domingo, 24 de noviembre de 2013

El profesor particular


Nunca se me dieron bien las matemáticas. Tengo dos hipótesis: La primera, que en la Escuela Aneja, o sea, en primaria, Don Alfonso y Don Francisco, mis maestros de escuela (¡cómo sacudían con la palmeta!) trataron de enseñar imposibles a mis tiernas entendederas. Abusar del niño era lo que se llevaba y no superé la farsa como algunos, aunque el trauma les saliera por otras gateras. Se me cruzaron los cables, y mi cerebro, no yo, se negó a tolerar más dislates. La segunda hipótesis se refiere a mi herencia genética vía bisabuelo-escritor y abuelo-periodista. Mi hermana, sin embargo, es catedrática de matemáticas. Nunca entendí las leyes de la herencia. No dejan de ser la noche donde todos los gatos son pardos, pero a falta de algo mejor no las descarto. Además están avaladas por la curiosa circunstancia de que Doña Magdalena, la profesora de lengua, nos hacía leer partes no adaptadas del Quijote y el Lazarillo, y aunque no me enteraba de nada, disfrutaba de lo lindo con las migajas y lo que daba la imaginación. Aunque no sé por qué, mis hijos han salido con una sólida vocación científica. Ella es médico y él ingeniero. Recuerdo que en COU mi hija, como una obligación insalvable por mi condición de catedrático de filosofía, me asignó el rol de profesor particular: Explícame a Platón, no entiendo los apuntes… Comencé por los orígenes del pensar, los dualismos, la teoría de las ideas subsistentes… Y aquí me cortó en seco: Tendré que aprendérmelo de memoria, pero no quiero oír hablar más de eso…

En el examen de ingreso a la enseñanza media, a los diez años, saqué de milagro la división por tres cifras con la prueba del nueve, aunque tengo que confesar que dediqué más tiempo a dominar el asunto que, por ejemplo, a la asignatura de teoría del conocimiento en quinto de carrera. Mi amigo Juanjo, mayor que yo, accedió a mis suplicas y durante meses me colmó de trucos y posibles: a cambio de mi álbum de la Liga, una raqueta de pin pon y cinco minicars fue mi primer profesor particular.

Mi primer cate sonado fue en primero de bachillerato a los once años. “Petaca” el anciano profesor de mates hizo justicia conmutativa y cambió mi empanada mental por unas hermosas calabazas. Todo se agravó cuando recurrí a mi padre para que me hiciera los deberes, cuyo contrapeso era soportar prolijas explicaciones. El nuevo profesor particular. Prestaba toda la atención al galimatías, pero aun así la cosa terminaba en voces y lágrimas cortadas de raíz por mi madre que, a su vez, nos gritaba a los dos.
Mi padre me compró un mono azul y me llevó al taller de tractores de un amigo para que “me diera cuenta” de que era preferible estudiar a trabajar en una nave pringosa. Para entender eso no hacía falta la pantomima. La lección moral era más absurda que los números irracionales. Mi siguiente profesor fue un agrio sacerdote salesiano en la escuela dominical María Auxiliadora. Por las mañanas a clase, por las tardes al taller. Una fracción, repetía Don Vicente en una tórrida mañana de agosto (mis amigos bañándose en el río), es el cociente indicado de dos números; una fracción es el cociente indicado de dos números… y así hasta mil. A ver, Campillo, interrumpió su letanía: ¿Qué es una fracción? Silencio espeso en la parroquia; insultos y vuelta a empezar. Yo no era de los peores. Como “Petaca” se jubiló al acabar el curso, dio aprobado general en Septiembre (algo que oculté a mi satisfecha familia).

