viernes, 17 de septiembre de 2010

El Teatro Real


La ópera, el mayor espectáculo del mundo. En cuanto aterrizo (las pocas veces que lo hago) en una ciudad europea, lo primero que hago es comprarme en el aeropuerto la guía de espectáculos y buscar el repertorio de las óperas, operetas y musicales (estos últimos una concesión al oficio de turista) que permanecen en cartel. El segundo paso es informarme en la recepción del hotel de los pormenores del asunto y el tercero, sacar las entradas. A mi mujer no le hace gracia subir al paraíso, pero a mí me encanta mezclarme con el coro verdiano que puebla las alturas. La otra opción, la aristocrática, es pagar doscientos pavos por butaca. Impensable, mejor dicho: imposible.
Tengo la suerte de asistir regularmente desde hace siete años a la temporada de Ópera del Teatro Real gracias a la generosidad de un querido familiar y excelente aficionado que pone a nuestra disposición dos estupendas entradas.
Pero antes de meternos en asuntos graves, hagamos un poco de sociología de la música. La mayoría del público del Real, del que formo parte y al que creo conocer después de tantas horas juntos, tiene, como cualquier agregado social, virtudes y defectos: hay que reconocer que escucha la obra con atención, pero tose sin complejos y consume caramelos sonoros, envueltos en papel de celofán, con una dedicación obsesiva. En las representaciones que no le gustan expresa su malestar de forma ruidosa y abandona el teatro sin complejos… aunque en ciertos momentos (perfectos) es capaz de lograr esa rara "comunión mística" entre la obra y el público que es la cumbre de la ópera. Sabe diferenciar las voces de los ecos y premiar a quien lo vale, pero abusa con frecuencia del aplauso fácil (similar a la ovación mercenaria de la claque), fuera de sitio (en las transiciones sin pausa o en las arias sin cierre) y sobre todo, del aplauso apresurado: cuando acaba La bohéme, por ejemplo, sólo una espontánea actitud de recogimiento revelan la belleza de la audición y el respeto por la obra; después, tras el instante debido, sin precipitación, cuando despertamos del ensueño, podemos entregarnos al homenaje y a los bravos.
En fin, se trata de un público amante del género, pero excesivamente conservador en sus gustos (y probablemente en otros rasgos del concepto). Le encanta, en sentido literal, el bel canto: Puccini (mi preferido), Rossini, Donizzetti, Verdi… También aprecia las cuatro grandes óperas de Mozart (la cumbre del arte universal y una música que está más allá de los límites del quehacer humano), pero se arruga como un traje comprado en las rebajas ante Alban Berg, Jules Massenet, Olivier Mesiaen o el Pelléas et Mélisande de Claude Dubussy. He visto la programación de este año y de las doce representaciones sólo tres son de repertorio clásico (El caballero de la rosa, Las bodas de Fígaro y Tosca), por lo que preveo un descenso notorio de los abonos comprados y un aumento similar de los devueltos.
La apariencia social de los asistentes es parecida en todos los sectores de la sala. Ya no se dan las separaciones estamentales de la época de Verdi. Y ha pasado el tiempo en que Stendhal podía distinguir con una mirada la condición de los actores de ese teatro dentro del teatro (entre otras razones porque los conocía personalmente). Hoy, las reglas de etiqueta son cada vez más planas, ya no existe el hombre de mundo, la forma de vestir, que tiende a la ostentación en la clase media y a la naturalidad, incluso al abandono, en las clases altas, es un factor de acercamiento entre ambas culturas burguesas.
También la crisis actual afecta a la institución. Los libros (no los programas de mano) que se publican con cada representación han ido perdiendo calidad en su forma y contenido. Tengo delante de mí el libro de Tosca de la temporada 2003-2004, con forro blanco y portada roja, con el texto completo, gran cantidad y calidad de artículos, fotografías de la época, grabaciones de referencia y aun me quedo corto. El primero de esta temporada parece una hoja parroquial. Además ahora valen 10 euros y costaban seis en otros tiempos.
También quiero referirme a la tienda situada a la entrada del teatro. Si no tienes nada mejor que hacer, puedes echar una hojeada a sus estantes. Hace mucho tiempo que no voy. Siento cierta nostalgia al visitarla porque me trae recuerdos de la mejor tienda de música que había en Madrid, El Real musical, cuyo propietario era el crítico y musicólogo Andrés Ruiz Tarazona (dueño también de la actual). Prácticamente todos mis discos de vinilo los compré allí en compañía de Alfredo Elvira, amigo de Tarazona, guiado siempre por sus consejos de experto y en ocasiones por los de su madre que también regentaba el local.
La temporada 2010 ha arrancado bajo la dirección artística de Gerard Mortier, un controvertido personaje, famoso por sus golpes de efecto (por ejemplo, afirmó hace tiempo que Lou Reed había hecho más por la música que Luciano Pavarotti) y por sus enfrentamientos con los grandes, como Maazel o el propio Karajan. Lo cierto es que dirigió el Festival de Salzburgo durante diez años. No sé si se debe interpretar su llegada como un signo de los nuevos tiempos y un impulso decidido del Real por aproximarse a la gran ópera europea, o más bien como el destierro temporal de Mortier, un genio de la escena criticado por sus lances y privado de su posición de privilegio.
