domingo, 28 de abril de 2013

Hijos no deseados


John Irving, Las normas de la casa de la sidra.

[Cartas del Doctor Wilbur Larch, ginecólogo, abortista, adicto al éter y director del orfanato St. Cloud’s al presidente Roosevelt y señora]

Solía encabezar las cartas con un “Estimado Señor Presidente” y un “Estimada Señora Roosevelt”, pero en ocasiones se sentía informal y las encabezaba así: “Estimado Franklin Delano Roosevelt”, en una de sus epístolas puso: “Querida Eleanor".
Aquel verano se dirigió muy llanamente al presidente: “Sr. Roosevelt”, escribió, pasando por alto toda expresión de estima, “sé que debe estar terriblemente ocupado con la guerra, pero tengo tanta confianza en su humanitarismo y en su compromiso con los pobres, con los olvidados y especialmente con los niños…”. A la Sra. Roosevelt le dijo: ”Sé que su marido debe estar muy ocupado, pero tal vez usted pueda recordarle una cuestión de suma urgencia, pues concierne a los derechos de la mujer y a la situación de los hijos no deseados…”.
Las confusas configuraciones luminosas que jugueteaban en el techo del dispensario contribuyeron al estridente e incomprensible estilo epistolar.
“La misma gente que nos dice que debemos defender la vida de los no nacidos… es la misma gente que no parece interesarse en defender a nadie salvo a sí misma una vez que el accidente del nacimiento se ha consumado. A la misma gente que profesa su amor por el alma del neonato… no le interesa ayudar a los pobres, no le interesa ofrecer asistencia a los no deseados ni a los oprimidos. ¿Cómo justifican tanto interés por un feto y tan poco por los niños no deseados y maltratados? Condenan a otros por el accidente de la concepción; condenan a los pobres… como si estuviera en sus manos no serlo. Una forma en que los pobres podrían ayudarse a sí mismos consistiría en que tuviesen el control de la amplitud de su prole. ¡Yo pensaba que la libertad de elección era obviamente democrática… típica de los Estados unidos!
¡Los Roosevelt sois héroes nacionales! Sois mis héroes, al menos. ¿Cómo podéis tolerar las leyes antiabortistas, antinorteamericanas y antidemocráticas de este país?
Para entonces el Dr. Larch había dejado de escribir y declamaba en el dispensario. Enfermera Edna se acercó a la puerta y golpeteó los escarchados cristales.
- ¿Es democrática una sociedad que condena al pueblo al accidente de la concepción? –rugió Wilbur Larch-, ¿Qué somos?... ¿monos? Si esperáis que la gente sea responsable de sus hijos, debéis concederles el derecho a elegir tenerlos o no tenerlos. ¿En qué pensáis? ¡No solo estáis locos, sois unos malvados!
Wilbur Larch chillaba tanto que enfermera Edna entró en el dispensario y lo sacudió.
- Wilbur, los niños pueden oírlo –le dijo-. Y las madres. Todo el mundo puede oírlo.
- Pero nadie me escucha –Dijo el Dr. Larch. Enfermera Edna reconoció la involuntaria contracción en las mejillas de Wilbur Larch y la flojera de su labio inferior; el doctor estaba emergiendo del éter-. El presidente no responde a mis cartas –se quejó Larch a la enfermera Edna.
- Está muy ocupado –dijo enfermera Edna-. Probablemente ni siquiera llega a leerlas.
- ¿Y Eleanor? -preguntó Wilbur Larch.
¿Y Eleanor qué? -preguntó enfermera Edna.
- ¿Ella no llega a leer mis cartas?
El tono de Wilbur Larch era quejica, como el de un niño, y enfermera Edna le acarició el dorso de la mano moteado de pecas pardas.
- La señora Roosevelt también está muy ocupada -dijo enfermera Edna-. Pero estoy segura que terminará respondiéndole.

- Han pasado años -dijo el Dr. Larch serenamente, volviendo la cara a la pared.

miércoles, 17 de abril de 2013

¡Me gusta!