En segundo de Bachillerato, en el instituto de enseñanza media, soporté las penurias didácticas de Don Pedro, un catedrático de pata negra que sabía, según parece, lo inaudito, pero que no se preparaba las clases. Se saltaba de tema, explicaba tres veces lo mismo (mejor, menos materia a digerir), se desdecía, se contradecía, se iba de clase y al volver estaba perdido. ¿Lo habéis entendido, tenía por muletilla? ¡No!, cantaban a coro diez manos en alto. No  importa, proseguía, esta tarde lo repasáis con el profesor particular. Explicaba la geometría con hilos y curvas imaginarias que recorrían las esquinas de la clase. En el examen ponía problemas que no es que no supiéramos hacer, sino que ni siquiera sabíamos qué decían (menos pedían) los enunciados. Nos salía humo por las orejas.
Mis padres me enviaron, nuevas muletas, al Colegio Español (me negué a volver con los curas). Allí una señorita compasiva con la ignorancia ajena nos aclaraba a Pedroche, de Julián y a mí los rudimentos de las propiedades de los números y las leyes del espacio. Ninguno podíamos aceptar que las líneas o las circunferencias no existieran realmente. ¿Entonces qué pintábamos allí? Las chicas, aunque en otro mundo, existían. Al fin, pude entrever lo que aquello significaba. En primer lugar, que si no entendías algo lo siguiente menos. Un día di mis primeros pasos en el algoritmo. El único inconveniente era que lo aprendido con la profe no servía para nada. Don Pedro nunca nos habla de eso, le espetábamos a menudo; son líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse (metáfora de Pedroche). La señorita decía que no era cierto, que todo tiene que ver con todo y se aclaraba la garganta. Pero había que aprobar. Llegué a un pacto con Santi el gordo. Era un genio de los números. Al acabar Sexto y reválida se presentó a unas oposiciones de contable en la Caja de Ahorros y las sacó a la primera. Santi me pasaba los tres problemas del examen en una cuartilla, yo copiaba dos y el tercero lo hacía a mi modo. Nota: seis y medio. El problema de algunos es que quieren el diez y al final los pillan. A su vez, yo le pasaba la traducción de latín con los mismos resultados.  

Ya sólo me quedaba un curso, tercero de Bachillerato, para elegir letras y olvidarme del embrollo. Ahora el profesor de mates era el cartesiano Don Enrique. Llenaba dos encerados por clase con una caligrafía de filigrana, signos, letras, números, cadenas de demostraciones; una obra de arte comparable a los códices miniados. Al tocar el timbre, daba lástima borrar los cuadros. Para mi desgracia sólo conseguí captar el lado estético de formulas y teoremas. Nuevos cates. Esta vez, mis padres me llevaron a un viejo ingeniero de caminos, depurado por el franquismo, Don Abilio, en parte por desasnarme, en parte por echarle una mano. Seis personas nos sentábamos en la mesa del salón en torno al brasero. Peroraba durante veinte minutos de matemáticas en general, al margen de cursos y programas. En ese punto, interrumpía su jerga y se pasaba a la memoria histórica. Sus relatos eran horrendos y fascinantes. Una vez le mostré, al acabar la clase, la carta de Fernando Arrabal a Franco que acababa de leer. Le pregunté: ¿Don Abilio, lo que aquí se cuenta es verdad? Eso no es nada –me dijo-, es una parte insignificante de lo que hicieron. Es mejor que no sepas el resto. Mi curiosidad por supuesto aumentó. Después de las vacaciones de Navidad, mis padres, conscientes de lo que aprendía y de lo que no, me sacaron diplomáticamente de la tertulia de Don Abilio.

La solución universal para estas causas perdidas era Don Primitivo, el último de mis profesores particulares. Sus antecedentes se perdían en la noche de los tiempos. Según la leyenda urbana era un sabio que dominaba varias lenguas incluido latín y griego. Lo único cierto era que daba clases de sol a sol a los mismos galeotes que por la mañana estábamos amarrados al banco del instituto. Sólo para hombres, una hora de física y otra de matracas. Calculábamos sus ingresos por lo que nosotros pagábamos dinero en mano y nos parecían fabulosos. Al caer la tarde, esperábamos en el portal de su casa a que bajaran los de la clase anterior. Cuando se armaba la trifulca, los vecinos se quejaban y, tras una breve encuesta, Don Primitivo nos daba el “paseíllo”: se ponía en la puerta de la clase y al entrar por el embudo repartía a diestro y siniestro. Fumaba negro con boquilla, encendía una toba con otra mientras platicaba sobre las ecuaciones de segundo grado. Un ambiente sano; a veces abría la ventana dos minutos y más madera. Murió de cáncer de pulmón. Con Don Primitivo siempre la letra con sangre entraba. Salías al encerado de  “voluntario forzoso” y si no superabas los mínimos, vapuleo y tentetieso. A Juan Valero le preguntó cuántas eran dos por dos (estaba explicando las potencias) y como dijo cuatro lo tumbó de un directo. “Quítese las gafas señor López”, recuerdo con pavor. Una amiga del instituto femenino se asombraba: ¿En serio, le pagáis para que os sacuda? Ni con estos métodos conductistas hizo carrera de mí. Recuerdo una entrevista con mi padre en su despacho a la que pegué la oreja: Que un chico tan brillante en otras asignaturas –dijo Don Primitivo- sea refractario a la física, la química y las matemáticas (se olvidaba de las ciencias naturales).

