viernes, 18 de octubre de 2013

La ronronterapia (¿Son raros los franceses?)


¡Qué dolor!, por un descuido
Micifuz y Zapirón
se comieron un capón,
en un asador metido.
Después de haberse lamido
trataron en conferencia,
si obrarían con prudencia
en comerse el asador.

¿Le comieron? No señor.
Era caso de conciencia.
Samaniego
Un proyecto de bar à chats (bar de gatos) ha sido anunciado en Junio de este año y abierto al público el 21 de Septiembre en el barrio parisino de Marais.

La propietaria, Margaux Gandelon, según sus palabras, una apasionada de la cocina y los gatos, se ha inspirado en los nekocafés japoneses (neko es gato) para ofrecer a los parisinos un concepto original del tiempo libre. Entre los japoneses se comprende la novedad, gente acostumbrada a vivir en bloques impersonales donde se prohíbe tener mascotas y un tercio sin nadie a quien sobar el lomo. ¿Pero los afables y amistosos galos? 

El lema de Margaux es: "Ven a mi rincón, siente el olor del pan, come algo y luego intercambia un poco de cariño con los gatos". Pero, por supuesto, se trata de algo más: d’une mode à la française; y como tal conlleva una filosofía de la cultura y una concepción del hombre. No podía ser de otro modo.

Al atardecer, el bar abre sus puertas y en medio de un mobiliario de lance, mesas y sillas redondas, cartas del menú, música new age, luces neutras y almohadones lisos, se deslizan sobre sus mullidas zarpas doce mininos.
Tras la puerta de entrada, junto a los retratos de las estrellas con bigotes, un cartel anuncia las reglas del juego:

- No coger a los gatos contra su voluntad.
- Dejarlos en paz si duermen.
- No molestarlos con juegos violentos o ensayos de aprendizaje.
- No acaparar a uno durante mucho tiempo.
- Prohibido darles de comer.
- No se alquilan ni se venden.

Los clientes, mientras toman una copa o degustan una tapa, incluso cuando cenan, pueden mimar, jugar o contemplar al clan de los doce. Lo dijo Víctor Hugo: "Dios creó al gato para proporcionar al hombre el placer de acariciar a un tigre". Unas camareras se ocupan a la vez de humanos y felinos que pasan la tarde en amena sociedad (le chat, mon prochain). Y, por supuesto, se habla de gatos: su individualidad, independencia, carácter hermético. Se repasan mitos y leyendas, su fama de sensuales y malignos. Arquetipos de la belleza animal. También su lugar en las civilizaciones a lo largo de la historia. Unas discretas cámaras vigilan que los fanáticos no se pasen y los michos no arañen.

Según cuenta la propietaria del bar, la Sociedad Protectora de Animales “phare de la lutte animal en France” debía encargarse de “facilitar” el proyecto, pero por razones no aclaradas, se desenganchó. Los gatos, finalmente, fueron cedidos por otras asociaciones defensoras de la causa una vez que aprobaron el proyecto y tuvieron garantías del trato.

La financiación es también peculiar: los futuros clientes, reclutados por Internet, adelantan un dinero que recuperarán en posteriores visitas al bar en condiciones especiales. Un sistema denominado crowdfunding. Todo un hallazgo, según la patrona.

Pero, sigue Margaux, no se trata de un proyecto “todo gato”, sino que se busca más bien crear un ambiente íntimo, relajado, familiar. La decoración sin presunciones, la comida casera, las afinidades electivas, las mascotas domésticas, conforman un conjunto integrado de relaciones primarias. La idea (le déclic), no demasiado nueva, es que vivimos en una sociedad en la que predominan los grupos secundarios de carácter laboral, pero los grupos primarios (familia, vecinos de toda la vida, amigos, conocidos, compañeros, pandilla, colegas de bar y partida de mus), aunque minoritarios, son los que realmente nos importan. El café à chats intenta construir una prolongación del hogar, un entorno "egointegrador" relacionado con el intercambio de afectos, intimidades y vivencias. Se trata de ofrecer a sus visitantes un refuge temporaire à la jungle parisienne”; y, por supuesto, las especialidades de la casa: chocolat chaud, fondue de fromage, quiche lorraine o l’assiette de crudités.

