lunes, 21 de enero de 2013

El Palacio Real


Para Carmen y Emilio

Tuve la oportunidad de visitar el Palacio Real después de las fiestas navideñas. Un familiar que trabaja en Patrimonio Nacional nos consiguió entradas para uno de esos recorridos guiados más largos de lo normal. La vez anterior, después de sufrir una cola interminable, al fin entramos por una puerta y salimos por la otra… al cuarto de hora.
Estas son algunas de mis impresiones dispersas de la residencia oficial del rey; gruesas pinceladas, incluso erróneas, que no pretenden en ningún caso sustituir al folleto para turistas que se compra en la tienda.

Para empezar, nos encontramos con una mañana espléndida, plena de sol invernal, de esa luz transparente y uniforme que brilla en la piedra centenaria, de esos cielos altos y generosos que sólo pueden contemplarse en Madrid. Nos acompañó una excelente guía, historiadora del arte, enlace entre el palacio y el Museo del Prado, entendida y amena. Le pregunte un par de cosas fuera del guión y sus repuestas fueron más que satisfactorias (las tengo anotadas).

Desde el centro del Patio de Armas se abarca con una mirada histórica el conjunto (el segundo más grande después de Versalles, 135.000 metros cuadrados y 3.418 habitaciones): el trazado, la fachada principal, la catedral de la Almudena. Si nos imaginamos los jardines de Sabatini y del Moro, la Plaza de Oriente y el Teatro Real podemos admitir que los palacios son una de las pocas ventajas del absolutismo. Obviamente pateamos una parte mínima a pesar del enchufe. Los palacios eran ciudades autónomas. Hasta los obispos y banqueros iban a servir al rey (como en la canción). Recuerdo la novela de Galdós La de Bringas, cuyos personajes son funcionarios de Isabel II que viven en las plantas superiores. No había que salir del palacio para conseguir amantes, la real diversión (entre otras razones porque no había televisión ni internet). Eran célebres las salidas de reyes y duquesas disfrazados de artesanos o sirvientas en busca de carne joven. La vertiente populista de la nobleza siempre se ha revelado en la cama. Una leyenda europea que se prolonga hasta nuestros días. Hacer el amor y la guerra era compatible. El resultado, una prole de bastardos azulones que poblaba los claustros. Mientras los nobles cazaban, compraban espejos y porcelanas, la gente se moría de hambre. Pero no sigamos por este camino…

Es magnífica la doble escalera de mármol de la entrada diseñada por Sabatini, de escalones bajos para que pudieran subir sin resollar los obesos cortesanos y embajadores gotosos. Tienen menos interés los frescos de la bóveda del adulador Sachetti, especialista en apoteosis de la monarquía, triunfos de la iglesia y gestas de los tercios. Traspasamos la escalera flanqueada por los bustos  de Felipe V, el primer rey borbón, e Isabel de Farnesio, su segunda esposa.
Impresionante la bóveda del salón del trono (que son dos para la reina y él). Nueva versión laudatoria de La grandeza y el poder de la Monarquía Española en los frescos de Tiepolo, de más altura que los de Sachetti. Actualmente los reyes de España reciben al cuerpo diplomático (sea esto  lo que sea) en este espacio lleno de bordados y terciopelos, alfombras mullidas, relojes mágicos y arañas de cristal. Nos explicó la guía que los tronos no se usan por razones de protocolo constitucional (“los reyes se sentirían muy incómodos si tuvieran que hacerlo”, apuntó.). Dicho sea de paso, yo no me creo la rumorología salaz ni las intoxicaciones sobre los turbios negocios del rey. No soy monárquico (en realidad no soy nada) pero tales infundios obedecen en mi opinión a una vieja campaña de la derecha franquista (o sea, la derecha) que nunca le ha perdonado su talante parlamentario ni su papel de parachoques en el 23 F.

Deslumbrante el salón Gasparini, con su decoración rococó a la chinoiserie, realizada por Matías Gasparini (otro italiano en la Corte). La idea procede del gusto orientalista tan de moda en el siglo XVIII como contrapeso al culto a la razón. El techo y las paredes con relieves alusivos es un prodigio de imaginación pequinesa. El suelo original es pasmoso, la lámpara un  tesoro de cristal. Fue una pena no ver en funcionamiento los autómatas del reloj de la chimenea vestidos con trajes de época. Nos contó la guía que se necesitan varios especialistas para mantenerlo. Si se entera el gobierno, adiós presupuesto. En este punto, por la palabra fluida de la experta, se fueron amontonando a nuestro alrededor gente de toda suerte y condición; mejor para ellos, sólo que no cabía un alfiler y copaban los mejores sitios. Protestas, petición de credenciales y desbandada del pueblo llano. Muy propio de la sociedad estamental.

