domingo, 25 de enero de 2015

La dispersión


En otra entrada me he referido al mito de la identidad personal. Sabemos que las células, incluidas las cerebrales, se renuevan constantemente. Que nuestra estructura psicológica está sometida a un proceso permanente de transformación: variamos constantemente la percepción global de la realidad, los esquemas cognitivos, los patrones de aprendizaje y la forma de solucionar problemas; por no hablar de las variaciones del carácter y la personalidad. La memoria (último reducto de la unidad del sujeto) nos presenta (y falsea) en cada momento unos recuerdos modificados en el tiempo por avatares y circunstancias. Las necesidades adaptativas exigen a veces que mantengamos nuestros patrones de conducta, que seamos parecidos a nosotros mismos; pero con frecuencia son necesarios giros radicales que nos hacen otros, extraños. La antropología judeocristiana y el derecho penal presuponen la identidad personal como garantía del veredicto divino o humano. El juicio final depende de la suposición de que quien se salva o se condena sea el mismo sujeto desde que nace hasta el final de sus días. La imagen y semejanza del hombre con Dios se basa en la analogía de que en cualquier momento yo soy el que soy. Pero no es así, pues la esencia del hombre es la alteridad: La idea de la unicidad de la persona solo es un pomposo absurdo. Schopenhauer escribió en alguna parte que uno se acuerda de su propia vida un poco más que de una novela que haya leído.

Como consecuencia de lo anterior, aceptamos que existir es una trama de vivencias que se relacionan para construir una unidad imaginaria a la que llamamos el sentido de la vida. Algo parecido a una novela costumbrista; pero la vida no funciona como un relato. La esencia de las acciones humanas es la dispersión. El único principio del devenir son los saltos. La vida es el reino de la discontinuidad. La mayoría de nuestros actos son aislados, a veces abismalmente; tampoco dependen unos de otros para ser comprendidos y en numerosas ocasiones son incompletos o inacabados: líneas huérfanas, anacolutos prácticos que concluyen antes de acabar la secuencia y a otra cosa. El escritor o el historiador no podrían explicar tales actos como elementos coherentes. No existe la geometría de la vida, acaso la única metáfora válida sean las líneas paralelas. Cuando tratamos de explicar qué somos, hacemos literatura no escrita. Nuestra vida es un enredo de tales dimensiones que para crear puntos de referencia, para buscar seguridad y orientarnos, pasamos sin transición lógica de la realidad a los símbolos. Sin la capacidad de reinventarnos mediante trucos narrativos nos volveríamos locos. Lo cierto es que no es posible hacer una biografía veraz ni siquiera del último mes. Somos un vasto mosaico de luces y sombras y según para quien. Haría falta toda la pericia de un dios omnisciente para juzgarnos. Nada tienen que ver la vida y la literatura. Son ámbitos independientes. La primera se basa en los hechos y su virtud es la simplicidad; la segunda se basa en la imaginación y su virtud es el ingenio… pues la sabiduría, la unidad de ambas, es inalcanzable. El llamado “mundo de la vida” es una especulación filosófica y nada tiene que ver con ella. Podemos usar en cierto modo la filosofía a favor de la vida y viceversa cuando la transitamos  (esto es lo que quería decir Gramsci con la frase “todo el mundo es un filósofo”), pero poco más. La mezcla incontrolada de ambas es el sueño de la razón y el camino de la desdicha.
La identidad personal y la unidad de la acción son los dos primeros presupuestos metafísicos de nuestra visión del hombre. El tercero es la comunicación efectiva mediante pensamientos, palabras y obras. Otra ficción antropológica siempre presente aunque más patente en nuestro tiempo. Volveremos.

¿En qué consiste la vida pues? En una sucesión ininterrumpida de haces de impresiones, como afirmaba Hume, el maestro pensador escocés. El ars bene vivendi consiste en pasar el mayor número de ratos agradables con las personas que queremos y poco más. ¡No te compliques la vida, sólo tu filosofía!


Siempre la misma chorrada
del eterno retorno y todo ese bla, bla, bla.
Mientras yo bebo leche merengada
en la terraza del Zaratustra.