A esto se suma que los franceses adoran a los animales. Acogen como uno más de la familia a cualquier especie de la escala evolutiva: tortugas, serpientes, micos, ardillas, loros, alpacas, kinkajús… Según demuestran los informes sociográficos, hay en calles, parques y jardines cada vez más mascotas y menos niños. Habría que remontarse a la civilización egipcia, donde se consideraba al “miou” un animal sagrado, para encontrar una veneración similar. Otros temas de discusión, continua la dueña, son el bienestar de los animales (le bien-être des animaux), sus derechos “naturales y sociales” y los beneficios de la convivencia mutua.  

También hay una ética gatuna detrás del proyecto. Los seguidores afirman que el ronroneo produce efectos saludables. Se trata de la "Ronronterapia". Veterinarios y expertos franceses en conducta animal aseguran que el contacto corporal y la vibración sonora del gato desencadenan en nuestro cerebro la secreción de endorfina, la hormona de la felicidad. Uno de los peligros de la ronronterapia es su carácter adictivo, por lo que es preciso seguir un proceso de iniciación “sistémico”. Emerge, pues, en París una boyante industria cultural: revistas, libros, vídeos, iluminación doctrinal y clases prácticas. Hay incluso varias escuelas de ronronterapia con principios y pautas “considerablemente distantes”. Para una, existe “una unidad esencial” entre el hombre y el animal que es preciso potenciar. Para otra, es una meta irrenunciable profundizar en la “simbiosis cultural” entre ambos. Para la tercera, más radical, el enigma de la vida se resolverá cuando el hombre desaparezca de la Tierra y deje en paz a los animales... De acuerdo, aceptamos "gato" como animal de compañía: todos deberíamos tener un perro que nos adore y un gato que nos ignore. 

Pero las críticas han empezado a llover en Internet: la Fundación Bardot reprocha al proyecto la “cosificación” (la conversión en objeto o mercancía) de los gatos. Este concepto marxista torna con fuerza al mundo animal (¿qué pensaría don Carlos si levantara la cabeza?). La presidenta de la Fundación no duda en sentenciar que "se puede, por supuesto, querer más a un gato que a un hombre: el hombre es el animal más horrible de la creación". Secuelas quizás de sus cuatro matrimonios y otras causas perdidas. La Asociación Stéphane Lambert va más allá y habla directamente de degradación: relación puramente mercantil, exilio del suelo natal, experimento dudoso y prostitución felina (los bares de gatos recuerdan en ciertos aspectos a una casa de citas).

En fin, chacun à son goût, cada uno a su gusto, algo decididamente francés. Serán los ciudadanos de la república quienes sostengan la última palabra en esta sinfonía concertante de voces y maullidos.

Ayer por la tarde, al acariciar al gato de mi vecina en la rellano de la escalera, me ha venido a la memoria involuntaria el extraordinario relato de terror de Algernon Blackwood, Antiguas brujerías; la historia de un pueblo de la Francia profunda dejado de la mano de Dios –nunca mejor dicho- cuyo hilo conductor es la enigmática frase “À cause du sommeil et à cause des chats”. No se lo pierdan, aunque no sea la lectura más adecuada para un bar à chat parisino. 
        
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Mi reconocimiento expreso al artículo de Gwendolen Aires, Le premier “bar à chats” de Paris ouvre ses portes samedi, publicado en el diario Libération el 19 de Septiembre de 2013

domingo, 6 de octubre de 2013

Aforismos sobre arte y verdad



Martin Heidegger, El origen de la obra de arte, en Caminos del bosque.


No hay cosa hasta que la cosa se nos muestra como tal.

La obra de arte es la que nos ha revelado en qué consiste la verdad de un par de zapatos: El cuadro de Van Gogh es la apertura por la que se atisba lo que es de verdad el utensilio, el par de botas de labranza.

La verdad es desvelamiento, desocultamiento de lo ente, alethéia, apertura del sentido del mundo: lo abierto.

La verdad empírica, la verdad como adecuación o correspondencia es posterior a la alethéia.


La ciencia no es ningún tipo de acontecimiento originario de la verdad.

