viernes, 30 de abril de 2010

El pensamiento salvaje


Han corrido ríos de tinta sobre la mente del hombre primitivo y la mente del hombre actual.
El estado de la cuestión (con algunas apostillas) es, más o menos, el siguiente: los antropólogos de antaño, políticamente incorrectos, pensaban que el hombre primitivo no superaba el mero pensamiento asociativo, una especie de sintaxis formada por oraciones simples y conjunciones copulativas, por lo que no alcanzaba en ningún caso el pleno pensamiento lógico; dicho con otras palabras, nuestros ancestros filogenéticos o no razonaban o lo hacían torpemente. El corolario de esta burda ideología colonial era que un pensamiento débil propiciaba una cultura poco avanzada y viceversa.
Otro dislate posterior sobre el tema -no menos recurrente- afirmaba que el hombre primitivo era menos inteligente que el hombre actual (sin entrar en más detalles sobre la definición de inteligencia). Ahora, la causa del pensamiento débil no era una cultura indigente (primer concepto discutible) sino la falta de desarrollo psicológico (otra dudosa expresión). La conclusión de esta interesada falsedad era que la mente del hombre primitivo era muy parecida a la del niño. Y a los niños, ya se sabe, hay que cuidarlos porque todavía no son capaces de valerse por sí mismos…
La antropología cultural de nuestros días, con pretensiones de ciencia positiva, una vez que ha depurado concienzudamente los residuos de un etnocentrismo anacrónico, demuestra que el hombre primitivo no tiene constitutivamente una mente inferior al hombre actual, sino sólo una cultura diferente. Para unos fines será más inteligente el hombre actual y para otros el hombre primitivo. Estas reflexiones surgieron cuando los sagaces antropólogos advirtieron que perpetrar sofisticadas tecnologías que pueden acabar con el planeta no es más clarividente que vivir pacíficamente al margen del progreso a orillas de un lago africano.

La contraposición entre racionalismo y empirismo como arquetipos del saber repunta con fuerza en ciertas consideraciones actuales sobre la mente del hombre primitivo. Por un lado está el racionalismo especulativo, al que cualquier problema le parece un abismo profundo y un horizonte cuyo sentido hay que construir más allá de los hechos percibidos; por otro, el empirismo, atento en exclusiva al significado epidérmico (el único posible y válido) de los acontecimientos que nuestros sentidos infalibles observan en el mundo.
El ejemplo más notable del racionalismo contemporáneo es Levi Strauss, creador del estructuralismo en antropología. Levi-Strauss afirma que mientras las principales corrientes de la antropología cultural (evolucionismo, difusionismo, funcionalismo) se han ocupado de estudiar las manifestaciones particulares de las distintas sociedades, de señalar sus semejanzas y diferencias, lo que pretende la antropología estructural es descubrir las estructuras profundas, universales y necesarias, que explican en última instancia los complejos e instituciones de cualquier cultura. El principal supuesto teórico de la antropología estructural es la oposición entre hechos sociales (cultura) y sistemas subyacentes (estructura). Levi Strauss investigó en tres obras admirables las estructuras elementales del parentesco, los sistemas de clasificación del pensamiento salvaje y las reglas inmutables de los mitos. Concluye con la hipótesis (ambiciosa, pero no verificable) de que más allá de las normas culturales o de las formas de organización social que varían de unos pueblos a otros, hay unas estructuras comunes que tienen su origen en la organización psicológica, lógica y epistemológica de la mente. Se trata, con palabras de Levi Strauss, de una especie de inconsciente colectivo del pensamiento, una unidad psíquica de la humanidad, que se proyecta de forma idéntica en las reglas, símbolos y necesidades que forman parte de la psicología colectiva de los pueblos.
Su obra El pensamiento salvaje, comienza con el análisis de lo que denomina "ciencia de lo concreto", el modo específico en el que se presenta el pensamiento de los pueblos sin historia.
Según Levi Strauss, no es cierto que las sociedades primitivas tengan un pensamiento menos complejo o profundo que el de las sociedades avanzadas. Los argumentos que intentan convencernos de que el lenguaje “primitivo” carece de conceptos abstractos para representar la realidad y tiene menos términos concretos para describirla, han sido refutados, según el autor, por las observaciones empíricas. La investigación de campo nos muestra que en esos pueblos existen las mismas preocupaciones intelectivas que en las añejas sociedades europeas. El pensamiento salvaje está dotado de una extensa terminología naturalista y de acertadas clasificaciones que le permiten distinguir miles de especies de la flora y de la fauna. Los conocimientos de estas sociedades, lejos de tener un significado meramente utilitario e inmediato, como se conjeturaba, tienen más bien la función expresa de organizar el entorno y conocer a fondo el orden de las cosas.
Levi Strauss sugiere que no hay contraposición sino homología entre el pensamiento científico y el pensamiento mágico.
Los rasgos del primero serían el realismo (la naturaleza o la sociedad pueden ser pensadas tal y como son en sí mismas, en su apariencia y fundamento) y el determinismo (los fenómenos naturales, incluso los humanos, están sujetos al principio de causalidad universal).
El segundo postularía distintos niveles de realidad (materiales, biológicos, espirituales, sobrenaturales) algunos de los cuales admiten explicaciones objetivas y causales que no serían aplicables a los otros. El pensamiento mágico debe ser entendido como una anticipación gradual, sin duda inconsciente pero efectiva, del pensamiento científico. Aunque de esto no cabe inferir que el pensamiento mágico sea una forma de ciencia balbuciente o sabiduría prelógica. El totemismo o la magia no son saberes puntuales y fragmentarios, sino dos sistemas completos, tan perfectamente articulados como la misma ciencia experimental.
Lo que subyace detrás del pensamiento salvaje y del moderno son ciertas estructuras comunes o universales psico-lógicos que se manifiestan en ambas formas del saber. La organización psicológica y lógica del pensamiento hace imposible la dicotomía o separación radical entre magia y ciencia; esta organización incluye operaciones y reglas imposibles de soslayar sea cual sea la etapa de la evolución cultural en la que nos encontremos.

