martes, 24 de diciembre de 2013

El cocido de La Bola


Lo único que suaviza la existencia del género humano son los grandes logros, algunos de mi tierra, como el cocido madrileño. A mí, como a tantos otros, me pierden los platos de cuchara y moje. No entiendo especialmente de gastronomía ni de vinos, odio la cocina química, de investigación, de platos enormes y micro emplastos y lo que me gusta lo tengo claro.

Hay, por supuesto, en España recetas míticas: el cocido maragato, el montañés, el de Lalín, la olla podrida, la escudella i carn d'olla o el puchero andaluz, pero el rey de reyes, no lo duden, es el cocido madrileño. Un cocido, como todo buen invento, es un sistema en el que todo se sostiene mutuamente para obtener su concepto: la sustancia. Nada sobra y nada falta, como en las partituras del gran Mozart: garbanzos, fideos, sal, repollo, zanahorias, patatas, morcillo, morcilla, gallina, huesos de caña, chorizo, punta de jamón, tocino ibérico, sin olvidarnos de los rellenos de pan esponjosos (un toque imprescindible). Muchos son los rincones de la Villa y Corte, pero el que yo elegiría es La Bola, en pleno Madrid de los Austrias. Hay que reservar con tiempo, que no sea el fin de semana por las apreturas, por ejemplo el jueves. Estarán un poco justos en la mesa pero en buena compañía. Una complicidad de iniciados sobrevuela la estancia. Dispone de una carta variada, aunque cuando voy ya sé lo que quiero. Me han hablado muy bien del jamón, los callos y el cordero, pero también me han contado maravillas de los amaneceres y no puedo opinar.

El hambre se masca en el ambiente. Nada que ver con esos restaurantes de empresa plastificados (desde la decoración hasta la forma de pagar) que no son ni buenos ni malos ni nada, donde puedes pedir cualquier cosa, desde sushi hasta gazpacho pastor, con la seguridad de que puedes hablar de negocios y olvidarte del yantar. El servicio es amable, eficaz, ni estirado ni agobiante, con esa motivación añadida de ver a los clientes orondos y satisfechos. El vino de la casa es suficiente, garantizado por años de selección natural. El secreto de su arte es la cocción del manjar en pucheros de barro individuales sobre carbón de encina, sin trampa ni cartón. La piedra filosofal que buscaron los alquimistas del Renacimiento no fue la transmutación del plomo en oro sino la fórmula del cocido, al fin descubierta por un inspirado marmitón de la calle Mayor. Tiene más historia el plato madrileño que el Palacio Real.  

Un aroma denso anuncia lo que nos traen en palmitas. La sopa, el primer vuelco, servida en plato hondo con los fideos justos para que no tengamos que buscarlos ni sean ellos los que se sorban el caldo. Hay que prepararse para una degustación lenta, pues todo está pensado para que las viandas no se enfríen. Las tres primeras cucharadas no son de este mundo. Se puede repetir la suerte. Hay quienes prefieren echar los garbanzos en la sopa. Yo prefiero mojar barquitos de pan migoso. Los garbanzos, tiernos, grandes, cremosos, el segundo vuelco, merecen un tratamiento aparte. Reciben sabiamente la compañía, más bien el homenaje, de las verduras y patatas. Acompañados de un toque sutil de aceite de oliva virgen (olvídense de la sal) dan lo mejor de sí mismos.

En este punto del festín, ante nuestras exclamaciones de veneración y júbilo, las señoras celosas habrán puesto el grito en el cielo diciendo que su cocido nada tiene que envidiar al que se zampan. Pero no hagáis caso. No entréis en polémicas. Decid que es verdad y comeréis tranquilamente. En caso contrario, además de iniciar otro episodio de la guerra de los sexos, perderéis un tiempo precioso en explicar la tesis medieval de los grados de perfección… que ellas rebatirán enfadadas. Es más, creo que cuando nos solazamos con un plato de la enjundia y fundamento del cocido de La Bola, las palabras sobran, lo cual significa que no debemos distraer los sentidos con charlas anodinas sobre política, fútbol, modas o recetas.  

Pero el cocido obviamente no se acaba con la sopa, garbanzos y verduras. Ahora viene la carne y la chacina, el tercer vuelco. Serviros las partes que más os plazcan, midiendo y templando, con la idea puesta en la armonía de los elementos materiales. El modo más socorrido es el picadillo, cuyo principal inconveniente es la cantidad homogénea de la mezcla. Al revés, la gracia está en que los diversos bocados no fatiguen por repetición sino que muestren al paladar la escala de sabores que contienen.

Saciados al fin tras dos horas largas de trajinar el sustento, podemos pedir el postre. Yo prefiero plantarme y conservar el regusto de los vuelcos. Pero si no es el caso, me consta que las señoras eligen los buñuelos de manzana con helado o la crema de limón, dos dulces caseros que, puedo asegurarles, tiene una pinta excelente. Ya sólo queda pagar la razonable dolorosa: incluso en estos tiempos de carencia no tendréis que cambiar vuestra primogenitura por un plato de garbanzos ni convencer a la señora de que el dinero mejor gastado es el que se va en magras y sabrosura. Entrada la tarde invernal te despedirás con lágrimas en los ojos, a lo que te responderán complacidos que no te inquietes, que cuando quieras volver, La Bola seguirá allí.

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