir por su caída. Que una autoconciencia quebrada solo puede remontar a costa del odio y la venganza. Que la belleza y misterio de la mujer japonesa es una máscara de la soledad, una víctima de la brutal sociedad patriarcal que oculta la ideología de la eficiencia.

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