martes, 24 de diciembre de 2013

El cocido de La Bola


Lo único que suaviza la existencia del género humano son los grandes logros, algunos de mi tierra, como el cocido madrileño. A mí, como a tantos otros, me pierden los platos de cuchara y moje. No entiendo especialmente de gastronomía ni de vinos, odio la cocina química, de investigación, de platos enormes y micro emplastos y lo que me gusta lo tengo claro.

Hay, por supuesto, en España recetas míticas: el cocido maragato, el montañés, el de Lalín, la olla podrida, la escudella i carn d'olla o el puchero andaluz, pero el rey de reyes, no lo duden, es el cocido madrileño. Un cocido, como todo buen invento, es un sistema en el que todo se sostiene mutuamente para obtener su concepto: la sustancia. Nada sobra y nada falta, como en las partituras del gran Mozart: garbanzos, fideos, sal, repollo, zanahorias, patatas, morcillo, morcilla, gallina, huesos de caña, chorizo, punta de jamón, tocino ibérico, sin olvidarnos de los rellenos de pan esponjosos (un toque imprescindible). Muchos son los rincones de la Villa y Corte, pero el que yo elegiría es La Bola, en pleno Madrid de los Austrias. Hay que reservar con tiempo, que no sea el fin de semana por las apreturas, por ejemplo el jueves. Estarán un poco justos en la mesa pero en buena compañía. Una complicidad de iniciados sobrevuela la estancia. Dispone de una carta variada, aunque cuando voy ya sé lo que quiero. Me han hablado muy bien del jamón, los callos y el cordero, pero también me han contado maravillas de los amaneceres y no puedo opinar.

El hambre se masca en el ambiente. Nada que ver con esos restaurantes de empresa plastificados (desde la decoración hasta la forma de pagar) que no son ni buenos ni malos ni nada, donde puedes pedir cualquier cosa, desde sushi hasta gazpacho pastor, con la seguridad de que puedes hablar de negocios y olvidarte del yantar. El servicio es amable, eficaz, ni estirado ni agobiante, con esa motivación añadida de ver a los clientes orondos y satisfechos. El vino de la casa es suficiente, garantizado por años de selección natural. El secreto de su arte es la cocción del manjar en pucheros de barro individuales sobre carbón de encina, sin trampa ni cartón. La piedra filosofal que buscaron los alquimistas del Renacimiento no fue la transmutación del plomo en oro sino la fórmula del cocido, al fin descubierta por un inspirado marmitón de la calle Mayor. Tiene más historia el plato madrileño que el Palacio Real.  

Un aroma denso anuncia lo que nos traen en palmitas. La sopa, el primer vuelco, servida en plato hondo con los fideos justos para que no tengamos que buscarlos ni sean ellos los que se sorban el caldo. Hay que prepararse para una degustación lenta, pues todo está pensado para que las viandas no se enfríen. Las tres primeras cucharadas no son de este mundo. Se puede repetir la suerte. Hay quienes prefieren echar los garbanzos en la sopa. Yo prefiero mojar barquitos de pan migoso. Los garbanzos, tiernos, grandes, cremosos, el segundo vuelco, merecen un tratamiento aparte. Reciben sabiamente la compañía, más bien el homenaje, de las verduras y patatas. Acompañados de un toque sutil de aceite de oliva virgen (olvídense de la sal) dan lo mejor de sí mismos.

En este punto del festín, ante nuestras exclamaciones de veneración y júbilo, las señoras celosas habrán puesto el grito en el cielo diciendo que su cocido nada tiene que envidiar al que se zampan. Pero no hagáis caso. No entréis en polémicas. Decid que es verdad y comeréis tranquilamente. En caso contrario, además de iniciar otro episodio de la guerra de los sexos, perderéis un tiempo precioso en explicar la tesis medieval de los grados de perfección… que ellas rebatirán enfadadas. Es más, creo que cuando nos solazamos con un plato de la enjundia y fundamento del cocido de La Bola, las palabras sobran, lo cual significa que no debemos distraer los sentidos con charlas anodinas sobre política, fútbol, modas o recetas.  

Pero el cocido obviamente no se acaba con la sopa, garbanzos y verduras. Ahora viene la carne y la chacina, el tercer vuelco. Serviros las partes que más os plazcan, midiendo y templando, con la idea puesta en la armonía de los elementos materiales. El modo más socorrido es el picadillo, cuyo principal inconveniente es la cantidad homogénea de la mezcla. Al revés, la gracia está en que los diversos bocados no fatiguen por repetición sino que muestren al paladar la escala de sabores que contienen.