Para saltar el último obstáculo recurrimos al enchufe. Ciertas personas influyentes aseguraron a la plana mayor del instituto que mi futuro eran las letras y que nunca más un científico tendría noticias de mí. Un aprobado rasposo y amigos para siempre. Dicho y hecho.

domingo, 17 de noviembre de 2013

El cambio, el tiempo


¿El ego, yo soy el que soy, la identidad personal? Quien comparte tu lecho por las noches hace las mismas cosas, pero nunca es el mismo ni tú tampoco; también los días y las estaciones son distintos aunque reciban el mismo nombre. El tiempo es un accidente del cambio: al producirse el cambio acontece el tiempo además de otros efectos. Ser y cambiar es lo mismo.

Los teólogos medievales consideraban que la característica esencial de Dios era la inmutabilidad. La trascendencia divina, la radical separación ontológica entre Dios y las criaturas (incluidos los ángeles) consiste en que Dios no cambia. Ego sum Deus et non mutor: algo que puede ser dicho pero no comprendido por el entendimiento humano. La eternidad de Dios es una consecuencia de su inmutabilidad. Inversamente, la eternidad de la naturaleza es la consecuencia del movimiento perpetuo. Deus et natura: lo eternamente inmóvil y lo eternamente móvil. Según algunas versiones escolásticas, contrarias a la cosmogonía judeocristiana, Dios creó el mundo no en el tiempo sino antes del tiempo (que surgió como una realidad más). También el tiempo, según la cosmología actual, se formó después de la gran explosión. Teología y ciencia coinciden por esta vez: en un principio fue el cambio.

El cambio es en sí mismo una singularidad que carece de sentido, fenómeno puro sin nombre ni concepto. No así el tiempo, algo que puede ser subsumido por el juicio determinante. Por eso San Agustín, Kant, Proust o Heidegger escribieron sobre el tiempo. Sólo los filósofos griegos (Presocráticos, Platón, Aristóteles), sendas perdidas, se atrevieron a especular sobre el cambio como la explicación profunda del ser. La imagen de la eternidad se manifiesta en cada gesto.  

viernes, 1 de noviembre de 2013

Jane Austin, impresiones e ideas


Durante mucho tiempo me interesó la filosofía, después la estética, ahora el arte. Si la vida fuera un poco más larga, algo que pedimos con insistencia a partir de cierta edad, volvería con gusto a la filosofía y acabaría por describir círculos concéntricos. Pero como dijo el filósofo cordobés, "Es mucho el quehacer y la vida breve". Por eso este verano, del 21 de junio al 21 de septiembre, he aparcado cualquier otra ocupación intelectual y me he leído una detrás de otra las seis novelas de Jane Austin. Aunque no en el orden en que fueron escritas: primero acabé Sentido y sensibilidad (la más conocida), después Orgullo y prejuicio (la mejor), Emma (la más compleja), Mansfied Park (mi favorita), Persuasión (imprescindible) y La Abadía de Northanger (la promesa cumplida).

Admiro en Jane Austin el sacrificio esencial de la vida al arte y a sus exigencias absolutas. Para mí, este es el resumen de su biografía, lo demás son chismes y palos de ciego.

Sus novelas tienen un esquema similar. Todas se construyen en torno a una mujer. Cada heroína es ella misma encarnada en las figuras de la conciencia de su siglo y en los arquetipos del eterno femenino. En realidad, la historia explícita, la razón histórica, no forma parte de su obra. Sus personajes simplemente están inmersos en la época que les ha tocado vivir. Alguna alusión al puesto de la Marina en la grandeza de Inglaterra y poco más. La historia implícita, supeditada siempre al reino de la intimidad, apunta en Austin a la inmediatez de las costumbres, a la división en clases, a la educación de la mujer, a los viajes y distancias, a la estructura familiar y al significado universal de los afectos. Sus novelas progresan siempre de dentro afuera, desde los contenidos mentales hasta la conducta individual y ahí siempre se detienen.

