martes, 1 de octubre de 2013

Los dilemas de Jane Eyre


Empiezo con la cita de un colega en Facebook: Nos pasamos así el tiempo, repitiendo en cinco lenguas que lo bueno y lo malo existen: Abelardo y Eloísa, Raymond y Tess, Federico y su bala en la espalda… Quien conozca esta verdad podrá separar los grises y claroscuros de la vida cotidiana, como Jane Eyre.
Jane Eyre, de la famosa novela de Charlotte Bronté, es la heroína más moral de la literatura. El incrédulo lector no encontrará en una sola de sus páginas un pensamiento que no esté guiado por el sentido del deber. Ninguna acción de la joven está contagiada por el interés o la ambición. Se debe hacer tal cosa, piensa, porque es así, porque lo dicta la ley moral sin condiciones ni excepciones. Como mucho, en los casos límite, estallará con la ira de los justos para proteger sus principios. Tiene muy clara la elección parmenídea entre el bien y el mal. Se apunta al optimismo antropológico de Zapatero y Leibniz: el mal es una mera carencia de bien y como tal no tiene entidad. Y aunque Dios escribe con renglones torcidos, al final el bien prevalece y el mal perece (frase final de La bella durmiente). Jane recorre la senda candorosa de los rectos sin detenerse a contemplar el mundo circundante. Al final de la novela logrará la felicidad. En la vida real no hubiera llegado a la página treinta a manos de sus semejantes.

Jane Eyre es una joven poco agraciada pero inteligente, uno de los arquetipos ascéticos del inconsciente colectivo: la belleza femenina puede como mucho aspirar a una vida conforme al deber pero nunca por sentido del deber. Su inteligencia es otro hilo conductor de la narración. Sale adelante gracias a su buen juicio. Esta es la contribución de la mayor de las Bronté a la causa femenina. Jane maneja los dilemas morales como asuntos de la razón práctica. Reflexiona, analiza, deduce, predice, concluye. No hay en sus planteamientos concesiones al tópico patriarcal del predominio del instinto y de la sensibilidad en la mujer.
Huérfana, el trato que recibe de su tía y sus primos es atroz. Las vejaciones son continuas. En comparación, la cenicienta vive entre almohadones. El único consuelo del indignado lector es la mítica resignación que en aquel tiempo primordial tenían las desheredadas. En todo momento Jane está abierta a la reconciliación, le basta un sueño ligero para olvidar las afrentas, al menor resquicio de luz triunfa la bondad.

Odiada sin que sepamos por qué, su tía se la quita de encima enviándola a un bárbaro centro de caridad dirigido por un clérigo malvado, capaz de enriquecerse con la miseria de las huérfanas. Recuerda a los eclesiásticos de El Bosco torturados por demonios grotescos. Las renovadas miserias la ponen al borde de la consunción. Pero allí conoce a los dos primeros humanos: una joven mayor que ella, tuberculosa, abandonada a su suerte pero de una voluntad diamantina y la noble inspectora del centro. De la primera aprende dos cosas: el ideal estoico de aceptar la felicidad en las cadenas y la máxima cristiana de que la virtud maltratada en este mundo exige recompensa en el otro. De la segunda recibe el socorro a su inteligencia: cuando acaba sus estudios Jane es nombrada instructora del orfanato, favorecida (Dios aprieta pero no ahoga) por la caída del director tras una epidemia de tifus en la que muere la mitad de las alumnas.

Como la novela pide traspasar los muros de la inclusa, Jane se ofrece como institutriz mediante anuncio en la prensa y recibe una jugosa oferta para ocuparse de una niña afrancesada en una mansión señorial con fantasma situada en los inmensos bosques de la Inglaterra condal. Un guiño a la novela gótica. El propietario, caballero de recia estirpe, cuarentón de pasado misterioso, rico hasta los tuétanos, orgulloso y grosero pero de corazón impecable, acaba por enamorarse perdidamente de la joven de diecisiete primaveras (y viceversa), declararle su pasión y pedirla por esposa (a lo que consiente afortunada). Da la impresión de que Jane (en la parte del relato más difícil de entender por el lector a esta altura determinada de los tiempos) lo ama porque, además de otras virtudes, es viejo, feo y desdichado. (¡La compasión, la gran virtud de la mujer!). Su pasión mutua responde a los rasgos literarios del amor romántico: entrega total, unidad de los contrarios, afinidad de las almas más allá de la cuna, edad, condición e incluso de la tumba.

En el último instante, antes de casarse al amanecer en la iglesia en ruinas del castillo, dos inesperados personajes declaran con voz tonante que la boda no puede seguir porque el novio tiene esposa… Se trata de una loca surgida de otro continente en la noche de los tiempos. Es el fantasma que se fuga de su celda por la noche y recorre las oscuras estancias del castillo para proclamar su infortunio. Nada de esto sabía la consternada Jane.

Primer dilema moral: ante la imposibilidad de ser marido y mujer el hidalgo propone a su amada vivir como si lo fueran, adorarla igualmente, cubrirla de oro, sedas y claveles, viajar a Venecia, París y Viena, gozar de la plenitud de la vida unidos para siempre. (¡Ni una de la cien mil vírgenes diría que no!, piensa la sagaz lectora). Pero la sensible conciencia de la joven advierte que algo falla: primero, si se convierte en su concubina actúa de espaldas a la ley moral y lo que mal empieza mal acaba, en una versión providencialista del principio de causalidad (por ejemplo, el final de la aborrecible tía y sus hijos); segundo, que su prometido no debió ocultarle la minucia de su estado civil.