Saciados al fin tras dos horas largas de trajinar el sustento, podemos pedir el postre. Yo prefiero plantarme y conservar el regusto de los vuelcos. Pero si no es el caso, me consta que las señoras eligen los buñuelos de manzana con helado o la crema de limón, dos dulces caseros que, puedo asegurarles, tiene una pinta excelente. Ya sólo queda pagar la razonable dolorosa: incluso en estos tiempos de carencia no tendréis que cambiar vuestra primogenitura por un plato de garbanzos ni convencer a la señora de que el dinero mejor gastado es el que se va en magras y sabrosura. Entrada la tarde invernal te despedirás con lágrimas en los ojos, a lo que te responderán complacidos que no te inquietes, que cuando quieras volver, La Bola seguirá allí.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El surrealismo y el sueño


En el mismo día, algo apresuradas, les cuento mis impresiones sobre la exposición El surrealismo y el sueño en el Thyssen-Bornemisza.


Copio de la web oficial:

Resulta curioso, y a la vez extraordinariamente significativo, comprobar la escasa atención que se ha prestado en el mundo del arte a la relación entre “el surrealismo y el sueño (…) Esta exposición se sitúa, por tanto, en un terreno casi virgen.

Lo cierto es que en todas las exposiciones a las que asistido sobre el surrealismo, antecedentes, consecuencias y secuelas, el hilo conductor eran los sueños. Pero no abandonemos lo que nos une.

Walter Benjamin, en su ensayo El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea, cuenta que Saint Paul Roux, al irse a dormir por la mañana, ponía en su puerta un letrero que decía: Le poète travaille. El aviso formaba parte de la lealtad del grupo a Breton y a sus manifiestos. Cuando despertaban por la tarde se habían olvidado de los sueños, como todo el mundo, y se dedicaban a faenar en serio con la pluma o el pincel.

En mi opinión, la forma y el contenido de sus cuadros no tienen que ver ante todo con la figuración del simbolismo onírico, sino con la intención de construir una constelación de signos plásticos al margen de las exigencias narrativas o poéticas del mundo real. Los sueños se parecen a esa realidad aparte, pero sólo en la medida en que la realidad imita al arte. Nadie sueña, por ejemplo, con un Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo (Dalí) o con treinta y tres chiquillas que salen a cazar una mariposa blanca (Max Ernst). Y no son los más raros. Les invito a detenerse en las artistas de la colección: ambientes opresivos, inquietantes, clínicos, surgidos de una pesadilla dentro de otra.

Mientras que la literatura surrealista de Soupault, Aragon o Éluard está limitada por las reglas gramaticales, la pintura puede ir más allá de nuestras cabezas y traspasar el marco de la escritura. Hay una distancia considerable entre los poetas y los pintores surrealistas: nada más alejado de cualquier código semántico que las obras expuestas. De entrada, no existe una iconografía compartida. Cada composición inventa sus significantes. Un mismo artista, como Dalí, opera con estilemas renovados, incluso contradictorios cuando se repiten. Los cuadros se convierten en inmensas parábolas sin clave, y no porque carezcan de sentido, sino porque los recursos lingüísticos son insuficientes para descifrarla. No es casual que la pintura surrealista se pueda comparar con la mística. El cuadro de Magritte La clave de los sueños, donde la imagen de un huevo se asocia a la palabra “acacia”, un zapato de mujer a “luna”, un sombrero negro a “nieve”… muestra la imposibilidad de traducir las imágenes a conceptos (principio que se puede extender a toda su obra) y reclama expresamente la autonomía de la pintura (“una música compuesta de imágenes”).

No sabemos aun si La interpretación de los sueños de Freud es una obra maestra o un completo disparate. Quizás los sueños se puedan interpretar, los cuadros surrealistas no. Harían falta años de diván para desenredar la madeja mental del autor. Esto no significa que sean "cuadros abstractos”, mera composición, cromatismo, relaciones internas… En ellos se oculta una historia, pero no la podemos revelar porque los límites del lenguaje no son los límites del mundo. El lenguaje no es el código final de los demás signos y la contemplación de la obra es tan incierta como sus orígenes.

Cuando los libros de arte analizan la pintura surrealista, se produce la figura retórica del sobresentido, una versión transversal de la interpretación de los sueños. Es cierto que la misión de la estética es desvelar la verdad de la obra, pero no al precio de caer en la falsa conciencia. Aunque poco perspicaz, parece más honesto escudarse en la imposibilidad de abordar el solipsismo y los lenguajes privados. La filosofía del arte en este caso puede aspirar como mucho a una metaverdad que puede ser mostrada pero no dicha.

La pintura surrealista sólo puede ser entendida desde una teoría de lo accidental. Sus recursos productivos son la asociación libre, la intuición irrepetible, la ocurrencia puntual o el recuerdo involuntario. Muchos hallazgos se fraguaron en los cafés del París de los años 20. O en agotadoras logomaquias de buhardilla que duraban varios días. Otros salieron de los sueños artificiales del hachís o de la absenta, de las mistificaciones de las vanguardias y del modo de existencia artístico. El objetivo era ir más lejos que los demás. La frase que pone Baroja en boca de un escritor en El Cabo de las tormentas (y que cito de memoria) parece hecha a medida de los cuadros surrealistas: "Antes Dios y yo conocíamos el significado de mi novela; ahora solo Dios".