La esencia de la verdad es la no verdad: pero no la falsedad sino la abstención encubridora. El ente se muestra en el claro de lo descubierto. Primero es apariencia, después encubrimiento (negación, disimulación o error), finalmente esencia.

La verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el encubrimiento.

La esencia del arte es ese poner en la obra la verdad de lo ente. La obra de arte abre a su manera el ser de lo ente. El arte es real en la obra de arte.

La esencia del arte se encuentra en la obra efectivamente real, no en la especulación estética.

En los museos, exposiciones, mercados, estudios de historia del arte y en las críticas se produce el derrumbamiento de la obra de arte.

La verdad que se abre en la obra no puede demostrarse ni derivarse a partir de lo que se admitía hasta ahora.

Es precisamente en el gran arte, el único del que se habla aquí, donde se produce la elipsis del artista y la subsistencia de la obra.

La obra de arte levanta un mundo y trae la tierra. La obra le permite a la tierra ser tierra. La naturaleza, la tierra se convierte en suelo natal con la presencia del templo griego.

El arte no es representación o símbolo. En la tragedia griega no se muestra ni se representa nada, sino que en ella se libra la batalla real de los nuevos dioses contra los antiguos.


En el ser de la obra se lucha por el desocultamiento de lo ente en su totalidad, en esto consiste la verdad.

La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento. Aunque hasta ahora el arte se ocupaba de lo bello y la belleza y no de la verdad.

El desocultamiento de lo ente es crear. ¿Pero qué es la verdad para tener que acontecer en algo creado?

La esencia del arte es ese poner a la obra delante de la verdad. La esencia de la obra de arte consiste en que en la obra acontece la verdad, como en el cuadro de Van Gogh y en el templo griego de la montaña.

¿Qué tiene que ser la verdad misma para que pueda acontecer e incluso tenga que acontecer como arte?

La verdad acontece sólo en unos pocos modos originales:
- El desocultamiento de lo ente en la obra de arte.
- La acción que funda un Estado.
- La proximidad de lo más ente de lo ente.
- El sacrificio esencial.
- El cuestionar del pensador que cuestiona lo digno de ser cuestionado.

martes, 1 de octubre de 2013

Los dilemas de Jane Eyre


Empiezo con la cita de un colega en Facebook: Nos pasamos así el tiempo, repitiendo en cinco lenguas que lo bueno y lo malo existen: Abelardo y Eloísa, Raymond y Tess, Federico y su bala en la espalda… Quien conozca esta verdad podrá separar los grises y claroscuros de la vida cotidiana, como Jane Eyre.
Jane Eyre, de la famosa novela de Charlotte Bronté, es la heroína más moral de la literatura. El incrédulo lector no encontrará en una sola de sus páginas un pensamiento que no esté guiado por el sentido del deber. Ninguna acción de la joven está contagiada por el interés o la ambición. Se debe hacer tal cosa, piensa, porque es así, porque lo dicta la ley moral sin condiciones ni excepciones. Como mucho, en los casos límite, estallará con la ira de los justos para proteger sus principios. Tiene muy clara la elección parmenídea entre el bien y el mal. Se apunta al optimismo antropológico de Zapatero y Leibniz: el mal es una mera carencia de bien y como tal no tiene entidad. Y aunque Dios escribe con renglones torcidos, al final el bien prevalece y el mal perece (frase final de La bella durmiente). Jane recorre la senda candorosa de los rectos sin detenerse a contemplar el mundo circundante. Al final de la novela logrará la felicidad. En la vida real no hubiera llegado a la página treinta a manos de sus semejantes.

Jane Eyre es una joven poco agraciada pero inteligente, uno de los arquetipos ascéticos del inconsciente colectivo: la belleza femenina puede como mucho aspirar a una vida conforme al deber pero nunca por sentido del deber. Su inteligencia es otro hilo conductor de la narración. Sale adelante gracias a su buen juicio. Esta es la contribución de la mayor de las Bronté a la causa femenina. Jane maneja los dilemas morales como asuntos de la razón práctica. Reflexiona, analiza, deduce, predice, concluye. No hay en sus planteamientos concesiones al tópico patriarcal del predominio del instinto y de la sensibilidad en la mujer.
Huérfana, el trato que recibe de su tía y sus primos es atroz. Las vejaciones son continuas. En comparación, la cenicienta vive entre almohadones. El único consuelo del indignado lector es la mítica resignación que en aquel tiempo primordial tenían las desheredadas. En todo momento Jane está abierta a la reconciliación, le basta un sueño ligero para olvidar las afrentas, al menor resquicio de luz triunfa la bondad.