El juicio estético más simple es el consabido “Me gusta”. ¿Pero qué significa exactamente? Me gusta ese cuadro, edificio, canción, libro o película. Propongo tres aspectos. 

El juicio muestra que lo esencial de la contemplación artística es un sentimiento de agrado o desagrado. Se trata de la vieja teoría de las emociones del empirismo inglés que se resume así: Entre los sentimientos del ser humano ocupan un lugar destacado los de aprobación o desaprobación hacia determinadas acciones (ética) o creaciones (estética). En ambos casos, la evaluación no puede considerarse un asunto de la razón práctica o productiva, sino una inclinación afectiva de aceptación o rechazo. El juicio estético “Me gusta” tiene, por tanto, poco recorrido y son lo mismo el punto de partida y la conclusión de un proceso que, en el fondo, no existe. Las expresiones de muchos jóvenes como ¡Guay!, ¡Mola!, ¡Superbién! ¡A tope!, reflejan está visión del arte como diversión inmediata del fin de semana. En ocasiones, la carencia de interpretación propicia formas de consumo aberrantes: el escuchar desatento de una pieza musical, la lectura autista de una novela, la comprensión anacrónica de un edificio o la percepción epidérmica de un cuadro... También la proliferación de modos de arte falso; por ejemplo, vanguardias efectistas en pintura, esculturas insolubles, matracas musicales o escritores sin oficio que publican versos anodinos o tramas infumables.

La afirmación “Me gusta” condena cualquier manifestación artística al reino de la subjetividad. Vivimos en un mundo donde sólo hay hechos y valores (una división casi religiosa), dos ámbitos de realidad aislados e incompatibles. La ciencia se ocupa de hechos, la ética y la estética de valores. El tópico “sobre gustos no hay nada escrito” (afirmación, por lo demás, falsa) refleja la soledad del juicio estético y la imposibilidad de salvarlo de prejuicios personales. Kant, insatisfecho con la pobreza de la afirmación “Me gusta”, sostiene que el juicio estético es en última instancia subjetivo, aunque contiene una intención latente de generalizar, de compartir la apreciación, de mantener su validez... lo cual es imposible pues el entendimiento no puede demostrarlo. "Me gusta" es, a pesar de Kant, "la noche donde todos los gatos son pardos". 

El juicio puro y duro "Me gusta" (y sus variantes más complejas) refuerza los elementos sensibles de la obra y suprime los conceptuales. La función del arte es "el goce", "la delectación", sin que tales términos muestren sus cartas credenciales y más bien apunten a la negación de su auténtico significado. Esta visión ideológica queda realizada en los productos de la industria cultural: Se lanza al mercado lo que gusta según criterios estadísticos. Es bello lo que logra la mayor felicidad para el mayor número. Las necesidades estéticas se satisfacen mecánicamente con objetos estándar. Puesto que en el arte hay poco que pensar, la cultura de masas lo vende pensado y enlatado. El negocio del espíritu se basa en la fabricación de productos en serie, sumisos, palpables, de encefalograma plano, con los componentes emocionales también digeridos. Un arte destinado al consumo y a la perpetuación de unas relaciones sociales injustas. 

sábado, 6 de abril de 2013

Contra el pirateo

Se pueden leer en Internet numerosas justificaciones a favor de la “descarga libre de contenidos en la red”, o sea, de piratear música, pelis, libros imágenes... Por el tono general son progresistas y de izquierdas. Sin embargo, tengo la impresión invencible de que no se manejan razones sino racionalizaciones, es decir, amparo de intereses. Si te beneficias del pirateo, adelante, pero no pretendas bendecirlo con argumentos. Por lo demás, es sabido que llevar razón en esta vida no es gran cosa.