Bien pensado, la estética surrealista sólo tiene tres reglas: la ocultación del vínculo entre significado y referencia, el rechazo de los objetos que no sirven para ser pintados y el culto narcisista a la personalidad.

martes, 10 de diciembre de 2013

Diccionario filosófico. Mente y cerebro


El cerebro es el hardware o soporte neurofisiológico de la mente que hace posible el procesamiento de la información.

Ahora bien, el hardware precisa de un software o soporte lógico para ejecutarlo, es decir, necesita un sistema operativo y unas aplicaciones que funcionen (“corran”) sobre tal sistema operativo, como ocurre con cualquier ordenador.


El cerebro humano, en términos informáticos, está dotado de un sistema operativo que constituye el software básico de la mente y consta de dos componentes impresos neurológicamente en el cerebro (y cuya interna correlación está aún por descubrir):


Un sistema lógico, que son las estructuras lógicas o esquemas formales del razonamiento.


Un sistema lingüístico, que son las estructuras sintácticas o la gramática profunda de la lengua. La gramática profunda está constituida por los universales lingüísticos comunes a todas las lenguas.


A su vez, las aplicaciones que corren sobre este sistema operativo son los procesos cognitivos, es decir, los programas que utiliza la mente para el procesamiento de la información. Se trata de módulos independientes pero comunicados, como sucede con las aplicaciones de los grandes paquetes informáticos.

Tales módulos conforman, como sabemos, el denominado nivel cognitivo, el más exclusivo de los grados de la realidad, cuyas propiedades afectan exclusivamente al ser humano y constituyen el llamado psiquismo superior del hombre (ver la entrada Realidad de este Diccionario filosófico).   


Son los siguientes:

Procesos informativos, que incluyen la sensación, la percepción y las distintas modalidades de aprendizaje.


Procesos representativos, que incluyen los almacenes de la memoria (memoria sensorial, a corto y a largo plazo).


Procesos intelectivos, que incluyen el pensamiento y sus operaciones, y la inteligencia y sus tipos.


Procesos comunicativos, que incluye el lenguaje, sus características y sus sistemas gramaticales: fonológico, morfológico, sintáctico, semántico y pragmático.


Procesos afectivos, que incluye los complejos sentimientos vinculados  a la inteligencia emocional


Cada módulo cumple una función específica dirigida a procesar la información que le corresponde. El carácter modular de la mente supone, por tanto, que cada uno de los procesos cognitivos tiene características propias.

Es lo mismo que ocurre cuando estudiamos los diversos sistemas fisiológicos, como el sistema nervioso, el músculo-esqueletal o el circulatorio. Los aislamos y analizamos por separado, aunque es evidente su integración global en un organismo.

 

La analogía entre la mente y el ordenador permite a la neurociencia construir convincentes programas de simulación de los procesos cognitivos. Estas simulaciones recuerdan obviamente a los detallados menús, comandos y pantallas de las aplicaciones informáticas. Así, por ejemplo, el modelo explicativo de la percepción se compone de varios subprocesos: el procesamiento bidimensional de la imagen, el procesamiento tridimensional de la imagen, el procesamiento de la constancia perceptiva, el procesamiento semántico del patrón perceptivo, el proceso de inserción del objeto en un esquema perceptivo (entorno en que el objeto percibido se integra con sentido) y la percepción global de la realidad, en la que se ponen a prueba los innumerables esquemas perceptivos del sujeto.

domingo, 24 de noviembre de 2013

El profesor particular


Nunca se me dieron bien las matemáticas. Tengo dos hipótesis: La primera, que en la Escuela Aneja, o sea, en primaria, Don Alfonso y Don Francisco, mis maestros de escuela (¡cómo sacudían con la palmeta!) trataron de enseñar imposibles a mis tiernas entendederas. Abusar del niño era lo que se llevaba y no superé la farsa como algunos, aunque el trauma les saliera por otras gateras. Se me cruzaron los cables, y mi cerebro, no yo, se negó a tolerar más dislates. La segunda hipótesis se refiere a mi herencia genética vía bisabuelo-escritor y abuelo-periodista. Mi hermana, sin embargo, es catedrática de matemáticas. Nunca entendí las leyes de la herencia. No dejan de ser la noche donde todos los gatos son pardos, pero a falta de algo mejor no las descarto. Además están avaladas por la curiosa circunstancia de que Doña Magdalena, la profesora de lengua, nos hacía leer partes no adaptadas del Quijote y el Lazarillo, y aunque no me enteraba de nada, disfrutaba de lo lindo con las migajas y lo que daba la imaginación. Aunque no sé por qué, mis hijos han salido con una sólida vocación científica. Ella es médico y él ingeniero. Recuerdo que en COU mi hija, como una obligación insalvable por mi condición de catedrático de filosofía, me asignó el rol de profesor particular: Explícame a Platón, no entiendo los apuntes… Comencé por los orígenes del pensar, los dualismos, la teoría de las ideas subsistentes… Y aquí me cortó en seco: Tendré que aprendérmelo de memoria, pero no quiero oír hablar más de eso…

