viernes, 28 de noviembre de 2014

Diccionario filosófico. Belleza


Cada dimensión de la racionalidad práctica tiene un valor: La ética, el bien. La política, la justicia. La filosofía del trabajo, la realización individual y colectiva. La teología (si admitimos que forma parte de la razón práctica), la salvación. La estética, la belleza.

La belleza ha sido interpretada de diferentes formas a lo largo de la historia de la estética. Entre las más significativas se encuentran: la belleza como armonía, participación, imitación, abstracción y desvelamiento.

La belleza como armonía procede de los Pitagóricos, la primera escuela filosófica que elaboró una teoría estética. Su interés por las matemáticas, tanto la geometría como la aritmética, les llevaron a estudiar las proporciones espaciales y las relaciones numéricas que se dan en los cuerpos. Pitágoras y sus seguidores descubrieron, entre otras, la dependencia entre los intervalos musicales y la longitud de las cuerdas de la lira e incluso especularon sobre la relación entre las armonías musicales y la armonía del alma. Creyeron que la belleza consistía en el orden interno de las partes y la composición del todo. El paradigma del arte como armonía es la música, el canto solemne del rapsoda que presentaba al pueblo los poemas épicos acompañado de cuerda y percusión.

La belleza como participación. Según Platón, la belleza ocupa el tercer lugar de una jerarquía ontológica cuyo vértice es la idea del bien seguida por la de justicia. La idea universal de belleza fue descrita de muchas maneras en los Diálogos: como finalidad cumplida, como utilidad, como placer, como bondad o como armonía en sentido pitagórico. En el Banquete desarrolla la dialéctica de la belleza en sus momentos o etapas, desde la belleza sensible de los cuerpos, la belleza de las almas, la belleza de las leyes e instituciones, la belleza de la sabiduría, hasta la idea de la belleza en sí misma. Una obra de arte es bella en la medida en que participa de la idea universal de belleza, en que la forma sensible se identifica con la esencia permanente. El antropocentrismo griego encuentra el ideal de la belleza en la unidad perfecta entre lo corporal y espiritual. El paradigma del arte como participación se plasma en la escultura clásica, en la búsqueda de la medida y las proporciones, el canon, cuya máxima expresión es la belleza desnuda, intemporal, del Doríforo de Policleto. 

La belleza como imitación. La reflexión aristotélica sobre el arte comienza con la división de la racionalidad humana en tres grandes ámbitos: la racionalidad teórica o conocimiento (theoría), la racionalidad práctica o acción (praxis) y la racionalidad productiva o realización (poiésis). Entre las actividades de esta última, poética en sentido literal, se encuentran las artes. Para Aristóteles, la actividad del artista consiste en re-crear en re-presentar, en hacer reconocible la realidad empírica mediante la obra. En esto consiste la imitación (mimesis) como producción de lo bello. El arte imita a la realidad mediante la pintura, el verso, la música, la danza, la comedia o la tragedia. Así, la representación de la acción humana a través del arte produce en el hombre el sentimiento de belleza que va acompañado de agrado, placer o liberación. Pero se trata de un placer no meramente sensible sino intelectual en el cual se reconocen los objetos, los acontecimientos, las acciones y las pasiones. El placer que procede de la imitación alcanza su más alta realización en la tragedia, género al cual dedicó Aristóteles la parte más completa de sus reflexiones estéticas. Aristóteles define la tragedia como la imitación de una acción digna y que, además de grandiosa, es completa en sí misma, escrita en un lenguaje agradable y cada peculiar deleite desarrollado en su parte correspondiente en forma dramática, no narrativa; con peripecias que provocan la conmiseración y el terror, de suerte que se cumpla la purgación (catarsis) de tales pasiones. 

La belleza como abstracción. La importancia decisiva de la reflexión de Tomás de Aquino (la tesis doctoral de Umberto Eco se titula El pensamiento estético de Santo Tomás) estriba en su consideración del doble componente sensible e intelectual de la belleza, continuando con la teoría aristotélica de la imitación. El gusto estético procede de los sentidos de la vista o del oído, todavía sospechoso en la Edad Media. El gusto, olfato y tacto (como la risa) están aun cristianamente excluidos por su consideración hedonista, algo ajeno a la filosofía griega. Pero afirmar que algo nos gusta, añade Aquino, ya es un juicio estético que incorpora un argumento explícito o implícito. Por tanto, la experiencia estética no es algo meramente sensible sino intelectual. El pánico del cristianismo a los goces sensibles llevó a la estética al camino de la reflexión. La belleza concierne al juicio racional, no a la intuición sin nombre. Los juicios estéticos no son inefables sino que se formulan mediante conceptos. La sensación sólo es el momento inicial del proceso. La belleza sólo muestra su causa final en el conocimiento abstracto. Inversamente a su sentido etimológico (aisthesis), la estética tiene carácter racional. Lo que constituye la belleza del mundo no es la apariencia sensible sino la contemplación de las formas inherentes a la materia, creadas, según Aquino, por la razón divina para que el entendimiento las aprenda. El paradigma del arte contemplativo es la arquitectura, los bosques sagrados de las catedrales góticas cuyo significado didáctico o teológico va más allá de la visión inmediata. Las lágrimas del peregrino ante la fachada de Chartres son las pruebas vivas de la existencia de Dios. 

La belleza como desvelamiento. Los estudiosos de la historia de la filosofía han subrayado que las reflexiones de Heidegger sobre la verdad del ser cambiaron de rumbo cuando a mediados de los años treinta pronunció una serie de conferencias sobre el origen de la obra de arte y la esencia de la poesía. A partir de ese momento, el interés por el desvelamiento de la verdad se dirige a lo que la obra manifiesta y de lo cual el artista es un mero (e inconsciente) depositario. Hasta ahora el arte se ocupaba, según Heidegger, de la belleza, no de la verdad. Pero la belleza es el modo original de la verdad. Los otros modos son, por este orden, la acción que funda un Estado, la proximidad de lo más ente del ente, el sacrificio esencial y el cuestionar del pensador que cuestiona lo digno de ser cuestionado. La verdad habla en la belleza. La creación artística consiste en la producción de aquel ente que muestra el sentido del ser y pone en juego la eterna agonía de las luces y las sombras. La obra de arte levanta el velo de lo que está patente, es desocultamiento ontológico, iluminación del enigma que sobrevuela el ser; pero no como modelo ideal de las cosas, ni como imitación del objeto, ni como concepto que abstrae la forma… sino como transferencia u otorgamiento. Este desvelamiento de la verdad del ser adviene, en primer lugar, en la poesía. La poesía es la esencia del arte. La poesía es un nombrar del ser constituyente de las cosas. En el poetizar, los dioses toman la palabra a través del artista, ese intermediario entre los dioses y los hombres, y el sentido se hace manifiesto. En los poemas de Hölderlin, los relatos que lloran el olvido de la tierra resuenan con fuerza; aunque nada se ha perdido de aquellos tesoros que forjaron los grandes demiurgos, tan sólo permanecen ocultos a la espera del poeta y de su voz. La poesía de Hölderlin es el acontecimiento fundamental del hombre; sólo en ella está contenida la respuesta, la revelación que une al poeta con los vivos para anunciar una forma más alta de vida. Dice Heidegger: La esencia del arte es el poema. La esencia del poema es, sin embargo, la fundación. Entendemos este fundar en tres sentidos: fundar en el sentido de donar; fundar en el sentido de fundamentar; fundar en el sentido de comenzar. (…) ¿Qué tiene que ser la verdad para que pueda acontecer e incluso tenga que acontecer como arte? 

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