a) El “acceso libre a la cultura”.
Defiende la colectivización de la propiedad intelectual. Nada que objetar si los autores están dispuestos a ceder su trabajo gratis. Vivirán de otros negocios: por ejemplo, el escritor (aguerrido defensor de las descargas gratuitas) y profesor de literatura en un centro público. ¿Pero si el pan y el queso que se come dependieran de los libros que publica, pensaría lo mismo? Lo dudo. Marx, partidario de la abolición de la propiedad privada, considera que el producto del trabajo pertenece íntegramente al trabajador; define la explotación o alineación económica como la apropiación indebida por el empresario de una parte del producto del trabajo que no es remunerado (plusvalía) y se convierte en capital. Sobre este principio gira todo el sistema capitalista. La semejanza entre ambos fenómenos (pirateo y explotación) es que te apropias del trabajo ajeno contra su voluntad, empobreces al productor y lo degradas como persona. ¿Qué diferencias hay exactamente que justifiquen la defensa del pirateo?

b) La imposibilidad de “poner puertas al campo”.
Se resume así: puesto que es imposible frenar tecnológicamente la creación de sitios web que distribuyen gratuitamente contenidos, es preferible rendirse a la evidencia y legalizar las descargas (o mirar para otro lado). La falacia del necesitarismo: “Si es inevitable la injusticia, hay que asumirla como justa”. Por otra parte, es falso que no se pueda controlar el pirateo. Pregunten a los informáticos chinos que son capaces de silenciar Google. Es válido todavía el ideal autogestionario del primer Internet, sin centros de poder ni ánimo de lucro, basado en la colaboración solidaria de los internautas… un modelo que rechazó por sistema las descargas ilegales (véase la historia de la red).  

c) El principio de utilidad.    
Se formula así desde Bentham: “Es bueno lo que produce la mayor felicidad para el mayor número". Pero es un dislate aplicarlo de forma universal y directa. Por ejemplo, si quitamos los impuestos nos quedamos sin servicios (aunque con la recesión se pagan cada vez más impuestos por menos servicios). El principio de utilidad es el fundamento ético de la democracia representativa, entre cuyos principios se encuentra, al mismo nivel, el respeto a las minorías. Además, si aplicamos en bruto tal principio desaparece la cultura: nadie trabaja por nada excepto por gusto, como en este blog. Pero una cultura gratuita no es utopía social sino leyenda urbana.  

d) La cobertura legal.
Me refiero, por supuesto, a los derechos de autor no prescritos. Muchas plataformas disfrazan el pirateo como un intercambio inocente de cromos en la puerta de un colegio: subo mi archivo que otro se baja, viceversa y así sucesivamente. No hay tal intercambio: los portales ofrecen archivos copiados masivamente del original. Pregunte a un usuario crónico de páginas y programas de descarga cuántos archivos ha subido por “el bien común”. Ninguno. Por otra parte, la compra privada de un producto no permite hacerlo público, ni siquiera un cromo. Una versión muy particular de la justicia distributiva.

e) Una revolución cultural. Se aduce por los partidarios de las descargas libres que estamos ante "un cambio profundo" en la industria cultural. Una revolución que inventa nuevas formas de lanzar sus productos. Ahora, los autores deben renovar sus ideas para crear y distribuir con éxito. Pero nunca se detallan los procedimientos ni por qué saldrían gratis. En realidad, han cambiado (y siguen cambiando) los soportes digitales y los métodos de comercialización pero no la industria cultural. La ley de oro es a misma: "si el trabajo no se paga, nada bueno llega al público". Quizás el camino correcto sea el que ha iniciado Appel con las aplicaciones para sus ordenadores, teléfonos y tabletas: ofrecer calidad por un precio razonable. Me he bajado del Appel Store para mi Ipad un procesador de textos, un catálogo de un famoso museo, un diccionario de francés y una selección musical por menos de veinte euros. Los pago a gusto. También hay, por supuesto, aplicaciones gratuitas que se financian por otros medios. Me gusta.

lunes, 1 de abril de 2013

John Irving, Oración por Owen


Ahora mismo, entre los escritores norteamericanos contemporáneos mi favorito es John Irving. Su talento se funda en el poder de la imaginación, en la fuerza para encadenar hallazgos, en la ironía que surge de la trama y unos personajes que siempre hablan por sí mismos ajenos al fárrago y a la tesis encubierta. Una frase resume la intención del artista: escribe si tienes una buena historia que contar.