En el examen de ingreso a la enseñanza media, a los diez años, saqué de milagro la división por tres cifras con la prueba del nueve, aunque tengo que confesar que dediqué más tiempo a dominar el asunto que, por ejemplo, a la asignatura de teoría del conocimiento en quinto de carrera. Mi amigo Juanjo, mayor que yo, accedió a mis suplicas y durante meses me colmó de trucos y posibles: a cambio de mi álbum de la Liga, una raqueta de pin pon y cinco minicars fue mi primer profesor particular.

Mi primer cate sonado fue en primero de bachillerato a los once años. “Petaca” el anciano profesor de mates hizo justicia conmutativa y cambió mi empanada mental por unas hermosas calabazas. Todo se agravó cuando recurrí a mi padre para que me hiciera los deberes, cuyo contrapeso era soportar prolijas explicaciones. El nuevo profesor particular. Prestaba toda la atención al galimatías, pero aun así la cosa terminaba en voces y lágrimas cortadas de raíz por mi madre que, a su vez, nos gritaba a los dos.
Mi padre me compró un mono azul y me llevó al taller de tractores de un amigo para que “me diera cuenta” de que era preferible estudiar a trabajar en una nave pringosa. Para entender eso no hacía falta la pantomima. La lección moral era más absurda que los números irracionales. Mi siguiente profesor fue un agrio sacerdote salesiano en la escuela dominical María Auxiliadora. Por las mañanas a clase, por las tardes al taller. Una fracción, repetía Don Vicente en una tórrida mañana de agosto (mis amigos bañándose en el río), es el cociente indicado de dos números; una fracción es el cociente indicado de dos números… y así hasta mil. A ver, Campillo, interrumpió su letanía: ¿Qué es una fracción? Silencio espeso en la parroquia; insultos y vuelta a empezar. Yo no era de los peores. Como “Petaca” se jubiló al acabar el curso, dio aprobado general en Septiembre (algo que oculté a mi satisfecha familia).

En segundo de Bachillerato, en el instituto de enseñanza media, soporté las penurias didácticas de Don Pedro, un catedrático de pata negra que sabía, según parece, lo inaudito, pero que no se preparaba las clases. Se saltaba de tema, explicaba tres veces lo mismo (mejor, menos materia a digerir), se desdecía, se contradecía, se iba de clase y al volver estaba perdido. ¿Lo habéis entendido, tenía por muletilla? ¡No!, cantaban a coro diez manos en alto. No  importa, proseguía, esta tarde lo repasáis con el profesor particular. Explicaba la geometría con hilos y curvas imaginarias que recorrían las esquinas de la clase. En el examen ponía problemas que no es que no supiéramos hacer, sino que ni siquiera sabíamos qué decían (menos pedían) los enunciados. Nos salía humo por las orejas.
Mis padres me enviaron, nuevas muletas, al Colegio Español (me negué a volver con los curas). Allí una señorita compasiva con la ignorancia ajena nos aclaraba a Pedroche, de Julián y a mí los rudimentos de las propiedades de los números y las leyes del espacio. Ninguno podíamos aceptar que las líneas o las circunferencias no existieran realmente. ¿Entonces qué pintábamos allí? Las chicas, aunque en otro mundo, existían. Al fin, pude entrever lo que aquello significaba. En primer lugar, que si no entendías algo lo siguiente menos. Un día di mis primeros pasos en el algoritmo. El único inconveniente era que lo aprendido con la profe no servía para nada. Don Pedro nunca nos habla de eso, le espetábamos a menudo; son líneas paralelas que nunca llegan a encontrarse (metáfora de Pedroche). La señorita decía que no era cierto, que todo tiene que ver con todo y se aclaraba la garganta. Pero había que aprobar. Llegué a un pacto con Santi el gordo. Era un genio de los números. Al acabar Sexto y reválida se presentó a unas oposiciones de contable en la Caja de Ahorros y las sacó a la primera. Santi me pasaba los tres problemas del examen en una cuartilla, yo copiaba dos y el tercero lo hacía a mi modo. Nota: seis y medio. El problema de algunos es que quieren el diez y al final los pillan. A su vez, yo le pasaba la traducción de latín con los mismos resultados.  

