domingo, 28 de septiembre de 2014

Casa Lucio


Yantar en Lucio, el antiguo Mesón del Segoviano, es una obligación de todo amante del mantel puesto. Es un placer dar un paseo desde Ópera, por la Calle Mayor, el mercadillo de San Miguel hasta la Cava Baja, uno de los lugares más acogedores de la villa. No es fácil encontrar mesa porque Lucio está a salvo de los mercados y zarandeos de la crisis; siempre está lleno; tiene dos turnos de comida y cena y, por lo que dicen los hombres de ciencia que lo frecuentan, como en vida Severo Ochoa, no conoce el vacío. Es más: el espacio lo crean los objetos, no hay un marco de referencia independiente, la decoración es la multitud que se alimenta. De hecho, uno de los pocos defectos es que las mesas están demasiado juntas; incluso en los rincones más selectos dispones del territorio justo, lo cual tiene sus ventajas pues es normal pegar la hebra con la rubia fatal o con el guiri alemán que pregunta por los callos. Como en La Bola, se respira un ambiente de grupo que comparte vivencias opuesto al atomismo impersonal que sobrevuela muchos restaurantes de fin de semana; esos sitios anodinos que no son ni buenos ni malos ni nada. Lucio lo fomenta con las coplas de un cantaor que se arranca en mitad de la pitanza en las que elogia al dueño, a la gente y al arte del buen vivir. No se inquieten, sus jipíos duran tres minutos y no pasa la gorra. En resumen, si quieres participar de la fiesta, tienes que reservar con una semana de antelación.

Hay muchas formas de comer en el más célebre bistrot de Madrid y, en palabras de Lucio (que repite cada vez que vas), el más conocido de la historiaAllí han llenado la panza, si te entretienes en mirar las fotos, lo mejor (y lo peor) del gran teatro del mundo. No les canso con nombres y fechas, ustedes mismos. Yo he hecho por esta ciudad más que nadie, afirma convencido. Puedes ir con la señora y la pareja de viejos amigos, los mismos sin señoras, con los íntimos del trabajo, con la ex o con la otra, con la familia extensa (pagan los abuelos), solo, a oscuras y en celada… Cada variante tiene su precio y su forma. La horquilla de la cuenta es muy amplia. Cené este jueves “en el modo dos parejas”. El lema: todo es de todos. El intercambio no cesa. Si hubiésemos ido Juan y yo ninguno habría metido la cuchara en el guiso del otro. 

El primer logro de Lucio es el trato. Desde que entras, aunque sea la primera vez, eres uno más de la familia. Los camareros de la barra te saludan, tienen la frase salpimentada, piropean discretamente a las señoras (menos de lo que ellas quisieran); el maestro de sala, uno más, te indica la mesa y te entrega la carta. Durante la cena, los camareros y el propio Lucio, que por costumbre saluda como en las bodas a todos sus invitados, te hacen sentirte importante. Tratan con la misma pompa y circunstancia al comensal desconocido que al jugador del Real Madrid, al político del Senado o al tertuliano de peso. El piso de arriba parece un desfile de famosos.
El segundo logro es el tempo del servicio. Ni te agobian con emplastos traídos al instante ni tardan océanos de tiempo entre los platos. El tiempo justo en cada tercio: el aperitivo, los entrantes, la sopa, el plato principal, el postre, café, copa y puro… Si vas con las señoras el repertorio se reduce. Olvídate del churrasco, el rabo de toro, el capón o las alubias con faisán. Ellas miran el bolsillo y guardan la línea por este orden. Como contrapunto hay que impedirles que socialicen las alcachofas con crema, la tempura de verduras o la ensalada de escarola. Una vez que se equilibran las fuerzas, algo queda en la carta.

Te aconsejo el jamón de Jabugo especial, gástate un poco más y no pidas el de la clase media, disfruta de un aroma y sabor que no son de este mundo. Si te gusta el pan con tomate, también. El vino de la casa es un Rioja cumplidor, por debajo del jamón, pero si pides la carta de vinos el precio se dispara. Exquisitas las croquetas por unidades (mínimo tres por boca) y puedes cerrar las entradas con un plato de cocochas comunal (algo del mar hay que probar). Si prescindes de los grandes monumentos de carne y pescado, se imponen de segundo los huevos estrellados. Lucio dice que todos los imitan, la competencia, las amas de casa celosas, pero nadie los hace igual. A los letrados con servilleta les sugiere que escriban una tesis de su invento. Son una leyenda urbana: huevos de corral, patatas lustrosas, aceite de oliva virgen y un toque más hermético que le fórmula de la Coca-Cola. Son lujurientos. Si no me creen pasen y vean. En cuanto los pruebas (ese primer bocado glorioso) sabes que son otra cosa. Pero de lo que no se puede hablar, mejor es callar. Terminamos con el postre: el más famoso es el arroz con leche y costra. Una elección segura. No está dulzón o trabado, sino cremoso y suelto; el punto dulce lo pone el caramelo. La novedad es una delicada torrija cuyo sabor a canela te inunda la boca. Después un taxi y a casa. No andes por ahí estropeándote la cena con brebajes alcohólicos y conversaciones vanas. Todo lo que tenías que decir ya lo has dicho en Lucio. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