Es conocida la afición de la autora por los clásicos del empirismo inglés, especialmente Hume, y sus reflexiones sobre la relación entre impresiones e ideas como elementos originales del conocimiento. Primero, como ella misma sugirió, la vida brota del conjunto de percepciones simples o complejas que recibimos de las personas, del paisaje o del entorno social. Después, en las pausas del pensar, surgen las representaciones, las florescencias de una textura mental que organiza las impresiones según ciertas leyes de asociación. Un flujo inagotable de ideas que recorren el escenario de la mente y cambian a medida que otras más vivaces las desplazan. Austin nunca apuesta por la identidad personal de sus personajes favoritos, forjados en la marea de los hechos y que al acabar su recorrido son algo distinto de lo que creían ser al comienzo y en todo momento.

No hay tampoco planteamientos metafísicos que oscurezcan su obra. Es significativa la ausencia de conceptos “demasiado abstractos”. Las cosas son lo que parecen mientras no se demuestre lo contrario (lo cual ocurre con frecuencia) y el único misterio relevante del mundo es el cambio. Ser es ser percibido y la vida es un recipiente vacío que hay que llenar y vaciar muchas veces. Lo importante pesa mucho pero es lo único que hace. El sentido oculto casi no existe.

El marco social es siempre el mismo: la burguesía rural de los condados ingleses con sus núcleos de población dispersa, casas de campo, fincas adscritas al clero o mansiones señoriales. Y una rígida escala de posiciones que determina las relaciones personales. Unas relaciones limitadas puesto que se dan en aldeas o pueblos con pocos habitantes. La mayoría de las veces adivinamos con antelación con quien se casará la joven, pero lo que cuenta no es el resultado previsto sino la verdad como proceso. Una verdad que, al revés, no admite conjeturas y en la cual experimentamos deliciosos sobresaltos y versiones insólitas de un tema que en otro lugar resultarían tediosas.

Hay en todas sus novelas una iniciación al matrimonio, que una vez celebrado, excepto en Sentido y sensibilidad, donde se adivina el erotismo, deviene institución. Al final, el lector presiente el desinterés de la autora por los acontecimientos futuros. Que todas las novelas acaben en boda es una concesión al clima mental de la época: la ficción narrativa era en sí misma sospechosa; peligrosa si planteaba problemas no resueltos de antemano y prescindible si la escribía una mujer. Por eso Jane Austin ocultó durante mucho tiempo la autoría de sus obras. La literatura de la época -¡qué limitación tan grande y cuánto talento para salvarla!- tenía por definición una intención didáctica. La publicación de amores imposibles y moralmente hallados fue una constante cultural. Pero hay un abismo entre la vulgaridad sensiblera, incluso la profesionalidad del folletín, y el talento de Austin, cuyas creaciones abarcan una fenomenología completa de la educación sentimental.

Se la ha tachado de escritora conservadora, algo que resulta injusto si se comprende que nunca se complace, como el relato edificante de segunda mano, en el ethos de la época. Resulta estéril cuestionar en Austin el papel de la mujer, el trasfondo religioso o la familia patriarcal. Lo que se muestra más bien sobre ese fondo inmutable es un caudal de senderos cruzados que finalmente ponen a cada cual en su sitio: al clérigo arribista, a la amiga desleal, a la madre casamentera o a la coqueta impenitente… Los malvados son depredadores rapaces, figuras de la quietud cuyo único objetivo es cómo hacer bien el mal; también los demasiado honestos, comparsas insulsos, incapaces de aceptar la aventura de la felicidad. El tiempo, el orden de la sucesión de impresiones e ideas (como en Hume), tiene una función moral que separa las personalidades estáticas, inmorales o necias, de las que basan su vida en la alegría del conocimiento (en Austin todavía son impensables las flores del mal).

Los recursos para presentar tal sucesión son muy variados: el enredo familiar, el malentendido galante, la ironía de la heroína, la apología del ausente, la parodia del desencuentro o la frase exacta en el que la supresión de un adjetivo amenaza con quebrar el argumento (la parte que le debe a Shakespeare). Su lenguaje no es pulido sino depurado. Resulta impecable la correspondencia entre la ocasión puntual y los usos del lenguaje; por ejemplo, en los bailes, donde la descripción de los vestidos, las miradas furtivas o el cambio de pareja se tiñen de un intenso realismo lírico que nos sitúa en medio de la fiesta.

En Austin no vale formular la pregunta de si en el principio era la acción o la palabra porque son lo mismo. El diálogo, el principal uso del lenguaje (del que hablaremos más tarde), es a la vez estilo y epifanía permanente.