Ya sólo me quedaba un curso, tercero de Bachillerato, para elegir letras y olvidarme del embrollo. Ahora el profesor de mates era el cartesiano Don Enrique. Llenaba dos encerados por clase con una caligrafía de filigrana, signos, letras, números, cadenas de demostraciones; una obra de arte comparable a los códices miniados. Al tocar el timbre, daba lástima borrar los cuadros. Para mi desgracia sólo conseguí captar el lado estético de formulas y teoremas. Nuevos cates. Esta vez, mis padres me llevaron a un viejo ingeniero de caminos, depurado por el franquismo, Don Abilio, en parte por desasnarme, en parte por echarle una mano. Seis personas nos sentábamos en la mesa del salón en torno al brasero. Peroraba durante veinte minutos de matemáticas en general, al margen de cursos y programas. En ese punto, interrumpía su jerga y se pasaba a la memoria histórica. Sus relatos eran horrendos y fascinantes. Una vez le mostré, al acabar la clase, la carta de Fernando Arrabal a Franco que acababa de leer. Le pregunté: ¿Don Abilio, lo que aquí se cuenta es verdad? Eso no es nada –me dijo-, es una parte insignificante de lo que hicieron. Es mejor que no sepas el resto. Mi curiosidad por supuesto aumentó. Después de las vacaciones de Navidad, mis padres, conscientes de lo que aprendía y de lo que no, me sacaron diplomáticamente de la tertulia de Don Abilio.

La solución universal para estas causas perdidas era Don Primitivo, el último de mis profesores particulares. Sus antecedentes se perdían en la noche de los tiempos. Según la leyenda urbana era un sabio que dominaba varias lenguas incluido latín y griego. Lo único cierto era que daba clases de sol a sol a los mismos galeotes que por la mañana estábamos amarrados al banco del instituto. Sólo para hombres, una hora de física y otra de matracas. Calculábamos sus ingresos por lo que nosotros pagábamos dinero en mano y nos parecían fabulosos. Al caer la tarde, esperábamos en el portal de su casa a que bajaran los de la clase anterior. Cuando se armaba la trifulca, los vecinos se quejaban y, tras una breve encuesta, Don Primitivo nos daba el “paseíllo”: se ponía en la puerta de la clase y al entrar por el embudo repartía a diestro y siniestro. Fumaba negro con boquilla, encendía una toba con otra mientras platicaba sobre las ecuaciones de segundo grado. Un ambiente sano; a veces abría la ventana dos minutos y más madera. Murió de cáncer de pulmón. Con Don Primitivo siempre la letra con sangre entraba. Salías al encerado de  “voluntario forzoso” y si no superabas los mínimos, vapuleo y tentetieso. A Juan Valero le preguntó cuántas eran dos por dos (estaba explicando las potencias) y como dijo cuatro lo tumbó de un directo. “Quítese las gafas señor López”, recuerdo con pavor. Una amiga del instituto femenino se asombraba: ¿En serio, le pagáis para que os sacuda? Ni con estos métodos conductistas hizo carrera de mí. Recuerdo una entrevista con mi padre en su despacho a la que pegué la oreja: Que un chico tan brillante en otras asignaturas –dijo Don Primitivo- sea refractario a la física, la química y las matemáticas (se olvidaba de las ciencias naturales).

Para saltar el último obstáculo recurrimos al enchufe. Ciertas personas influyentes aseguraron a la plana mayor del instituto que mi futuro eran las letras y que nunca más un científico tendría noticias de mí. Un aprobado rasposo y amigos para siempre. Dicho y hecho.

domingo, 17 de noviembre de 2013

El cambio, el tiempo


¿El ego, yo soy el que soy, la identidad personal? Quien comparte tu lecho por las noches hace las mismas cosas, pero nunca es el mismo ni tú tampoco; también los días y las estaciones son distintos aunque reciban el mismo nombre. El tiempo es un accidente del cambio: al producirse el cambio acontece el tiempo además de otros efectos. Ser y cambiar es lo mismo.

Los teólogos medievales consideraban que la característica esencial de Dios era la inmutabilidad. La trascendencia divina, la radical separación ontológica entre Dios y las criaturas (incluidos los ángeles) consiste en que Dios no cambia. Ego sum Deus et non mutor: algo que puede ser dicho pero no comprendido por el entendimiento humano. La eternidad de Dios es una consecuencia de su inmutabilidad. Inversamente, la eternidad de la naturaleza es la consecuencia del movimiento perpetuo. Deus et natura: lo eternamente inmóvil y lo eternamente móvil. Según algunas versiones escolásticas, contrarias a la cosmogonía judeocristiana, Dios creó el mundo no en el tiempo sino antes del tiempo (que surgió como una realidad más). También el tiempo, según la cosmología actual, se formó después de la gran explosión. Teología y ciencia coinciden por esta vez: en un principio fue el cambio.