Decía Chateaubriand que si alguna vez cometemos el dislate de definir la felicidad, no puede consistir sino en los hábitos en torno a los cuales construimos nuestra vida cotidiana (una brillante visión, en las antípodas de la jerga existencialista de la autenticidad). También el Real tiene su propia constelación de hábitos felices y desgraciados. Nuevamente me permito presentarlos en primera persona.
Al entrar no me gusta quedarme en el vestíbulo rodeado de sedas y collares, ni correr en los intermedios detrás de los conocidos, prefiero saludarlos al azar en los pasillos o simplemente desaparecer.
La entrada y los entreactos son los momentos en que se muestran a la "pública opinión" los políticos de campanario con su corte de pedigueños melifluos y guardaespaldas reconocibles por sus trajes baratos de Cortefiel; también están los presidentes de los consejos de administración acompañados de su legítimas esposas o de rubias despampanantes que les sacan la cabeza; o las celebridades del momento, que casi nunca reconozco: la presentadora de un programa de Tele 5, el galán de una serie, el rey de la Maestranza o el delantero del Madrid (ambos con cara de circunstancias). Vagan por el séptimo círculo, en el último eslabón de la cadena alimentaria, el cirujano de moda, el notario de peso, el comerciante con éxito o el banquero gordinflón, personajes sacados de una ópera bufa de Rossini.
Considero una moda kitsch tomar una copa de cava y un pincho de salmón en los entreactos. El Möet hay que tomarlo tal y como se hacía en el París de final de siglo (ese París deslumbrante que describe Walter Benjamin): en tu palco privado con las cortinas cerradas mientras suena de fondo la música de Wagner, en compañía de una bella cortesana, bombones surtidos, gemidos sofocados y ropa por el suelo.
Es una gozada avistar desde la terraza frontal del teatro, cuando cae la tarde, los dorados reflejos de la Plaza de Oriente (que con el tiempo se va librando de los fantasmas del franquismo) y el aura clásica del Palacio Real, bello por fuera y sobre todo por dentro.
Suelo subir al último piso del teatro para hundirme en las mullidas alfombras de las salas, cubiertas de tapices y cuadros de reyes, que conducen al restaurante. Su carta es cara pero no exageradamente. Tampoco me han dicho maravillas de su oferta gastronómica. No puedo opinar. Se asemeja a un altar mayor decorado en la gama de los negros y rodeado por una girola de cristal que permite ganar en distinción lo que se pierde en intimidad. Sé de buena tinta que al terminar la representación, los ejecutivos de los palcos de empresa se desquitan del hastío y cierran sus negocios con los vapores del mejor Rioja.
Durante el descanso tengo que acudir sin necesidad al lavabo, un ritual prosaico (y prostático) de amplia tradición del que me llama la atención neciamente la fluidez del tránsito en mi puerta y la hosca cola que se forma en la otra (otro episodio significativo de la “guerra de los sexos”).
Entro siempre al trapo de las apostillas al terminar los actos; después me arrepiento sin hemos recaído en los tópicos y me siento realizado si los epigramas han sido certeros:
"La soprano es aceptable, pero no se oye al tenor porque le falta voz y la orquesta lo tapa. La dirección ha sido correcta, pero sin pasión ni demasiados alardes, el coro del final, muy bonito, pero todos los coros cantan bien." (Me siento mal).
"A la contralto, de carnes blandas y generoso desparrame, le va el papel de Cleopatra como a un Cristo dos pistolas; y cuando se suicida hay que llamar a una grúa para levantarla; Marco Antonio, el aguerrido galán que la pretende, no mide más de un metro sesenta." (Me siento regular).
"El vestuario del drama es irreconocible. Sabemos que la acción se sitúa en Persia, pero sólo porque lo dice el libreto y lo hemos visto en internet. El rey y la corte, vestidos con ternos de astronautas, se asemejan a inteligencias de la galaxia NGC6547. La guardia personal, con boinas rojas, correajes dorados y botas altas, parece una reunión de carlistas en Montejurra." (Me siento mejor).
"La escenografía minimalista es un camelo: el escenario vacío, sólo una sábana blanca que representa la pureza, una columna que simboliza el poder y una cuerda con nudos colgando del techo que anuncia los golpes del destino." (Me siento bien).
Por fin ha comenzado en el Teatro Real la temporada de ópera 2010-2011. La primera representación es la obra de Piotr Ilich Chaikovski, Eugenio Oneguin, basada en el inmortal poema novelado de Aleksandr Pushkin. Será interpretada por solistas, Orquesta y Coro del Teatro Bolshoi de Moscú.
Aquí estamos de nuevo. Apago mi móvil, me acoplo en la butaca y me dispongo a disfrutar de una larga y deliciosa velada.

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