viernes, 1 de octubre de 2010

Historia de la sexualidad


Lo bonito y atractivo gusta, de ahí que lo bello y lo bonito se hallen tan expuestos al peligro de ser devorados o explotados miserablemente.
Robert Walser, Jakob Von Gunten

Leía hace un par de días tumbado en el sofá el segundo volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault, titulado “El uso de los placeres”, en concreto el apartado dedicado a la sabiduría del matrimonio. Es curioso: el pensador francés no era un hombre casado en el sentido estadístico del término, Balzac se casó “in articulo mortis”, Nietzsche fue un soltero impenitente, igual que la base y la cúpula de la iglesia romana. Sin embargo todos, especialmente la última, han pontificado a sus anchas sobre la vida matrimonial. Para que luego digan que la vida marital no atrae a los solteros.
La mayoría de las obras de Foucault tienen para mí el defecto de gran parte de la filosofía francesa: el exceso de originalidad; no son construcciones del sentido, en este caso del sexo, sino invenciones falaces, ocurrencias menudas, teorías pretenciosas, ficciones sin talento literario. En resumen, estaba harto de trucos sobre las relaciones entre la sexualidad y el poder (Foucault ha conseguido convertir la hidra de siete cabezas en una entelequia aristotélica).
Para empezar, es difícil hablar de la sexualidad de los jóvenes en los años cuarenta porque sencillamente no existió. Su realidad era la misma que la del universo antes de la Gran Explosión: nada. Ni siquiera los símbolos más enrevesados del brujo de Viena hubieran podido interpretar el sentido profundo de un instinto que fue empujado sin flaqueza hasta los confines del infierno; por lo demás, hay otras carencias y necesidades que no son sino lamentos sonoros y una parte insoslayable de la historia universal de la infamia. Acaso la explicación más plausible de esta ausencia sea puramente cultural. Lo que la sociedad española entendía en aquel tiempo por sexualidad respondía a la visión moral de la Iglesia católica (hoy no es muy distinto) guiada por las sesudas reflexiones de Tomás de Aquino (junto con Chesterton y José Bono uno de los católicos más inteligentes que ha dado esta doctrina). Igual que el Doctor Angélico, todo el mundo sabía que el fin primario de la conjunción de los sexos, aquella actividad que nos iguala a las bestias (sic), es la procreación y la educación de los hijos dentro de la familia bendecida; y el fin secundario, la satisfacción de la concupiscencia. De esta gruesa confusión entre dos tendencias innatas, la pulsión sexual y la filiación, comprensible en la oscura Edad Media, se seguía una alergia generalizada al sexo, tal y como narraban ciertas leyendas del tálamo sobre sábanas moradas que cubrían las imágenes santas antes de la coyunda o sobre pijamas grises que se arrastraban por el suelo con estratégicos ojales. La verdad, uno entiende que en estas circunstancias a la gente se le quitaran las ganas de hacer el amor.
Por los años setenta algo cambió la cosa. Tenía fama por entonces la “fila de los mancos”, es decir, la última bancada de los cines en la que las esforzadas parejas trataban de dar licencia y un respiro a sus pasiones. Lo cierto es que si no formabas parte de ese viaje dominical a Citerea era bastante molesto escuchar los arrullos y suspiros que volaban por el éter mientras tratabas de centrarte en las andanzas de Marcelino pan y vino.
El paradigma de esta sexualidad emergente fue el célebre caso del cipote de Archidona, que apareció tímidamente en la prensa y al que Camilo José Cela, puso letra y música para ensalzarlo y darle el nombre épico de insólita y gloriosa hazaña. Conviene recordar los pormenores de aquel inocente suceso. Dos novios de ese amable pueblo de la provincia de Málaga asistían en la fila de los mancos a la consabida sesión de tarde en la que se anunciaba un anodino musical. Quizás por la costumbre y también por la búsqueda de sensaciones más intensas (dudo mucho que por la trama de la cinta), en un instante luminoso los jóvenes aumentaron la lista de sus tiernos tocamientos. Con gesto encomiable, la joven desabrochó la cremallera de su chico y este se dejó hacer mientras miraba complacido las maniobras de Gingers Rogers. El resultado natural de tan delicioso trance fue un éxtasis amoroso que solo puede ser descrito con justeza mediante los primeros versos de El ciprés de Silos, el bello soneto de Gerardo Diego.

Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.

La savia entrañable del aguerrido mozo se derramó abundante sobre las tres filas delanteras, y ante tal lluvia de oro es fácil imaginar el bochinche que se armó: los juramentos e imprecaciones de los directamente empapados, las burlas y remoquetes de las filas de secano, las risotadas del patio de butacas… Los dos novios, corridos de vergüenza, salieron al galope por la puerta de emergencia, abochornada ella por ser la mano del delito y él subiéndose los pantalones. Pasamos por alto las estúpidas denuncias de algunos implicados, demasiado susceptibles por algo que le puede pasar a cualquiera, y finalizamos el divertido episodio con las nupcias felices de los novios como mandan los cánones y las indulgencias plenarias del pueblo.

Allá por los años ochenta se produjo otro salto cualitativo en los usos y costumbres de los jóvenes que debe ser tenido por confirmación de la idea de progreso. Ahora, las parejas de tórtolos habían huido de los sofocantes cines para refugiarse en los coches. Con el auto de papá podías desplazarte a los parajes más ocultos de la jungla del asfalto: la calle sin farolas del arrabal, el aparcamiento del supermercado en las afueras (demasiado concurrido a las doce de la noche), el calvero abierto entre los chopos, el camino solitario que se aleja de la ruta... Se podría dictar un Kama Sutra con las complicadas posiciones eróticas de los jóvenes dentro del seiscientos. Por ejemplo: en los asientos delanteros, uno frente al otro o uno detrás del otro; en los asientos traseros, uno encima del otro con las ventanas abiertas para poder sacar las piernas o el clásico 69 convertido por falta de espacio en un modesto 33.
El problema de estos ardorosos encuentros es que la mayoría de las veces respondían al modelo juvenil del “aquí te pillo y aquí te mato”, sin ningún tipo de precauciones o simplemente dejándolas de lado porque, en el fondo, el amor es un deporte de riesgo. A esto, de por sí consistente, se añade el principio universal de que las muchachas en flor se quedan encinta con sólo mirarlas. La conclusión necesaria de este silogismo práctico es que los embarazos no deseados brotaban como las flores de los almendros. Como es bien sabido, cualquiera de las soluciones al dramático dilema (ser o no ser, esa es la cuestión) marcaba a la pareja y, a veces, de forma indeleble a la madre (y también a la abuela que tenía que criar al nieto).

Y llegamos por fin a las anunciadas casas de citas del telediario. Los hoteles con fines amorosos, normalmente en los aledaños de la ciudad, o el uso amoroso de los de hoteles, han existido siempre. El problema para los jóvenes era que en cuanto el encargado de la recepción se olía la tostada los ponía de patitas en la calle. Las nuevas casas de citas para parejas sin lecho surgen precisamente para solventar ese problema. Son un ámbito de relación con reglas propias: en el aparcamiento del hotel tu plaza de garaje está separada por cortinas de los espacios contiguos por motivos de discreción. Nadie sube al vestíbulo con otros clientes. Para inscribirte te reciben en exclusiva. Te asignan una habitación y el camarero te la muestra: mareantes colores cálidos, música empalagosa, camas superferolíticas, bañeras con forma de cisne, luces indirectas y espejos por todas partes; un entorno concebido para quienes no harían el amor si no existiesen los sex-shops. Posiblemente eran más estimulantes la oscuridad del cine o el asiento del coche. No sé con certeza qué prácticas sexuales o fantasías eróticas son o no aceptables; lo cierto es que los amantes que se acogen a esta prestación social representan simbólicamente unos papeles un tanto encanallados. Dejemos mejor a los sexólogos, cuyas opiniones son cada vez más libertinas, que resuelvan este delicado asunto; lo único que tengo claro es que estas moradas del amor profano son auténticas catedrales de mal gusto.
Mi solución abierta es que habría que reflexionar una vez más sobre la frase final de la proposición 6.421 del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein: Ética y estética son lo mismo.

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