En defensa de lo que denomino “empirismo antropológico”, por contraposición al racionalismo de Levi Strauss, traigo a la palestra el libro de Nigel Barley –doctor por la Universidad de Oxford- titulado El antropólogo inocente. El libro, me consta, está mal visto por la comunidad experta en ciencias sociales; acaso porque lo consideran excesivamente ligero y chispeante, por su proximidad excesiva (su mayor encanto en mi opinión) al clásico libro de viajes y también por la acumulación de materiales etnográficos desperdigados, todavía sin integrar en una teoría nomológica con pretensiones de amplio alcance.
El libro de Barley es divertidísimo; desde la narración inicial de la odisea burocrática del autor para obtener el visado de entrada en Camerún, hasta el laberinto interminable que tuvo que superar para volver a Inglaterra, enfermo y en los huesos, pero encendido por la fascinación de África y el deseo, convertido en destino, de reanudar sus inaplazables trabajos (cosa que realizó y expuso en un segundo libro).
A lo largo de sus páginas no aparecen por ninguna parte estructuras subyacentes, esquemas inextricables o especulaciones parateológicas sobre la grandeza o insignificancia de la especie humana… Al contrario, están pobladas de individualidades en el sentido narrativo más noble del término; de variopintos personajes cuyos hilos se mueven con vida propia. Como dice el acertado prologuista del trabajo:

…entre ellos destaca, convertidos en verdaderos personajes novelescos, sujetos como el estrafalario jefe Zuuldibo; o el viejo de Kpau, el misterioso y atrabiliario “jefe de lluvia” , cuyos poderes expone Barley con una fascinación próxima a la de Castaneda por Don Juan; o el hábil traductor Matthieu, el dowayo medio aculturado, cuyo reencuentro años más tarde, describe Barley en A plague of carterpillars, comparándolo humorísticamente con el principio de Sonrisas y lágrimas; o el histérico misionero Herbert Brown, afectado por el sol de los trópicos y dotado de un curioso don de lenguas; cada uno de ellos perfectamente individualizado y construido con las trazas realistas de un personaje de novela, dentro de una tradición más propia del relato de viaje inglés que de la antropología social británica: en la línea más de Burton que de Evans Pritchard.

La obra es un recorrido completo por todos los aspectos de la comunidad dowaya, la comida, la sexualidad, la vivienda, el trabajo, la ciudad, la lluvia, las fiestas estacionales…
En realidad, después de leer a Barley, no me atrevo a llamar propiamente “pensamiento” a lo que piensan los dowayos, una etnia perdida en las profundidades del África Central. Para ilustrar mi lamentable afirmación, corroborada por otras experiencias personales en el continente negro, no me resisto a reproducir un jugoso fragmento del libro en el que aparecen sucesivamente, en forma de pinceladas coloristas y atrevidas, cuatro instituciones básicas de la aldea: la magia, la política, el sexo y la educación. ¡No tiene desperdicio!

