domingo, 2 de agosto de 2015

Diego Rivera y Frida Kahlo, el jardín compartido


Hace años trabajaba como bibliotecario en la Casa de la Cultura de Palma de Mallorca. También impartía cursos de formación en las bibliotecas municipales de la isla. Vivía en can Capes, en el distrito de Levante. Mi compañera mallorquina, Paula, trabajaba como redactora en una revista de viajes y promoción del turismo. Habíamos encontrado a través de su director un bonito piso de dos dormitorios construido en los años ochenta con vistas al paseo marítimo y un alquiler favorable. Era el tercero de un edificio de cuatro plantas y un bajo.
La conserje, doña Mercé, una viuda catalana que había pasado los sesenta, entrometida pero cordial, ocupaba la planta baja con su hijo menor de treinta y tantos en paro. En el primer piso vivía Jaume, un cocinero de la compañía Transmediterránea que pasaba a bordo de los ferrys más tiempo que en su casa a la que volvía de improviso durante los períodos de descanso. En el segundo, pasaban las vacaciones un matrimonio gay de alemanes jubilados: Gerhart, el mayor, había sido un alto cargo del Deutsche Bank, tenía propiedades en España y una cuenta corriente más que saludable. Según me contó un día que paseaban de la mano por la playa de Santa Ponsa, había cambiado las inversiones por la inocente alegría de vivir. Günther, era un catedrático universitario especialista en historia del arte que se complacía en educar la sensibilidad dormida de su marido. Por último, en el cuarto, vivía una madre soltera, Pepita, funcionaria del Ministerio de Hacienda, que se había trasladado a la isla desde Cuenca cuando nació su hija Sara "de padre en ignorado paradero". Ahora Sara era una jovencita, como todas, en la curva peligrosa de la adolescencia.
El edificio tenía en la parte trasera un patio interior de unos doscientos metros cuadrados donde el arquitecto había previsto construir una piscina y un espacio con juegos infantiles, aunque las dificultades presupuestarias habían impedido el proyecto. Cuando llegó la primavera, los alemanes habían pedido a Don Gaspar, el propietario del inmueble, permiso para transformar el patio en un jardín compartido “con fines recreativos y de mejora”.
Nos invitaron a tomar el aperitivo en una conocida terraza para tratar el tema. Entre copas de vino y platos de empanada nos contaron que el modelo que proponían era el de un encantador jardín inglés. El rollo, a cargo de Günther, fue considerable. Noté que Paula usaba el pañuelo con demasiada frecuencia, como si sufriera una repentina alergia al polen. Me di cuenta que lo hacía para tapar su risa chispeante. El jardín inglés –dijo Günther- busca la imitación de la naturaleza virgen, aunque esta representación espontánea sea en el fondo el resultado de un elaborado proyecto artístico. El ideal del jardín inglés es lograr un entorno sorprendente, innovador, con el aspecto de un lugar que no ha conocido la mano del hombre
Nadie se opuso, al contrario: Don Gaspar lucía un nuevo reloj de pulsera. Doña Mercé anunció su intención de plantar pepinos y tomates, la madre de Sara conseguiría laurel, perejil y cilandro. Paula compraría macetas para adornar el patio, el cocinero convino en que se trataba de un hobby relajante y ecológico pero por desgracia su trabajo no se lo permitía. En poco tiempo los alemanes convirtieron el patio en una jungla tropical.

A los tres meses, a finales de septiembre, cuando acababa de despertarme de la siesta sobre las cinco de la tarde, Paula y su amiga Beatriu, una joven farmacéutica, llegaron alteradas:

- ¡Los alemanes, gritó Paula, los cabrones han plantado un campo de marihuana!

- No cabe la menor duda, añadió su amiga, esta hierba se usa también con fines medicinales y la conozco muy bien (en realidad los tres fumábamos regularmente). Mira (y esparció unas hojas cortadas sobre la mesa).
- Tiene buena pinta, comenté soñoliento.
Al día siguiente hice una visita a los vecinos del segundo y fui directo al grano.
- No tengo interés por lo que se cultiva en el patio, pero lo podría tener si un día tras otro veo circular por la escalera “gente rara”, ya sabéis.
No les sentó bien.
- Nuestras visitas no son asunto tuyo, respondieron a dúo.
- Pero lo es, contesté suavemente, puesto que compartimos el edificio desde el portal hasta la antena colectiva pasando por el jardín. Mi mujer, por ejemplo, planta peonías, hibiscos y claveles. Además, ¿no deberíais haber informado al propietario y a los vecinos de que os trajináis un cultivo ilegal?   
Durante seis meses el acuerdo fue respetado por los caballeros teutones. En las cálidas noches mediterráneas el aroma dulzón de la mariguana subía hasta el cielo y más allá. Y eso era todo. Por supuesto, no les pedimos ni un pellizco aunque nos moríamos de ganas. El resto de los vecinos no notaron nada y yo no era el pregonero del barrio.
Un domingo de marzo por la mañana, hozaba en la cama, cuando Paula volvió como una centella del balcón donde le gustaba desayunar temprano.     
- Echa una ojeada a la calle, exclamó, no es posible, los dos tortolitos de la mano, esta vez con esposas y a punto de subir a un coche de la bofia. Espero que no tengas nada que ver, susurró.
- Estoy tan pasmado como tú, contesté con sinceridad.
Fue el final del jardín inglés. Según parece, había sido la conserje, una mujer demasiado curiosa, quien se había percatado del invento. Su hijo, que sin duda lo conocía, la puso sobre aviso. Alguno días más tarde, en comisaría, Paula y yo (los demás también) tuvimos que contestar a las preguntas del inspector Palomeque de la brigada de estupefacientes:
- No, no sabíamos lo que cocinaban esos turistas extranjeros. No los conocíamos casi, eran muy reservados, además no hablamos alemán, sabíamos que estaban casados, nos lo dijo la portera, parecían personas responsables, no recibían visitas, ha sido una sorpresa desagradable pero así es la vida…
El inspector sacó del cajón de su despacho una pitillera de cuero, cogió un purito, se dio fuego, aspiró el humo y lo expulsó en paquetes cuánticos. Después nos miró fijamente unos segundos.
- Escuche y no me joda, bibliotecario, usted estaba al tanto: no son alemanes, sino polacos procedentes de Austria. Los seguíamos desde que llegaron a Palma hace un año. No están casados y su vida privada es suya. Hemos confiscado más de treinta kilos de mariguana mejicana. La mejor. Su precio en el mercado asciende a doscientos mil dólares. Sospechamos que la colocaban en partidas de dos kilos a través de minoristas para que el jardín pareciera el mismo y no levantar sospechas. Creemos que el encargado de llevar la mercancía es Sebastián, el hijo de la conserje; no descartamos que también esté implicada. No va a ser fácil acusarlos de tráfico de drogas. Insisten en que solo son inocentes botánicos. Podría ser que en dos o tres meses están fuera organizando el mismo tinglado no sabemos dónde ni cómo.
- (Somos partidarios de la legalización de la mariguana, pensé pero no lo dije).
- Se enterarán por la prensa. Ya se pueden ir. Apagó el purito en el cenicero, se dio media vuelta y empezó a tararear:
El patio de mi casa
es particular.
Cuando llueve se moja
como los demás...

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