El tenderete de Óscar


Leía ayer absorto el estupendo comic de James Vance y Dan Burr Contra las cuerdas cuando salió mi hija de su cuarto, miró el libro por encima del hombro, sonrió con un gesto que conozco (¡A ver si maduras!) y se fue a la nevera…
- Los hombres no maduramos nunca, le dije al volver.
- Sólo maduran los aburridos, matizó.

Mi afición por el cómic viene de mi adolescencia conquense, incluso antes. Y en gran parte se la debo a Óscar, el dueño de un quiosco de venta e intercambio de cuentos que había a menos de cien metros de mi casa. Sólo tenía que cruzar la calle, un poco más allá del bar La Martina. Lo recuerdo como si lo tuviera delante. Se trataba de un tenderete dentro del portal; entrabas y a la izquierda había un mostrador forrado de hule oscuro de unos tres metros; el interior estaba lleno de estanterías metálicas con agujeros y debajo la caja del dinero o similar (no se veía). El cartel con los precios, al lado de un almanaque de pared, cambiaba cada tres años. Óscar era un tipo de edad indefinida, entre cuarenta y sesenta, bajito, de pelo canoso, gafas de concha sobre la enorme nariz y guardapolvo azul; en la calle parecía más alto. Pero sobre todo me acuerdo de sus manos: velludas, ágiles en el manejo, precisas como las de un cirujano.
Era un negocio sin trampa ni cartón, no como los llamados “intercambios de archivos” que se dan en la red a través de los programas P2P. El procedimiento era sencillo: supongamos que llevabas tres cuentos. Óscar cogía el primero, lo examinaba por dentro y por fuera, después sacaba de los anaqueles un mazo de entre diez y quince ejemplares. ¡Con que arte manejaba los tacos, ordenaba, alineaba, guardaba! Había dos criterios: la colección y la conservación. De una misma colección, por ejemplo El teniente Blueberry, los tenía nuevos, en buen estado y sobados. Los que estaban en la últimas los devolvía con gesto amable. Cuando te daba la salida, sin prisa pero sin pausa escogías. Una vez cambiados, pagabas y a disfrutar. La circulación de bienes era fluida, aunque si ibas con frecuencia las novedades se resentían. Era el momento de comprar y alimentar allí mismo el mercado. Lo bueno de Óscar era el trato personalizado. Como conocía los gustos de cada cual te daba sabrosos consejos mientras decidías tus cambios o compras.
Los cómics (como por fin los hemos llamado) que trocaba en el quiosco de Óscar eran un reflejo de la sociedad civil y militar de la posguerra. El guerrero del antifaz tajando infieles al grito de ¡Santiago y cierra España! era un remedo de la censura eclesiástica; Roberto Alcázar y Pedrín armados con porra y pistola, trasunto de los matones del régimen; Carpanta, un vagabundo cuyo único objetivo era manducar un mendrugo de pan con una sardina arenque, un espejo de la España del gasóleo y piojo verde; los nimios problemas de La familia Cebolleta, un paradigma moral de la familia franquista; o los demasiado jaleados El Capitán Trueno y El Jabato, símbolos de las gestas transnacionales de la banca y la cristiandad. Y sobre todo, los cuentos apaisados de la colección Hazañas bélicas de Boixcar en cuyas viñetas los marines norteamericanos llamaban a los nazis de las Ardenas “fritzs cabezacuadradas” y a los japos de Guadalcanal “perros chinangos” antes de fulminarlos. Eran los tiempos en que el General Eisenhower saludaba a la multitud en la Gran Vía desde un Rolls Royce descapotable escoltado por la guardia mora mientras Franco dormitaba a su lado.
Cuando volvía a mi casa, tras devorarlos (y ante la aprensión creciente de mis padres) sacaba lápiz y cuaderno y jugaba a pintar mis propias aventuras tirado en el suelo. Hojas y hojas llenas de sables, tanques, caballos, portaviones, legionarios, soldados. Por allí desfilaban las batallas del Maratón, de Midway, de las Navas de Tolosa o la derrota de Rommel en el Alamein. Hubiera preferido jugar al fútbol o al pillado, pero… Si hubiesen estado de moda los psicólogos infantiles, habría acabado en la consulta de alguno. Me lo imagino interrogándome con mirada alucinada tras observar mis cuadernos.

- Por qué pintas esto.
- Porque me divierte.
- ¿Te divierten las batallas?
- No, me divierte pintar las batallas.