El cambio es en sí mismo una singularidad que carece de sentido, fenómeno puro sin nombre ni concepto. No así el tiempo, algo que puede ser subsumido por el juicio determinante. Por eso San Agustín, Kant, Proust o Heidegger escribieron sobre el tiempo. Sólo los filósofos griegos (Presocráticos, Platón, Aristóteles), sendas perdidas, se atrevieron a especular sobre el cambio como la explicación profunda del ser. La imagen de la eternidad se manifiesta en cada gesto.  

viernes, 1 de noviembre de 2013

Jane Austin, impresiones e ideas


Durante mucho tiempo me interesó la filosofía, después la estética, ahora el arte. Si la vida fuera un poco más larga, algo que pedimos con insistencia a partir de cierta edad, volvería con gusto a la filosofía y acabaría por describir círculos concéntricos. Pero como dijo el filósofo cordobés, "Es mucho el quehacer y la vida breve". Por eso este verano, del 21 de junio al 21 de septiembre, he aparcado cualquier otra ocupación intelectual y me he leído una detrás de otra las seis novelas de Jane Austin. Aunque no en el orden en que fueron escritas: primero acabé Sentido y sensibilidad (la más conocida), después Orgullo y prejuicio (la mejor), Emma (la más compleja), Mansfied Park (mi favorita), Persuasión (imprescindible) y La Abadía de Northanger (la promesa cumplida).

Admiro en Jane Austin el sacrificio esencial de la vida al arte y a sus exigencias absolutas. Para mí, este es el resumen de su biografía, lo demás son chismes y palos de ciego.

Sus novelas tienen un esquema similar. Todas se construyen en torno a una mujer. Cada heroína es ella misma encarnada en las figuras de la conciencia de su siglo y en los arquetipos del eterno femenino. En realidad, la historia explícita, la razón histórica, no forma parte de su obra. Sus personajes simplemente están inmersos en la época que les ha tocado vivir. Alguna alusión al puesto de la Marina en la grandeza de Inglaterra y poco más. La historia implícita, supeditada siempre al reino de la intimidad, apunta en Austin a la inmediatez de las costumbres, a la división en clases, a la educación de la mujer, a los viajes y distancias, a la estructura familiar y al significado universal de los afectos. Sus novelas progresan siempre de dentro afuera, desde los contenidos mentales hasta la conducta individual y ahí siempre se detienen.

Es conocida la afición de la autora por los clásicos del empirismo inglés, especialmente Hume, y sus reflexiones sobre la relación entre impresiones e ideas como elementos originales del conocimiento. Primero, como ella misma sugirió, la vida brota del conjunto de percepciones simples o complejas que recibimos de las personas, del paisaje o del entorno social. Después, en las pausas del pensar, surgen las representaciones, las florescencias de una textura mental que organiza las impresiones según ciertas leyes de asociación. Un flujo inagotable de ideas que recorren el escenario de la mente y cambian a medida que otras más vivaces las desplazan. Austin nunca apuesta por la identidad personal de sus personajes favoritos, forjados en la marea de los hechos y que al acabar su recorrido son algo distinto de lo que creían ser al comienzo y en todo momento.

No hay tampoco planteamientos metafísicos que oscurezcan su obra. Es significativa la ausencia de conceptos “demasiado abstractos”. Las cosas son lo que parecen mientras no se demuestre lo contrario (lo cual ocurre con frecuencia) y el único misterio relevante del mundo es el cambio. Ser es ser percibido y la vida es un recipiente vacío que hay que llenar y vaciar muchas veces. Lo importante pesa mucho pero es lo único que hace. El sentido oculto casi no existe.

El marco social es siempre el mismo: la burguesía rural de los condados ingleses con sus núcleos de población dispersa, casas de campo, fincas adscritas al clero o mansiones señoriales. Y una rígida escala de posiciones que determina las relaciones personales. Unas relaciones limitadas puesto que se dan en aldeas o pueblos con pocos habitantes. La mayoría de las veces adivinamos con antelación con quien se casará la joven, pero lo que cuenta no es el resultado previsto sino la verdad como proceso. Una verdad que, al revés, no admite conjeturas y en la cual experimentamos deliciosos sobresaltos y versiones insólitas de un tema que en otro lugar resultarían tediosas.

Hay en todas sus novelas una iniciación al matrimonio, que una vez celebrado, excepto en Sentido y sensibilidad, donde se adivina el erotismo, deviene institución. Al final, el lector presiente el desinterés de la autora por los acontecimientos futuros. Que todas las novelas acaben en boda es una concesión al clima mental de la época: la ficción narrativa era en sí misma sospechosa; peligrosa si planteaba problemas no resueltos de antemano y prescindible si la escribía una mujer. Por eso Jane Austin ocultó durante mucho tiempo la autoría de sus obras. La literatura de la época -¡qué limitación tan grande y cuánto talento para salvarla!- tenía por definición una intención didáctica. La publicación de amores imposibles y moralmente hallados fue una constante cultural. Pero hay un abismo entre la vulgaridad sensiblera, incluso la profesionalidad del folletín, y el talento de Austin, cuyas creaciones abarcan una fenomenología completa de la educación sentimental.