Posiblemente sus mejores novelas sean El mundo según Garp y Una mujer difícil, pero para mí, ninguna es tan entrañable como Oración por Owen. Aprovecho que estamos en Semana Santa: si piensas que el ciclo de la pasión de Jesús está agotado, lee Oración por Owen. Da igual las convicciones que tengas. Jamás presentirás el argumento. Al pasar las páginas no puedes dar crédito a tus ojos. Pero la intensidad narrativa, la energía luminosa del relato, hace que todo resulte más que verosímil. Tus defensas naturales caen, tu “sentido crítico” se esfuma y te entregas sin condiciones a la causa. A las cinco de la madrugada no puedes cerrar el libro. Compras a plazos sus obras completas. La mayor virtud del escritor (también del filósofo) consiste en arrastrarnos a su mundo. Ser hegeliano o irvingniano por convicción: en esto consiste el placer de la lectura.

Mientras que el Zaratrusta de Nietzsche es una parodia de los Evangelios, el Libro de Irving es una puesta al día. Permitan que les adelante algo con intención de aguzar el apetito. Owen es el enigmático hijo de Dios en pleno siglo XX. Pero no habla ni actúa vulgarmente, como uno de esos falsos profetas que aligeran el bolsillo de sus fieles, sino del único modo posible que… nos permite seguir con la novela y no tirarla en la página 15.
Hay en Irving dos tipos de personajes: el normal que se hace raro hasta donde resulta posible (Eddie, el joven amante de la madre de Ruth, en Una mujer difícil) y el raro que insiste hasta lo imposible en su rareza (Jenny Fields, la enfermera-madre, en El mundo según Garp). Owen pertenece a la segunda clase. Es un niño de metro y medio de estatura que no crecerá más. Hecho a escala, su cuerpo y sus facciones son normales, bien formadas, con un cuerpo que flota más que pesa y una voz que corta el aliento. En el colegio sus compañeros se lo pasan de mano en mano. Su éxito con las mujeres es inmediato. Todas desean tocarlo en una versión ampliada del Noli me tangere de Correggio. Su padre es un artesano del granito que dirige un lóbrego taller de pompas fúnebres y su madre hace tiempo que vegeta en un laberinto propio. La vida pública de Owen comienza con la amistad de un compañero de colegio, John Wheelwright, cuya madre, hermosa y soltera, y su inteligente abuela (una saga con prestigio social) lo adoran y protegen. John será su único y verdadero amigo y quien desempeñe el papel de biógrafo en la obra.

Owen siempre actúa en clave de destino. No quiero vivir como un héroe, soy un héroe, afirma. Si hay un tema evangélico por excelencia es el de la divina predestinación. En todos los momentos de su vida, escuela, colegio, universidad, ejército, puede elegir otros proyectos (socialmente más valiosos) pero los descarta sin vacilar. Su palabra concluyente siempre aparece con mayúsculas. Toda la comunidad de Gravesend (New Hampshire), un pueblo de la América profunda, gira en torno a su presencia irresistible. La gente de la comunidad, otro gran logro literario, es una fauna del mejor Dickens. Al hilo de la novela todos los enigmas son analizados con rigor dialéctico y sentido del humor. El conjunto es eficaz, no un montón de ocurrencias fragmentarias. En ningún caso Oración por Owen es una novela oportunista (una plaga estética junto con las mistificaciones históricas y los relatos para jóvenes).