Recuerdo a mi abuelo materno regalarme con intención terapéutica La isla misteriosaEl libro de las tierras vírgenes o El Conde de Montecristo. Sin éxito. Estuve cambiando cuentos en Óscar hasta que acabé la carrera (nueva alarma de mis padres por mi salud mental). Sin distancia bretchiana compaginaba la lectura de SupermanBatman con los libros de Roman Gubern sobre el lenguaje de los comics. Después, mucho después, agradecí a los cuentos de Óscar los servicios prestados y los guardé en un cajón del que curiosamente desaparecieron. Pero todo permanece. Hoy tengo una aceptable colección de comics y al menos una vez al mes frecuento las excelentes secciones de la FNAC, La Central o la Casa del Libro. Cuando vuelvo a mi casa con la mercancía disimulo hasta ponerla a buen recaudo para que nadie se preocupe por mis manías. Me siento un Mik Jagger de la historieta, ¡Sólo son comics, pero me gustan! 

jueves, 11 de septiembre de 2014

Volver al mar, volver del mar


He veraneado doce años en las costas de Galicia y otros tantos en las de Levante. Se dice que en Galicia se está bien en todas partes excepto en el agua y que en Levante ocurre al revés. En lo que concierne al baño estoy de acuerdo.
En Galicia lo mejor es pasar de la playa; o ir a la hora del aperitivo cuando la familia y los amigos están a punto de levantar las jaimas. Lo suyo es ir vestido con pantalón blanco, náuticos, calcetines de hilo, camisa rosa pálido y chaqueta azul marino. Llegas en coche, preguntas donde tocan los trozos de empanada, el pulpito, las navajas y arrancas.
Pero si vas a la playa o te obligan, pueden ocurrir dos cosas: que el viento esté en calma, lo cual quiere decir que llueve a modo o está a punto; o que el cielo esté despejado, lo cual significa que sopla una nortada que se lleva las sombrillas en volandas; si paseas por la orilla, la arena se convierte en azote de herejes. No hay destape por miedo de las damas a coger lo que no tienen. No obstante, hay días en que se produce el milagro: las doce en el reloj, el mundo está bien hecho. Hace calor y decides bañarte. Con meter un pie ya sabes lo que te espera. Ser mar es ser percibido: corta. En Galicia (y en la costa cantábrica) el agua ataca al hombre. La única razón para seguir es que despierta un hambre de lobo en tierras del buen yantar. Otra ventaja es que te haces un chequeo completo sin acabar con una sonda en el trasero. Si sales por tu pie es que estás sano.

- ¿Qué tal está el agua?, pregunta la escamada concurrencia.
- Cuando te acostumbras, buena, contestas entre tiritones, los labios morados, eunuco.

Otro de los alicientes es la adrenalina. Bañarse es deporte de riesgo: una de cada diez veces te pica una faneca y acabas con el pie como un melón. La señora te llama idiota por pisar donde no debes; los socorristas te echan la bronca por no llevar sandalias de goma; te untan el pie con pomada y el resto de la mañana a la pata coja. Si nadas para quitarte el frío, el ejercicio consiste en librarte del puré de algas. Y si no hay algas, notas de pronto una corriente gélida (ayer no estaba) que te cala hasta los huesos. Das media vuelta, sales aterido, te sepultas en las toallas que has comprado en Portugal y te frotas como un poseso. En Galicia te bañas por obligación. Porque la ley moral dicta que si vas a la playa no hay más huevos que meterse entre los témpanos o ser un mierda.

Levante es otra cosa. Aguas deliciosas, brisas suaves, paseos en patín. El Mediterráneo es un regalo. Cuando te despiertas, las endorfinas playeras te golpean el vientre y te hacen cerrar el puño. Después, el baño te refresca cálidamente. Ronroneas satisfecho cuando te mecen las olas. Puedes permanecer dentro el tiempo que quieras. O celebrar una mesa redonda sobre la horchata. Al salir te sientes renovado. Resuenan en tus oídos ciertos sonsonetes del festival de San Remo. Te sobas en la arena y percibes el ritmo de los grandes ciclos, la luz de los mitos solares, la voz de los dioses marinos. Sirenas y nereidas muestran sus encantos. Cuando sales del ensueño el cuerpo te pide marcha.

En ciertas calas te bañas en la orilla con tumbona incorporada, apurando el mojito de ron. Al caer la tarde te das el baño primordial. El sol se ha ido y queda un agua transparente que conserva el calor de la jornada. Un milagro madurado por las horas. El mar está como un plato. Entras poco a poco, sientes que la vida entra por tus poros, que un año más estás en paz con los cuatro elementos… Y cantas:

Volver al mar,
Volver del mar.
El mar, el mar,
Siempre volviendo a empezar.

(Del ciclo El madrileño y sus sombra).