jueves, 27 de mayo de 2010

La huella de Joseph L. Mankiewicz


Recuerdo mi etapa de cinéfilo militante cuando estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid. Básicamente el cine ocupaba el ochenta por ciento de mi actividad intelectual y el otro veinte la música. Junto con otros tres adictos y un nutrido grupo de amigos fundamos el cine club San Agustín en el colegio mayor del mismo nombre. Yo me ocupaba, recuerdo, de la documentación libresca y de los panfletos que dábamos al público antes de comenzar cada sesión. ¡Daría cualquier cosa por recuperar aquellos sufridos comentarios en página y media! Pero se han perdido para siempre como lágrimas en el mar. El consuelo que me queda es que me divertí lo indecible, aprendí algunas cosas y rechacé otras que defendía con fe sospechosa.
Algunos roedores de filmoteca -yo entonces- pensaron en su momento que la verdad del cine estaba en las densas nieblas psicoanalíticas del film de Bergman Persona, a mi modo de ver una película fallida. No me creo el farragoso y efectista planteamiento del cineasta sueco. Tampoco siento el menor respeto por la gilipollesca Gloria de Casavettes, cinta ensalzada por su adscripción al denominado “cine independiente”, etiqueta cargante que no es sino la vulgar patente de corso para contar una historia inverosímil. No soporto las insulsas cintas de Woody Allen, que no son buenas, ni regulares, ni malas… no son nada; igual que esos restaurantes caros y detestables en los que se celebran las inevitable “comidas de empresa”. No comparto la tesis de los que se imaginan en falso que el cine es un arte comparable a la literatura, a la música clásica o a la gran pintura. Por ejemplo la de Sorolla. Para nada. El cine tiene unas limitaciones estéticas que es preciso asumir con deportividad. Lo primero que me disgustaba (había otros disgustos) del programa de Garci ¡Qué grande es el cine! era su título. El cine es un género menor y quien no lo entienda así o no sabe lo que es el arte o no sabe lo que es el cine. Por ejemplo, en la infumable cinta El año pasado en Mariembad, Alain Renais pretendió equiparar (en vano) mediante trampantojos pedantes, mensajes iniciáticos y simbolismos desechables la supuesta altura del lenguaje cinematográfico con producciones con las que en el fondo nada tiene que ver. No hace mucho fui a verla (por si algo había cambiado en ella o en mí) a un cine de arte y ensayo de provincias (lugares ambos que normalmente evito y a los que sólo voy cuando realmente me fascina la ciudad o el pase); al segundo rollo me fui corriendo. (El viejo problema de la identidad personal. ¡Qué satisfacción comprobar que era el mismo de siempre!).
Es evidente que ningún arte, mayor o menor, es más autobiográfico, más vivencial que el cine. Cada uno tenemos nuestras películas favoritas y ya nos pueden contar milongas, anunciar prodigios o apuntar abismos de sentido (de las tres monsergas esta es la que directamente me produce erisipela) que sólo hacemos caso a lo que hemos visto con nuestros propios ojos en la pantalla de tela.
Por estas gruesas pinceladas no es difícil adivinar los títulos de algunas de las películas que admiro y por las que pierdo el sueño por las noches cuando todos se han acostado y puedo calarme mis carísimos cascos. Por ejemplo, La huella de Joseph L. Mankiewicz.
La acaban de reeditar (he estado años detrás de ella) en la nueva colección de Regia Films dedicada a los grandes actores. La edición no es un homenaje a su realizador, sino a Michael Caine. ¡Deja todo lo que estés haciendo y vete a comprártela por once míseros euros antes de que se acabe!
Dicho sea de paso (¡otro excursus narcisista!) las versiones originales de las operas y, en tono menor, las películas que colecciono, me gustan tanto o más que los libros de mi biblioteca. Corolario: detesto las copias piratas simplemente por considerarlas objetos sin valor. En todo caso, soy un aceptable lector pero un mal bibliófilo.