Se la ha tachado de escritora conservadora, algo que resulta injusto si se comprende que nunca se complace, como el relato edificante de segunda mano, en el ethos de la época. Resulta estéril cuestionar en Austin el papel de la mujer, el trasfondo religioso o la familia patriarcal. Lo que se muestra más bien sobre ese fondo inmutable es un caudal de senderos cruzados que finalmente ponen a cada cual en su sitio: al clérigo arribista, a la amiga desleal, a la madre casamentera o a la coqueta impenitente… Los malvados son depredadores rapaces, figuras de la quietud cuyo único objetivo es cómo hacer bien el mal; también los demasiado honestos, comparsas insulsos, incapaces de aceptar la aventura de la felicidad. El tiempo, el orden de la sucesión de impresiones e ideas (como en Hume), tiene una función moral que separa las personalidades estáticas, inmorales o necias, de las que basan su vida en la alegría del conocimiento (en Austin todavía son impensables las flores del mal).

Los recursos para presentar tal sucesión son muy variados: el enredo familiar, el malentendido galante, la ironía de la heroína, la apología del ausente, la parodia del desencuentro o la frase exacta en el que la supresión de un adjetivo amenaza con quebrar el argumento (la parte que le debe a Shakespeare). Su lenguaje no es pulido sino depurado. Resulta impecable la correspondencia entre la ocasión puntual y los usos del lenguaje; por ejemplo, en los bailes, donde la descripción de los vestidos, las miradas furtivas o el cambio de pareja se tiñen de un intenso realismo lírico que nos sitúa en medio de la fiesta.

En Austin no vale formular la pregunta de si en el principio era la acción o la palabra porque son lo mismo. El diálogo, el principal uso del lenguaje (del que hablaremos más tarde), es a la vez estilo y epifanía permanente.

viernes, 18 de octubre de 2013

La ronronterapia (¿Son raros los franceses?)


¡Qué dolor!, por un descuido
Micifuz y Zapirón
se comieron un capón,
en un asador metido.
Después de haberse lamido
trataron en conferencia,
si obrarían con prudencia
en comerse el asador.

¿Le comieron? No señor.
Era caso de conciencia.
Samaniego
Un proyecto de bar à chats (bar de gatos) ha sido anunciado en Junio de este año y abierto al público el 21 de Septiembre en el barrio parisino de Marais.

La propietaria, Margaux Gandelon, según sus palabras, una apasionada de la cocina y los gatos, se ha inspirado en los nekocafés japoneses (neko es gato) para ofrecer a los parisinos un concepto original del tiempo libre. Entre los japoneses se comprende la novedad, gente acostumbrada a vivir en bloques impersonales donde se prohíbe tener mascotas y un tercio sin nadie a quien sobar el lomo. ¿Pero los afables y amistosos galos? 

El lema de Margaux es: "Ven a mi rincón, siente el olor del pan, come algo y luego intercambia un poco de cariño con los gatos". Pero, por supuesto, se trata de algo más: d’une mode à la française; y como tal conlleva una filosofía de la cultura y una concepción del hombre. No podía ser de otro modo.

Al atardecer, el bar abre sus puertas y en medio de un mobiliario de lance, mesas y sillas redondas, cartas del menú, música new age, luces neutras y almohadones lisos, se deslizan sobre sus mullidas zarpas doce mininos.
Tras la puerta de entrada, junto a los retratos de las estrellas con bigotes, un cartel anuncia las reglas del juego:

- No coger a los gatos contra su voluntad.
- Dejarlos en paz si duermen.
- No molestarlos con juegos violentos o ensayos de aprendizaje.
- No acaparar a uno durante mucho tiempo.
- Prohibido darles de comer.
- No se alquilan ni se venden.

Los clientes, mientras toman una copa o degustan una tapa, incluso cuando cenan, pueden mimar, jugar o contemplar al clan de los doce. Lo dijo Víctor Hugo: "Dios creó al gato para proporcionar al hombre el placer de acariciar a un tigre". Unas camareras se ocupan a la vez de humanos y felinos que pasan la tarde en amena sociedad (le chat, mon prochain). Y, por supuesto, se habla de gatos: su individualidad, independencia, carácter hermético. Se repasan mitos y leyendas, su fama de sensuales y malignos. Arquetipos de la belleza animal. También su lugar en las civilizaciones a lo largo de la historia. Unas discretas cámaras vigilan que los fanáticos no se pasen y los michos no arañen.