A los dowayos les extrañaba que las serpientes y los escorpiones me dieran tanto miedo y que en cambio evitara atropellar a la más horripilante de las aves: el búho. Una vez me vieron recoger un camaleón, cuya picadura consideran fatal, después que unos niños lo hubieran estado atormentando, para depositarlo en un árbol. Era una locura… Sin embargo, la más apreciable de mis locuras era estar dispuesto a tocar las zarpas de un oso hormiguero; los dowayos no los tocan jamás, a riesgo de ver sus penes permanentemente flácidos. Incrustando las garras en el fruto del baobab y pronunciando el nombre de la víctima, las garras se pueden utilizar para matar a un hombre; al caer el fruto, la persona morirá. Los dowayos, que habían matado a un oso hormiguero, me requerían públicamente y me ofrecían las garras como prenda de sus buenas intenciones. Entonces yo tenía que llevar las garras al monte y enterrarlas lejos de los lugares frecuentados. Esta labor de controlador de la contaminación cosmológica que desempeñaba era muy apreciada.
Varios viajeros me dijeron que el mijo de mi “verdadero cultivador” no estaba listo todavía para ser cortado, de modo que pude dedicarme a contemplar la última distracción, una elección en Kongle. El sous préfect había convocado a todos los aldeanos en un lugar a una hora determinada para hablarles de ese tema y del importante problema de la jefatura. Cuando llegó el momento no se presentó y los dejó a todos plantados debajo de los árboles durante dos días, transcurridos los cuales regresaron a los campos. Varios días después apareció por la aldea dowaya un goumier. Estos desagradables personajes son ex soldados utilizados por el gobierno central para cerciorarse de la obediencia de las aldeas rebeldes que no pueden ser vigiladas por los gendarmes. Se instalan en ellas durante largos períodos y viven a costa de sus anfitriones, a quienes además obligan a hacer lo que les apetece mediante amenazas. En las zonas en que la gente ignora cuáles son sus derechos, o donde saben lo poco que pueden fiarse de ellos, ejercen una considerable tiranía. La tarea de ese individuo en concreto era asegurarse de que se prepararan las cabinas para las votaciones. Hasta el momento los dowayos no habían mostrado ningún interés por la política nacional y era necesario estimular su entusiasmo.
Todos los dowayos, hombres y mujeres, debían votar el día señalado. El jefe tiene que responsabilizarse de que la asistencia sea masiva y Mayo el lugarteniente) aceptó humildemente la tarea mientras Zuuldibo (el jefe de la tribu) permanecía sentado a la sombra dando instrucciones a los que hacían el trabajo. Yo me senté con él y mantuvimos una larga charla sobre los puntos más oscuros del adulterio. “Mira a Mayo, me dijo, la gente siempre me cuenta que se acuesta con mi hermano pequeño. Pero ya viste lo triste que estaba cuando mi hermano se puso enfermo. Eso me demostró que no hay nada entre ellos”. Para los dowayos el sexo y el afecto son cosas tan distintas que una excluye a la otra. Yo asentí con la cabeza; no hubiera servido de nada explicarle que había otro modo de ver las cosas.
La democracia brillaba con todo su esplendor en las cabinas de votación. A un hombre le estaban regañando por no llevar a todas sus esposas. “No querían venir”. “Debías haberles pegado”. Les pregunté a varios dowayos qué era lo que estaban votando. Se me quedaron mirando sin saber qué decir. “Coges el carnet de identidad –explicaron por fin- y se lo das a ese funcionario, que te lo sella y toma nota de tu voto”. Sí, pero ¿qué era lo que estaban votando? Más miradas de incomprensión. Ya me lo habían explicado, cogías el carnet… Nadie sabía para qué era la votación. No se aceptaban votos negativos. Finalizada la jornada, los funcionarios consideraron que no se habían recogido las papeletas suficientes, de modo que los hicieron votar a todos otra vez. La semana en que se hicieron públicos los resultados yo me encontraba en un cine (de la ciudad). Un noventa y nueve por ciento de los votantes habían elegido al único candidato que presentado por el único partido. Sin embargo me pareció una agradable señal que el público, bien preservado su anonimato en la oscuridad, prorrumpiera en burlones abucheos.
En cambio, en la aldea todo el mundo se tomó la votación muy en serio y se siguieron las normas al pie de la letra. Se examinaron meticulosamente los documentos de identidad, se puso especial cuidado en colocar los sellos en los lugares destinados a tal fin, se calculó con precisión el porcentaje de lugareños que votaron y las actas pasaron de un funcionario a otro con las correspondientes firmas de acuse de recibo. Nadie parecía percibir la contradicción existente entre la concienzuda observancia de tales minucias y la flagrante violación de los principios básicos de la democracia.
En las escuelas ocurría lo mismo. Estas instituciones disponen de un increíble aparato burocrático para determinar qué alumnos deben ser expulsados, cuáles pasarán al curso siguiente, y cuáles obligados a repetir. La cantidad de tiempo invertido en el abstruso cálculo de calificaciones y promedios mediante fórmula secretas es cuando menos igual al pasado en las aulas. Después de todo esto, el director puede añadir dos puntos más a todo el mundo si las notas le parecen demasiado bajas, o bien aceptar sobornos de un padre para cambiar las notas de su hijo. También es posible que el gobierno decida que no necesita tantos estudiantes e invalide en masa sus propios exámenes. En ocasiones todo se convierte en una mala farsa. Resulta imposible no sonreír al ver cómo unos gendarmes armados con ametralladoras custodian las preguntas de los exámenes a pesar de saberse que el sobre que las contiene ha sido abierto por un hombre que las vendió al mejor postor varios días antes.

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