Las religiones cristianas de Gravesend forman parte de la intriga teológica: congregacionalistas, episcopalianos, anglicanos, católicos. Los últimos son los peor parados; Owen habla de la ofensa innombrable que infringieron en un tiempo a su familia. Detesta a las monjas a las que llama pingüinos y cosas peores, la represión sexual, la hipocresía, el gusto por la pompa y circunstancia. Sólo se salvarán del azufre un modesto párroco irlandés y la monjita que lo atenderá en sus últimos instantes.  
Es espléndida la escena del nacimiento viviente en la escuela. Owen hace de niño Jesús en la cuna gracias a su menudencia. Escoge entre sus compañeras a una deslavazada Virgen María que sólo quiere cogerlo en brazos con el consiguiente cabreo del infante envuelto en pañales como una momia; cuando por fin lo acuna tiene una tremenda erección, evidente para la chica y la esposa del pastor episcopalista (Owen está dotado de un modo formidable como se sabrá después)…
En una representación teatral dirigida por Dan, su padre adoptivo, encarna el “espíritu del futuro” y descubre escrito en la tumba del atrezzo la fecha de su muerte y las circunstancias que la envuelven. El dramatismo de Owen ante la tremenda revelación hace que el público huya estremecido de la sala antes de terminar la obra… Nunca olvidarán ese momento.
En Gravesend Academy, un centro de renombre que lo admite gracias a sus mecenas, es siempre primus inter pares: Jesús entre los doctores en el aula, guía espiritual entre sus colegas, modelo para la comunidad. Pero sin moralina: llega a falsificar credenciales académicas para que sus compañeros puedan pedir alcohol en los bares. Ten fe y peca fuertemente (¿existe una frase más mundana?). Su éxito con las chicas suscita la admiración de sus rivales. Evita la pelea pero se defiende como una comadreja, quien le ataca lo paga. Dirige la prensa de los alumnos con Voz tonante, se enfrenta a las mentiras interesadas del nuevo director, un filisteo ignorante, racista y antisemita, lo cual le cuesta la expulsión y al otro la posterior (y monumental) caída: si no temiera aburrirles recordaría ciertos detalles…

Si su amigo es John, su novia es Hester, una joven hermosa, sagaz y conflictiva. Hay dos Marías Magdalenas, una tibia y deseable, y otra en efigie. Conoció a la primera, Hester, prima hermana de John, en una fiesta familiar en 80 Front Street, Gravesend, la mansión de la abuela Wheelwright. Al final de la reunión, la chica evita las atestadas toilettes y decide hacer pis en el jardín. Para mayor comodidad se quita las bragas y se las deja a Owen que, prendado del gesto, no se las devolverá jamás. Un repentino chaparrón veraniego cala el fino vestido de la joven y muestra sus desnudos matices a la ofuscada concurrencia… la otra María de Magdala es de cemento y abre sus brazos como un mendigo suplicante en el patio del convento de las monjas. Ni siquiera Hester, con su pasión incandescente, podrá apartarlo de su sino; llegará a zurrarle desesperada para que abandone sus insensatos planes. 

Renuncia a Harvard y a Yale que le abren sus puertas con becas de excelencia a pesar de su graduación postiza en un centro público (¡así son los norteamericanos!). Para afrontar su destino se alista en las fuerzas armadas. Su interés se vuelca en combatir en la guerra de Vietnam, de la cual abomina, y cumplir así la voluntad incomprensible pero justa de Dios ("Creo porque es absurdo", todas las religiones se fundan en este dogma). A pesar del empeño, sus superiores no le autorizan a viajar por su menguado físico y, mientras insiste una y otra vez, lo destinan a un puesto de oficial de protocolo en la ceremonia de entrega del ataúd y la bandera a las familias de los soldados muertos. ¡Todo un genio en el arte de consolar al afligido! La narración del entierro del hijo de un clan de maleantes de los barrios bajos es un prodigio de realismo sucio.

No les cuento la consumación del sacrificio esencial de Owen. Cuando llega el día funesto espera que no aparezcan los signos fatales del hado. Duda por primera vez, ¡Señor, aparta de mí este cáliz y dame una vida mejor! Pero no. Sólo les puedo anunciar que hay por medio un grupo de niños. Se me hace un nudo en la garganta al recordarlo. Sólo me resta aludir al multitudinario funeral en Gravesend Academy que reúne a todos los que le amaron menos su novia, quien le advirtió que no estaría allí para llorarlo. Tampoco hablo de sus fugaces apariciones al tercer día, único rastro de la vida perdurable, para revelar a John Wheelwright ciertos flecos que marcarán su existencia. La pregunta no es si Owen fue feliz, sino que clase de felicidad vivió. Comparto la oración universal de Gravesend, su pueblo: Señor, por favor, devuélvenos a Owen Meany