domingo, 4 de agosto de 2013

La sinrazón de la política


William Hogarth, The humours of an election: An election entertainment (1754)

La condición humana es limitada y finita. En cuestiones prácticas (ética, estética, política) siempre hay alguien que elige el disparate a pesar de las razones. Elecciones libres (¿No es esto la voluntad como cosa en sí?). Ciertamente no somos Spock, el conocido personaje de la serie cinematográfica Star Trek, a medias humano y vulcaniano, que sólo piensa con patrones rigurosamente lógicos. Spock sería el argumentador ideal en tal tipo de problemas, lo cual no le impide mantener trifulcas insolubles con la tripulación terrestre del Enterprise.

Centrados en la acción política, tenemos que asentir: es el ámbito de la sinrazón. Miremos a nuestro alrededor, aquí y ahora, y veamos cuales son los motivos irracionales que orientan el compromiso y el voto en una democracia representativa. 

De entrada, la política se ha trasmutado en doctrina eclesiástica. Los partidos políticos funcionan como iglesias mundanas. Se acepta una posición política como una totalidad completa de sentido en la cual hay que encajar los hechos a martillazos. La política se convierte en fe ciega que es preciso preservar. Las versiones más inverosímiles, las mentiras más flagrantes son presentadas por la teología política como epifanías de un mundo feliz. Somos insensibles (en el mejor de los casos) al sentido común (no hablo ya de la crítica) y a la inocencia del niño. El género por excelencia es la apología. Sea anatema la opinión que discrepa. Lo que ocurre en el mundo se deduce de un cuerpo inmutable de doctrina al modo geométrico de la ética de Spinoza. Y si los hechos lo desmienten, peor para ellos, siempre existen formas sacralizadas de retorcerlos en aras del bien común. Todo menos pensar con nuestra propia cabeza.

La política es asunto visceral. ¡Cuántos maridos han tenido un conflicto conyugal por culpa de las ideas reaccionarias de su suegra! Por haber entrado al trapo de sus sibilinas insinuaciones sobre cualquier nimiedad. Todo comienza con un planteamiento de guante blanco seguido de una discrepancia cortés y el paripé de las opiniones. La familia y la política: una constelación de prejuicios cuyas consecuencias son los fantasmas del pasado, los mitos de ahora y los estereotipos de siempre. El dialogo se convierte en discusión y esta en pelotera en un remedo patético de la lucha hegeliana de las autoconciencias. Hasta que interviene la hija-esposa para separarlos y cargar contra el ingenuo liberal. Heridas que no cierran.

En política no hay hechos. El entendimiento trabaja en el vacío como la cadena que no engrana en el piñón. Gran parte del rechazo ciudadano a los partidos se debe a la ausencia de un lenguaje observacional común. No existe una escuálida base empírica que invite a los argumentos. La clase política se ha convertido en el coro de grillos que cantan a la luna; el Parlamento en una caja de resonancia de palabras hueras. Nada que justifique los sueldos que pagamos. 

Del otro lado, las conductas políticas de los electores tampoco son racionales cuando votan una y otra vez a partidos implicados en casos de corrupción. ¿Por qué lo hacen? Les remito a una de mis entradas: Corrupción y votos.

La democracia tampoco anda sobrada de razones. El famoso Moi commun de Rousseau que se construye mediante el derecho al voto suena a retórica gastada (¿Te crees tú eso?, me espetó una vez mi amigo César). La realidad es que cada cuatro años cumplimos con el rito de expresar en las urnas nuestras frustraciones y esperar otros cuatro mientras los partidos disponen a su antojo de la voluntad general. Un político puede decir sin ruborizarse: "No he cumplido el programa electoral, pero tengo la sensación de que he cumplido con mi deber". Es preferible la democracia porque nos permite bajar al kiosko de la esquina y comprar el periódico que queremos. Es mil veces mejor el coro de grillos cantores que la bota del soldado desconocido. Y lúcida la definición que hizo Marx del voto democrático: Un comentario sentimental y extenuante a los logros de la etapa anterior de poder. 

Sabemos desde Maquiavelo que el lenguaje universal de la política es irracional; su único principio es tener, mantener y extender el poder. La razón de Estado exige la mentira, la corrupción, la arbitrariedad y el despotismo. También sabemos que la política no tiene que ver con la ética, pero tampoco con la lógica: se puede decir una cosa cuando gobiernas y la contraria en la oposición o insultar a los adversarios aunque tú seas más o caer en las más robustas contradicciones porque lo exige el "buen gobierno de la nación".

Inversamente, la alta política desde Pericles hasta Lincon se ha basado en el perspectivismo. Un diputado perspicaz debería ser capaz de descubrir diez certezas, diez errores y diez dudas en el mismo hecho. La verdad política es la síntesis racional de las cien caras de un prisma. Esta unidad de los contrarios impuesta a la historia por el talento del estadista es lo contrario de las disyunciones excluyentes del panorama actual: una cosa o la otra y no ambas. Arruinamos la riqueza de lo real para adaptarla al pensamiento débil. Un mundo a medida de la posmodernidad.

¿Conocen a alguien que antes de unas elecciones se haya leído el programa político de los principales partidos? Que después haya seleccionado y evaluado las alternativas posibles, elegido la opción más oportuna y haya sido coherente con sus consecuencias… Recibimos una información domesticada y masticada por los medio de comunicación. Escuchamos lo que queremos oír. Todo está pensado (y decidido) de antemano. La percepción social de la realidad corresponde, como en la Edad Media, a los poderes universales de la Iglesia y el Imperio. Nos gusta que nos manejen. La manipulación es un bálsamo para nuestra molicie. La "moral del rebaño" nos permite ocuparnos de cosas más serias. Los consejeros, esa legión de tecnócratas que asesora a los partidos, controlan los parámetros que influyen decisivamente en los procesos electorales. Su trabajo consiste en "direccionar los condicionantes para optimizar el impacto" (sic). 

Seguro que escuchan regularmente las tertulias políticas en la radio o los debates de abajo arriba en la televisión (¿recuerdan el último entre los dos candidatos a la presidencia de nuestro país?). Están trufados de procedimientos dialécticos cuyo abuso propicia la perversión del contenido objetivo y la recta intención argumental. Son las falacias, falsos argumentos que aunque no son correctos lo pretenden y, lo que es peor, a primera vista lo parecen. Les recomiendo otra de mis entradas. Verán cómo les suenan. Un ejemplo, la falacia de los términos sesgados: definiciones no neutrales que carecen de una mínima objetividad semántica y convierte la argumentación en tendenciosa. Según convenga, se puede definir Internet como “el paraíso de la información, de la libertad de expresión y del trabajo provechoso”, o como “el ámbito de la pornografía, la delincuencia y la adicción”.

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