En medio de una tormenta de pasiones, Jane abandona la mansión al alba con la demente y su consorte dormidos. Se sube a la primera diligencia que pasa y viaja hasta donde le alcanzan las pocas monedas que lleva. Sin recursos, en medio de ninguna parte, deambula como una mendiga pidiendo limosna por jambas y dinteles. Hambrienta y durmiendo a la intemperie, le asaltan tremendas tentaciones de volver junto a su amado, pero no cede. ¡Non serviam! Al fin, extenuada y al borde de la muerte es salvada (en voz pasiva) por tres hermanos, dos solteras cultas con promesas de amigas para siempre y un apuesto vicario rural que le ofrece la humilde ocupación de maestra. Más adelante, deus ex machina, Jane recibe una importante herencia de un tío materno perdido en los negocios de ultramar y, por ensalmo, los hermanos se convierten en primos carnales.

Segundo dilema: ¿Qué parte de la herencia corresponde en conciencia a sus primos excluidos pero tan sobrinos como ella? Por justicia distributiva Jane divide la suma en cuatro partes (el lector egoísta se tira de los pelos). Entre todos arreglan la casa familiar, la decoran al gusto rural, reparten las chambres, comparten el salón y se instalan cómodamente a tomar el té… en la parte más inglesa del relato.

Pero, obviamente la cosa no acaba aquí. El primo es un fanático calvinista. Rechaza a la bella hija del cacique local, aunque se aman, como un peligro para su salvación. Su objetivo irrenunciable, obsesivo, es ser misionero en Oriente, acabar allí sus días y ganar su silla en el paraíso. Según su fe, la entrega total al evangelio es el signo inequívoco de que está en la lista de los elegidos (contrariamente a la tesis de Max Weber para quien el peso de la bolsa señala al predestinado a salvarse). Obviamente, el vicario no actúa por sentido del deber sino por imperativos cuya validez depende de una sola condición: obtener la felicidad eterna (una contradicción en los términos). Orgulloso y prepotente requiere a su prima en matrimonio, ante todo como compañera en las misiones y después como esposa.

Tercer dilema moral: Ir o no ir, esa es la cuestión. Se trata del conflicto de la novela más impregnado de machismo y el que más le cuesta resolver a la protagonista. Veamos los términos:
Por un lado, la lealtad a su primo que ejerce sobre ella una influencia inaudita (¡Esta no es mi Jane, piensa el lector atónito!). También la entrega a la causa evangélica como garantía de salvación (a punto de compartir el argumento interesado del clérigo). Además, cuenta el proyecto de una nueva vida en Oriente con fantásticas perspectivas: es preciso imaginar que en los viajes de entonces no se cambiaba de lugar sino de concepción del mundo.
Por otro lado, la convicción certera de que el deber exige casarse por amor y no por otras causas por elevadas o rentables que sean (“yo no me caso por dinero y mucho menos por amor”, decía mi amigo Balti); y que si hay algo evidente en este lío es que tal sentimiento no existe en ninguna de las partes. La presión es brutal: el clérigo le retira su estima, se avergüenza de ella, le priva del trato cordial, la amenaza con arriesgar su salvación. Ella, buena hasta el martirio, opta por una solución intermedia: seguirle, pero libres del compromiso matrimonial. Al primo iracundo le resulta inconcebible: estaría mal visto, no sería de recibo, acarrearía males sin cuento a su misión pastoral. A punto de sucumbir al embrujo de oriente, Jane se libra de las garras del clérigo milagrosamente: oye la voz del amado que la convoca solemne en medio de la noche. Tras cortar el nudo gordiano de tiempos y costumbres, comunica con firmeza  a su primo que la deje en paz de una vez por todas y, al fin, el despechado puritano emprende a solas su viaje sacrificial.

La historia de Jane Eyre no termina en la casa familiar rodeada de sus primas, tartas de crema y alfombras mullidas. Fiel a la llamada del destino, retoma la diligencia en la dirección inversa a su fuga pero con la bolsa llena. Cuando llega a la mansión señorial los ojos le hacen chiribitas al contemplar unas ruinas chamuscadas tomadas por la yedra y los lagartos. Es todo lo que queda de la grandeza de antaño. El posadero del pueblo le cuenta que la demente incendió la casa en una de sus correrías y murió en el intento tras caerse de una torre. Su amado, valeroso hasta el final, fue alcanzado por una viga en llamas que le privó de la vista. Ahora vive abandonado en una propiedad menor hundida en las brumas del bosque. Allí se encamina la joven sin sombra de duda y, tras un encuentro místico, se plantea el último dilema: cuidar de su marido o cuidar de sí misma. Una variante didáctica de La bella y la bestia. La solución resulta previsible: nunca mejor dicho, el amor es ciego.

PD. En mi opinión Jane Eyre es una novela menor, no comparable a las extraordinarias creaciones de Jane Austin (a las que le debo más de una entrada) y ni siquiera a Cumbres Borrascosas de su hermana Emily.

2 comentarios:

  1. Igual no acaba de gustarte por su condición paradigmática. Jane es Héctor y Antígona, pero no tiene la retranca de Eneas, que hace las cosas porque las tiene que hacer, y a cambio no regala un gramo de entusiasmo. Es estoico, cumplidor y desapasionado. Es posible que ese refinamiento moral sea el que le falta a la muchacha (como, por otra parte, suele faltar a todas las muchachas).

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  2. Es un culebrón sin final feliz. Seguro que más entretenido y divertido tu relato-resumen que el tomo de las desgracias.
    Muy bueno.

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