Según cuenta la propietaria del bar, la Sociedad Protectora de Animales “phare de la lutte animal en France” debía encargarse de “facilitar” el proyecto, pero por razones no aclaradas, se desenganchó. Los gatos, finalmente, fueron cedidos por otras asociaciones defensoras de la causa una vez que aprobaron el proyecto y tuvieron garantías del trato.

La financiación es también peculiar: los futuros clientes, reclutados por Internet, adelantan un dinero que recuperarán en posteriores visitas al bar en condiciones especiales. Un sistema denominado crowdfunding. Todo un hallazgo, según la patrona.

Pero, sigue Margaux, no se trata de un proyecto “todo gato”, sino que se busca más bien crear un ambiente íntimo, relajado, familiar. La decoración sin presunciones, la comida casera, las afinidades electivas, las mascotas domésticas, conforman un conjunto integrado de relaciones primarias. La idea (le déclic), no demasiado nueva, es que vivimos en una sociedad en la que predominan los grupos secundarios de carácter laboral, pero los grupos primarios (familia, vecinos de toda la vida, amigos, conocidos, compañeros, pandilla, colegas de bar y partida de mus), aunque minoritarios, son los que realmente nos importan. El café à chats intenta construir una prolongación del hogar, un entorno "egointegrador" relacionado con el intercambio de afectos, intimidades y vivencias. Se trata de ofrecer a sus visitantes un refuge temporaire à la jungle parisienne”; y, por supuesto, las especialidades de la casa: chocolat chaud, fondue de fromage, quiche lorraine o l’assiette de crudités.

A esto se suma que los franceses adoran a los animales. Acogen como uno más de la familia a cualquier especie de la escala evolutiva: tortugas, serpientes, micos, ardillas, loros, alpacas, kinkajús… Según demuestran los informes sociográficos, hay en calles, parques y jardines cada vez más mascotas y menos niños. Habría que remontarse a la civilización egipcia, donde se consideraba al “miou” un animal sagrado, para encontrar una veneración similar. Otros temas de discusión, continua la dueña, son el bienestar de los animales (le bien-être des animaux), sus derechos “naturales y sociales” y los beneficios de la convivencia mutua.  

También hay una ética gatuna detrás del proyecto. Los seguidores afirman que el ronroneo produce efectos saludables. Se trata de la "Ronronterapia". Veterinarios y expertos franceses en conducta animal aseguran que el contacto corporal y la vibración sonora del gato desencadenan en nuestro cerebro la secreción de endorfina, la hormona de la felicidad. Uno de los peligros de la ronronterapia es su carácter adictivo, por lo que es preciso seguir un proceso de iniciación “sistémico”. Emerge, pues, en París una boyante industria cultural: revistas, libros, vídeos, iluminación doctrinal y clases prácticas. Hay incluso varias escuelas de ronronterapia con principios y pautas “considerablemente distantes”. Para una, existe “una unidad esencial” entre el hombre y el animal que es preciso potenciar. Para otra, es una meta irrenunciable profundizar en la “simbiosis cultural” entre ambos. Para la tercera, más radical, el enigma de la vida se resolverá cuando el hombre desaparezca de la Tierra y deje en paz a los animales... De acuerdo, aceptamos "gato" como animal de compañía: todos deberíamos tener un perro que nos adore y un gato que nos ignore. 

Pero las críticas han empezado a llover en Internet: la Fundación Bardot reprocha al proyecto la “cosificación” (la conversión en objeto o mercancía) de los gatos. Este concepto marxista torna con fuerza al mundo animal (¿qué pensaría don Carlos si levantara la cabeza?). La presidenta de la Fundación no duda en sentenciar que "se puede, por supuesto, querer más a un gato que a un hombre: el hombre es el animal más horrible de la creación". Secuelas quizás de sus cuatro matrimonios y otras causas perdidas. La Asociación Stéphane Lambert va más allá y habla directamente de degradación: relación puramente mercantil, exilio del suelo natal, experimento dudoso y prostitución felina (los bares de gatos recuerdan en ciertos aspectos a una casa de citas).

En fin, chacun à son goût, cada uno a su gusto, algo decididamente francés. Serán los ciudadanos de la república quienes sostengan la última palabra en esta sinfonía concertante de voces y maullidos.

Ayer por la tarde, al acariciar al gato de mi vecina en la rellano de la escalera, me ha venido a la memoria involuntaria el extraordinario relato de terror de Algernon Blackwood, Antiguas brujerías; la historia de un pueblo de la Francia profunda dejado de la mano de Dios –nunca mejor dicho- cuyo hilo conductor es la enigmática frase “À cause du sommeil et à cause des chats”. No se lo pierdan, aunque no sea la lectura más adecuada para un bar à chat parisino. 
        
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Mi reconocimiento expreso al artículo de Gwendolen Aires, Le premier “bar à chats” de Paris ouvre ses portes samedi, publicado en el diario Libération el 19 de Septiembre de 2013