Odiada sin que sepamos por qué, su tía se la quita de encima enviándola a un bárbaro centro de caridad dirigido por un clérigo malvado, capaz de enriquecerse con la miseria de las huérfanas. Recuerda a los eclesiásticos de El Bosco torturados por demonios grotescos. Las renovadas miserias la ponen al borde de la consunción. Pero allí conoce a los dos primeros humanos: una joven mayor que ella, tuberculosa, abandonada a su suerte pero de una voluntad diamantina y la noble inspectora del centro. De la primera aprende dos cosas: el ideal estoico de aceptar la felicidad en las cadenas y la máxima cristiana de que la virtud maltratada en este mundo exige recompensa en el otro. De la segunda recibe el socorro a su inteligencia: cuando acaba sus estudios Jane es nombrada instructora del orfanato, favorecida (Dios aprieta pero no ahoga) por la caída del director tras una epidemia de tifus en la que muere la mitad de las alumnas.

Como la novela pide traspasar los muros de la inclusa, Jane se ofrece como institutriz mediante anuncio en la prensa y recibe una jugosa oferta para ocuparse de una niña afrancesada en una mansión señorial con fantasma situada en los inmensos bosques de la Inglaterra condal. Un guiño a la novela gótica. El propietario, caballero de recia estirpe, cuarentón de pasado misterioso, rico hasta los tuétanos, orgulloso y grosero pero de corazón impecable, acaba por enamorarse perdidamente de la joven de diecisiete primaveras (y viceversa), declararle su pasión y pedirla por esposa (a lo que consiente afortunada). Da la impresión de que Jane (en la parte del relato más difícil de entender por el lector a esta altura determinada de los tiempos) lo ama porque, además de otras virtudes, es viejo, feo y desdichado. (¡La compasión, la gran virtud de la mujer!). Su pasión mutua responde a los rasgos literarios del amor romántico: entrega total, unidad de los contrarios, afinidad de las almas más allá de la cuna, edad, condición e incluso de la tumba.

En el último instante, antes de casarse al amanecer en la iglesia en ruinas del castillo, dos inesperados personajes declaran con voz tonante que la boda no puede seguir porque el novio tiene esposa… Se trata de una loca surgida de otro continente en la noche de los tiempos. Es el fantasma que se fuga de su celda por la noche y recorre las oscuras estancias del castillo para proclamar su infortunio. Nada de esto sabía la consternada Jane.

Primer dilema moral: ante la imposibilidad de ser marido y mujer el hidalgo propone a su amada vivir como si lo fueran, adorarla igualmente, cubrirla de oro, sedas y claveles, viajar a Venecia, París y Viena, gozar de la plenitud de la vida unidos para siempre. (¡Ni una de la cien mil vírgenes diría que no!, piensa la sagaz lectora). Pero la sensible conciencia de la joven advierte que algo falla: primero, si se convierte en su concubina actúa de espaldas a la ley moral y lo que mal empieza mal acaba, en una versión providencialista del principio de causalidad (por ejemplo, el final de la aborrecible tía y sus hijos); segundo, que su prometido no debió ocultarle la minucia de su estado civil.

En medio de una tormenta de pasiones, Jane abandona la mansión al alba con la demente y su consorte dormidos. Se sube a la primera diligencia que pasa y viaja hasta donde le alcanzan las pocas monedas que lleva. Sin recursos, en medio de ninguna parte, deambula como una mendiga pidiendo limosna por jambas y dinteles. Hambrienta y durmiendo a la intemperie, le asaltan tremendas tentaciones de volver junto a su amado, pero no cede. ¡Non serviam! Al fin, extenuada y al borde de la muerte es salvada (en voz pasiva) por tres hermanos, dos solteras cultas con promesas de amigas para siempre y un apuesto vicario rural que le ofrece la humilde ocupación de maestra. Más adelante, deus ex machina, Jane recibe una importante herencia de un tío materno perdido en los negocios de ultramar y, por ensalmo, los hermanos se convierten en primos carnales.

