viernes, 13 de marzo de 2015

Pasar pantalla


Aunque de joven me pasaba la vida metido en el cine, ahora ocurre lo contrario. Tienen la culpa, a partes iguales, la vagancia hogareña y la suscripción a los canales del plus, donde con un retraso razonable puedo ver los últimos estrenos y las cintas que me interesan. Algunas, como Días de vino y rosas, las he grabado diez veces. Además tengo una pequeña colección de Dvds con los títulos que me convierten en estatua de sal, por ejemplo Les enfants du paradis de Marcel Carné, un film que no es de este mundo (no os molestéis, está descatalogado). Miro hacia atrás en el tiempo (el futuro lo vivo partido a partido) para pintar con brocha gorda mi paso por las pantallas de cine.

Con diez añitos (las fotos de familia me traen la imagen de un niño que no he visto en mi vida) íbamos los domingos, después del pollo asado, al cinema Palafox. Era propiedad de Caritas Diocesana, administrado con mano firme por un canónico de ancho perímetro adosado a un puro, sotana de raso y nombre Don Simón. Supe más tarde que Don Inocencio, Obispo de Cuenca, lo llamó al orden por los habanos y el balance opaco de las cuentas (nada nuevo bajo el sol). Por un precio infantil adquiríamos un bono mensual para las sesiones dominicales. Entrabamos en manada a las cuatro de la tarde y una vez sentados, algo más complejo de lo que parece, nos embuchábamos el Nodo con las glorias del Real Madrid y la peli de Kit Carson. En el descanso comprábamos en el bar chicle bazooka y gaseosa La Eufrasia y a las siete volvíamos a casa con las pilas cargadas, justo cuando nuestros padres iban a tomarse un café con mojicones en Ruiz. Recuerdo los pateos al llegar la caballería y los berridos de alivio tras la masacre de los sioux. También los disparos con pistolas de pistones en el patio de butacas y el toque de carga con trompetería de plástico. Si los petardos, objetos volantes y el estruendo pedestre se pasaban de la raya, se paraban las máquinas, se encendían las luces y pelotera. Amenazas de los esbirros de Don Simón. Después confesión general y propósito de enmienda para terminar la peli. La semana que viene Marcelino pan y vino.
Mi adolescencia irá siempre unida al Palmeras, un cine de verano junto al parque de San Julián. La noche conquense del viernes era el marco de la fiesta. El pase, con documental patriótico y paisajes, duraba de once a una y media. Por la sábana blanca desfilaban Ulises, Sandokán, el corsario negro y, como novedad, alguna propuesta melodramática censurada en la que los amantes eran amigos, las enaguas mamparas y los besos se suponían. El verdadero aliciente era que podías fumar, comer pipas (pepitillas en conquense) y llevarte la cena que nuestras madres preparaban encantadas: preferían tenernos allí que bebiendo cerveza en los bares de la parte antigua. Tras el descanso, con los créditos, sacábamos la pitanza. Sólo el olor a pies del conductor del Auto-Res Cuenca-Madrid, que no se perdía una, podía perturbar la velada. Se abrían las tarteras con tortillas de patata guisadas, filetes empanados, pimientos fritos, tomates del hocino y plátanos. Circulaba por la fila una bota clandestina de tinto con casera que Andrés le había birlado a su tío. Después, la fumata de Ducados. Los comentarios en voz alta se celebraban con risotadas: ¡La bicha, que viene la bicha, miala que se lo come el muslo de pollo este! Los daños colaterales del festín lunar eran lamparones y manchas de vinazo. Algunos iban en bañador y chanclas. Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas. A lo más que podías aspirar era a saludarlas al salir y que alguna de tus gracias fuera oída (y tasada) por tu amor secreto (tanto que ni ella misma lo sabía).
De la juventud dorada recuerdo mi etapa de cinéfilo militante cuando estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras (y todavía eran algo). El cine ocupaba el ochenta por ciento de mis trajines. Atrapo al vuelo mi época de roedor de celuloide. Nos pasábamos el día metidos en la Filmoteca Nacional (tres películas seguidas); en realidad era una forma decente de no estudiar y trabajarnos el ego. Con otros dos amigos tuve la oportunidad de dirigir el cine club del colegio mayor San Agustín, uno de los mejores de Madrid, de lo que todavía me esponjo y me doy besos. Me ocupaba de la librería, la documentación y las reseñas que dábamos al público antes de comenzar la sesión. Durante los años ochenta, tuve oportunidad de tratar con gente entendida, enrollados, enganchados al cine; también de escribir algún artículo para la revista universitaria de tres números Fundidos. Buscando en el baúl de los recuerdos (un mueble real, no imaginario) encontré entre los folios amarillos uno sobre Blow up, que he subido al blog. Lo peor: como no había ordenadores perdí todas las reseñas, aquellos sufridos comentarios de página y media que nadie leía. ¡Daría cualquier cosa por recuperarlas, que filón para mis entradas!
El presente es más modesto. Hace años invitaba a mis hijos y sobrinos a los multicines del barrio (la mayoría han cerrado): ellos elegían, yo pagaba. Me hundía en las profundidades del sillón. Al aumento del estímulo, persecuciones brutales y explosiones, respondía con mis tapones de cera y a los diez minutos me quedaba zeta (obviamente mis ronquidos se perdían como lágrimas en el mar). Los mozos tenían orden de no molestarme si querían palomitas. Ahora, los fines de semana, si me dan todo hecho, voy al cine con Ana, mi hermana Carmen y su marido. Espléndida Mr. Turner, de Mike Leigh. La única condición es que no me lleven a salas del tipo IMAX 3D con pantalla astral y DOLBY envolvente, de las que te dan unas gafas pringosas al entrar y aguantas dos horas de fantasmas cerebrales y sobresaltos. ¡Prefiero la tele! Nada como el sillón de uno… y es que sin darnos cuenta nos vamos haciendo viejos.

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