El mismo día la vi dos veces. ¡Qué gozada! La huella está entre las cinco películas que me hacen amar el cine. Estos últimos meses ha circulado por los canales temáticos del Plus una reposición del mismo título, aunque me he negado sin más a verla. Ciertos recuerdos son sagrados y deben estar a salvo de las perturbaciones maléficas de los circuitos comerciales.
El film te introduce sin preámbulos pelmazos en una trama mágica, un pas á deux, grand, de la que no puedes escapar. Todo comienza con la vista exterior y el jardín-laberinto de la mansión señorial del aristocrático Andrew Wyke, un consagrado escritor de novelas policiacas (Laurence Olivier en la mejor interpretación cinematográfica de su carrera); el otro es Milo Tindle, Tindolini en versión original, un peluquero de origen italiano, propietario de un salón de belleza con acentos latinos, prosaico pero seductor, pura voluntad de poder (un gran Michael Caine, dirigido por Mankiewicz sin concesiones a la galería, que no se deja almorzar con patatas por su antagonista y permanece en todo momento a la altura de las circunstancias). Ambos actores fueron nominados al Oscar a la mejor interpretación en 1972, que afortunadamente no ganaron. Y el tercero en las tablas, el inolvidable inspector Doppler (Alec Cawthorne), mi sabueso favorito con permiso de Holmes, del cual no puedo hablar sin revelar datos cruciales. Y no hay más actores en la escena, lo cual no quiere decir que los ausentes no estén tersamente perfilados y no sean tan relevantes como los primeros: así, la sofisticada y sensual esposa del novelista, Margerite, la bella Elena de esta renovada guerra; y la curiosa amante de Andrew, que tan importante papel juega en la farsa, o su amiga de apartamento, y Scotland Yard (que no podía faltar a la cita); todos envueltos en la bruma viscosa de la sociedad inglesa.
Copio de la parte posterior de la caratula: una tarde Andrews invita a Milo a tomar unos cócteles en su mansión. Al principio Milo disfruta con su visita, hasta que Andrew admite estar al corriente de que Marguerite, su esposa y Milo son amantes. Para sorpresa de Milos, Andrew no parece estar enojado y le propone una solución de la que ambos pueden beneficiarse… lo que parecía ser un amigable encuentro se convierte en un emocionante y tramposo juego de persuasión e intriga que atrapa sin remedio.
El guión, imprescindible para esta obra maestra, está basado en la obra teatral del mismo nombre de Anthony Shaffer. Sin embargo, el primer acierto de Mankiewicz consiste en hacernos olvidar esta dependencia del drama. Tan sólo un breve homenaje en los títulos iniciales y después la elipsis del género. La clave del éxito está en la invención de un repertorio, corto pero inapelable, de recursos puramente cinematográficos, inalcanzables para el teatro, y siempre al servicio de la excelente idea de Shaffer... ¡a pesar de que toda la película transcurre en el interior de la mansión! En primer lugar, los movimientos de la cámara a través de las distintas estancias, perfectamente individualizadas y entendidas como espacios separados y autónomos. En segundo lugar, el tratamiento reiterado, “personalizado”, desde todos los ángulos y posibilidades, de cada uno de los objetos (¡los hipnóticos juegos!) del entorno. En tercer lugar, el aprovechamiento integral del texto literario del drama sin modificaciones, al filo de la navaja de una posible disonancia entre lenguajes, pero siempre dentro de los límites del acierto. ¡Qué diálogos tan redondos y creíbles, imposibles de cuestionar bajo ningún pretexto de confusión entre estilos y otras zarandajas!
Y el final, homérico, otra vuelta de tuerca a nuestras mentes, una imposible pirueta circense, un tour de force milagroso, una conclusión, un “cierre categorial” que, en mi opinión, no alude (como algunos romos han querido ver) a un esotérico enfrentamiento generacional (hay gente que insiste en aburrirse), sino que más bien sugiere la independencia gozosa entre el arte y la vida.

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