(Houellebecq, Las partículas elementales)

martes, 13 de enero de 2015

El séptimo círculo

¿En qué consiste el milagro de la palabra? 
La versión actual de la famosa frase de origen aristotélico-escolástico de que "nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos" sería así: surge la palabra mediante la secuencia de transducción o transformación espontánea en centésimas de segundo de seis niveles de realidad totalmente heterogéneos (¡no estoy seguro de que seamos realmente conscientes del alcance del suceso!): primero, presencia de una oferta ilimitada de estímulos físico-químicos en el medio ambiente; segundo, su captación al vuelo por nuestra exquisita organización sensorial y la posterior conversión en mensajes nerviosos; tercero, su traducción neurológica en contenidos mentales o percepciones (sólo refiero aquí la secuencia de la percepción visual por no complicar demasiado las cosas: procesamiento de la imagen en dos dimensiones, procesamiento tridimensional, procesamiento del objeto o constancia perceptiva, procesamiento categorial o patrón perceptivo); cuarto, mutación del patrón perceptivo en signo lingüístico; quinto, codificación del signo lingüístico en gramática, sexto, traslación del signo lingüístico al pensamiento hablado o escrito.

Paul Auster, en su libro El palacio de la Luna, recrea el proceso (el misterio) de la construcción de la realidad pero al revés, no del objeto a la palabra, sino de la palabra al objeto. (¡Más difícil todavía y una genial intuición de las diferencias entre empirismo y racionalismo!). En el fondo se trata de una reflexión sobre el oficio de escritor y la emergencia de un séptimo nivel de realidad: la creación literaria. En el séptimo círculo el misterio se transmuta en prodigio: qué clase de flujos neurológicos y cognitivos se producen entre la mente y el cerebro, entre neuronas y psiconas, para que un poeta maldito francés susurrara a un periodista pelmazo que le preguntó: 

- ¿Es usted feliz?
- Todavía no he caído tan bajo...

¿Qué ves? Y eso que ves, ¿cómo lo expresarías con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende hasta nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era esa distancia, a comprender lo mucho que tenía que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro.
En términos reales no eran más que unos centímetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podían producirse por el camino, era casi como un viaje de la Tierra a la Luna. Mis primeros intentos con Effing [un viejo que se ha quedado ciego al que su acompañante intenta describir el mundo cotidiano] fueron terriblemente vagos, simple sombras que cruzaban fugazmente un fondo borroso. Yo había visto todo esto anteriormente, me decía; ¿cómo podía tener tanta dificultad para expresarlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salía de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecía que me las sabía de memoria. Pero eso no tomaba en consideración la mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependiendo de la fuerza y el ángulo de la luz, la forma en que su aspecto quedaba alterado por lo que sucedía a su alrededor: una persona que pasaba por allí, una repentina ráfaga de viento, un reflejo extraño. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se podía afirmar que fuesen idénticos. Más aún, el mismo ladrillo no era nunca realmente el mismo. Se iba desgastando, desmoronándose imperceptiblemente por los efectos de la atmósfera, el frío, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo largo de los siglos, al final comprobaría que había desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moría. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en la cabeza al imaginar los furiosos y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superficie de todas las cosas. Era lo que Effing me había advertido en mi primer encuentro: no debes dar nada por sentado. Después de la indiferencia, pasé por una etapa de intensa alarma. Mis descripciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que veía, mezclaba los detalles en un desesperado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salían de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rápido. Effing tenía que decirme continuamente que hablara más despacio, quejándose de que no podía seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfoque. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que teníamos delante, lo oscurecía, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misión no era agotarle con largos catálogos, sino ayudarle a ver las cosas por sí mismo. En última instancia, las palabras no importaban. Su función era permitirle percibir los objetos lo más rápidamente posible, y para eso tenía que hacerlas desaparecer una vez pronunciadas. Me costó semanas de duro trabajo simplificar mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubrí que cuanto más aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitía a Effing hacer el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosa que yo le describía. Descontento con mis primeras actuaciones, me dediqué a practicar cuando estaba solo; por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitación para ver si podía mejorar mis descripciones. Cuanto más trabajaba en ello, más en serio me lo tomaba. Ya no lo veía como una actividad estética, sino moral, y comencé a sentirme menos molesto por las críticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia e insatisfacción no servirían a un fin más alto. Yo era un monje que buscaba la iluminación y Effing era mi cilicio, el látigo que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurría el tiempo, Effing se hizo más tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro que eso significara que se acercaban más a lo que él deseaba. Tal vez había renunciado a la esperanza o tal vez había perdido interés. Me era difícil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mí, simplemente.