Segundo dilema: ¿Qué parte de la herencia corresponde en conciencia a sus primos excluidos pero tan sobrinos como ella? Por justicia distributiva Jane divide la suma en cuatro partes (el lector egoísta se tira de los pelos). Entre todos arreglan la casa familiar, la decoran al gusto rural, reparten las chambres, comparten el salón y se instalan cómodamente a tomar el té… en la parte más inglesa del relato.

Pero, obviamente la cosa no acaba aquí. El primo es un fanático calvinista. Rechaza a la bella hija del cacique local, aunque se aman, como un peligro para su salvación. Su objetivo irrenunciable, obsesivo, es ser misionero en Oriente, acabar allí sus días y ganar su silla en el paraíso. Según su fe, la entrega total al evangelio es el signo inequívoco de que está en la lista de los elegidos (contrariamente a la tesis de Max Weber para quien el peso de la bolsa señala al predestinado a salvarse). Obviamente, el vicario no actúa por sentido del deber sino por imperativos cuya validez depende de una sola condición: obtener la felicidad eterna (una contradicción en los términos). Orgulloso y prepotente requiere a su prima en matrimonio, ante todo como compañera en las misiones y después como esposa.

Tercer dilema moral: Ir o no ir, esa es la cuestión. Se trata del conflicto de la novela más impregnado de machismo y el que más le cuesta resolver a la protagonista. Veamos los términos:
Por un lado, la lealtad a su primo que ejerce sobre ella una influencia inaudita (¡Esta no es mi Jane, piensa el lector atónito!). También la entrega a la causa evangélica como garantía de salvación (a punto de compartir el argumento interesado del clérigo). Además, cuenta el proyecto de una nueva vida en Oriente con fantásticas perspectivas: es preciso imaginar que en los viajes de entonces no se cambiaba de lugar sino de concepción del mundo.
Por otro lado, la convicción certera de que el deber exige casarse por amor y no por otras causas por elevadas o rentables que sean (“yo no me caso por dinero y mucho menos por amor”, decía mi amigo Balti); y que si hay algo evidente en este lío es que tal sentimiento no existe en ninguna de las partes. La presión es brutal: el clérigo le retira su estima, se avergüenza de ella, le priva del trato cordial, la amenaza con arriesgar su salvación. Ella, buena hasta el martirio, opta por una solución intermedia: seguirle, pero libres del compromiso matrimonial. Al primo iracundo le resulta inconcebible: estaría mal visto, no sería de recibo, acarrearía males sin cuento a su misión pastoral. A punto de sucumbir al embrujo de oriente, Jane se libra de las garras del clérigo milagrosamente: oye la voz del amado que la convoca solemne en medio de la noche. Tras cortar el nudo gordiano de tiempos y costumbres, comunica con firmeza  a su primo que la deje en paz de una vez por todas y, al fin, el despechado puritano emprende a solas su viaje sacrificial.

La historia de Jane Eyre no termina en la casa familiar rodeada de sus primas, tartas de crema y alfombras mullidas. Fiel a la llamada del destino, retoma la diligencia en la dirección inversa a su fuga pero con la bolsa llena. Cuando llega a la mansión señorial los ojos le hacen chiribitas al contemplar unas ruinas chamuscadas tomadas por la yedra y los lagartos. Es todo lo que queda de la grandeza de antaño. El posadero del pueblo le cuenta que la demente incendió la casa en una de sus correrías y murió en el intento tras caerse de una torre. Su amado, valeroso hasta el final, fue alcanzado por una viga en llamas que le privó de la vista. Ahora vive abandonado en una propiedad menor hundida en las brumas del bosque. Allí se encamina la joven sin sombra de duda y, tras un encuentro místico, se plantea el último dilema: cuidar de su marido o cuidar de sí misma. Una variante didáctica de La bella y la bestia. La solución resulta previsible: nunca mejor dicho, el amor es ciego.

PD. En mi opinión Jane Eyre es una novela menor, no comparable a las extraordinarias creaciones de Jane Austin (a las que le debo más de una entrada) y ni siquiera a Cumbres Borrascosas de su hermana Emily.