El gran salón de banquetes es el resultado de la unión de tres estancias. Como cuando hacemos obras en nuestra casa para añadir a la cocina el pasillo de la entrada (cuatro metros cuadrados) y el retrete de servicio (otros cuatro). Al completo caben en la mesa engalanada ciento cincuenta y tres comensales. Es espectacular. Para montarla, los maestros de cámara (o como se llamen) tienen que subirse al tablero con calcetines de seda y guantes de satén. Hay aparatos de geometría para cuadrar los cubiertos, candelabros y centros de flores. Por cierto, las flores se eligen de manera alusiva al país del homenaje. Cada servicio de mesa incluye tres cuchillos, cuatro tenedores cinco cucharas y un montón de artefactos de plata que no se sabe para qué sirven. No hablemos de la cristalería y las vajillas encargadas en exclusiva a las mejores fábricas del mundo. Tres matices para consolar a los que nunca han sido invitados al santo del rey: Primero, no se puede dar de comer bien a más de diez personas (piensen en las bodas excepto las gallegas). Segundo, con tanta finura es imposible divertirse; no puedes beber a gusto ni hablar a voces, llamar al de enfrente, quitarte la corbata, levantarte a charlar con las chicas o repetir el solomillo o la merluza (o ambos). Tercero: los brindis y discursos oficiales pueden ser más largos (e indigestos) que la cena. Además, las relaciones sociales ya no son lo que eran: con los reyes ilustrados circulaban de mano en mano epigramas picantes y citas prohibidas. Ahora sólo se practica el tráfico de influencias.
No lo duden, nada hay como la casa de uno. Imagínense cómo vivían los borbones hasta Alfonso XII, el último en habitarlo; después, sólo Manuel Azaña se atrevió durante un tiempo (¡por qué demonios lo haría!). No es posible dormir sin duendes en una cama con dosel y una habitación como una plaza de toros rodeada de retratos solemnes y armaduras de latón. Aun menos desayunar en una estancia helada con mesa de caoba y silla rimbombante; cuando te traían el café de las cocinas estaba tan frío como tus pies. No quiero entrar en asuntos del vestido y de la higiene. Según parece, si es que me enteré bien, el rey debía vestirse delante de la corte como signo de no sé qué. Ropajes de gala cada seis horas… Las duchas no existían y la costumbre era bañarse una vez al mes. Todo lo arreglaban con afeites y pomadas, ungüentos y perfumes. Una mezcla explosiva. Puede que la roña crónica tuviera alicientes bravíos pero no los comparto (me acuerdo de un chiste atroz que tras dudar me guardo).

La colección de instrumentos de cuerda es única: consta de cuatro violines, una viola y un violonchelo que Stradivarius construyó para Felipe V, considerados una de las joyas del Patrimonio Nacional. Son fantásticos. Los contemplas en las vitrinas y piden ser tocados. Son seis de los más de mil que creó el lutier de Cremona (se conservan seiscientos). La leyenda los envuelve. Un milagro ajeno a la ciencia cuyas causas se ignoran. Recuerdo un espléndido documental de la cadena de televisión Art. Su sonido es único, como corroboran los más reputados solistas que sueñan con tenerlos en sus manos. Entre varios instrumentos, los maestros identifican su voz al punto. La misma pieza interpretada por otros violines no suena igual. El pasado abril se produjo un accidente impensable: durante una sesión de fotos se rompió el mástil del violonchelo. Se eligió para enderezar el entuerto al prestigioso lutier colombiano Carlos Arcieri. Por fortuna, el mástil afectado no era parte original sino una sustitución de 1857. Según afirma el restaurador, su reparación no ha supuesto ningún perjuicio al instrumento, al contrario: "ahora suena dos veces mejor". Le pregunté a la guía lo que es sabido: ¿Se dan conciertos con los stradivarius? "Efectivamente, sin no se tocan se marchitan". Se programa uno al mes al que asisten los más renombrados personajes de la banca y la cristiandad. También los temidos periodistas, representantes del cuarto poder, antes respetuosos con los otros tres y ahora capaces de reírse en las barbas de un político o un juez aficionados a la caja B (también de tapar sus fechorías). Antaño, los salones de la nobleza se adornaban con la flor de artistas y escritores. Si eras poeta tenías que improvisar una ristra de tercetos. Si novelista, obligado a leer el tercer final de tu drama. Si pensador, a defender tus teorías sobre el alma. Todo se ha perdido con los derechos humanos. En breve sondearé a mi pariente sobre las fechas del concierto y si es posible me pondré mi mejor (y único) traje para escuchar los stradivarius. 

Comimos de aliño en la cafetería. Después visitamos la farmacia, la armería y la exposición Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino (ya hablaremos). Los jardines para otra ocasión. Terminamos en la tienda como todo el mundo. A las cinco de la tarde salíamos del palacio rumbo al Café de Oriente para tomar chocolate con churros. Allí me dejé la jarrita que me habían regalado. Un honrado parroquiano la devolvió y ya la tengo en casa. Ahora me gusta más.

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