viernes, 21 de diciembre de 2012

Memorias del periodismo


Mi bisabuelo y abuelo fueron periodistas. Mi familia materna lo lleva en la sangre. Mi abuelo ejerció en Madrid y también en Buenos Aires. No he tenido grandes oportunidades en ese mundo aunque tampoco las he buscado. Mi relación con el periodismo se puede resumir en tres momentos.

El primero se remonta a mis años de adolescencia, cuando estudiaba cuarto y reválida en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca. Anualmente se publicaba la revista del centro: Perfil. Al comienzo del tercer trimestre se entregaba a cada alumno un ejemplar. Tenía un excelente formato, su precio se incluía en la matrícula y se editaba en la mejor imprenta de la ciudad. Firmaban en sus páginas las fuerzas vivas, incluido el alcalde y el obispo, la “gente seria”, algunos profesores y poco más. La colaboración de los alumnos se limitaba al resumen de los campeonatos escolares (si todo iba bien) y algún que otro escrito sacado con pinzas.
En uno de sus frecuentes viajes a Cuenca le mostré a mi abuelo el último ejemplar de la revista y le dije que quería publicar. La ojeó brevemente y tras mirarme conmovido, me dijo: Escribe lo que te apetezca y luego me lo traes.
En tres tardes preparé una crónica inflamada sobre mi veraneo en un pueblo de la provincia donde mi familia paterna conservaba el caserón natal. Contaba cómo sobreviví durante meses en estado semisalvaje, los amigos que hice, el tirachinas en el bolsillo, los nidos de los árboles, la pesca de cangrejos a mano, los paseos en la trilla, los baños en bolas y la dulcinea que dejé (la única vez en mi vida que he tocado la felicidad perfecta)…
Lo leyó mi abuelo y me dijo escuetamente: Me gusta, pero no es lo mismo hablar que escribir; sólo pasa en la prensa deportiva; no creo que te lo publiquen. Cuando vio la desolación en mi rostro añadió: pero te voy a ayudar.
Y me escribió un relato breve que se titulaba Un golpe de mar. Trataba de un barco de pesca en Cantabria y sus marinos (como Sotileza), su salida al amanecer, la tempestad repentina, la angustia en tierra y la vuelta con un hombre menos. Todo muy conocido, con el estilo afectado y sensiblero de Gabriel y Galán. Me gustaba más mi historia, pero la suya estaba bien escrita y la mía no. Lo presenté con mi nombre y lo aceptaron porque sabían que era el de mi abuelo (en Cuenca se conoce todo el mundo). Cuando por fin nos entregaron Perfil tuve que soportar las burlas de mis colegas hasta que terminó el curso; en parte por mi culpa, porque me empeñé en convencer a los demás de mi autoría, hasta que finalmente y por etapas (“mi abuelo me sugirió, me aconsejó, me ayudó, me corrigió...”) estuve a punto de reconocer la evidencia. Para reconciliarme con el mundo y conmigo mismo escribí, esta vez de mi puño y letra, una larga epopeya de ambiente escolar en versos ripiosos, La Abanaida, que leía entre risotadas en los intermedios de las clases. Corrieron las copias y mi fama, lo que me valió el sobrenombre nimbado de El nieto de Firtilio.

Mi segunda experiencia con la prensa fue en la Universidad, justo al final de la dictadura. Ideas y progreso era una publicación clandestina que se distribuía en las catacumbas. No estaba claro si era un periódico, un semanario o una revista mensual porque veía la luz cuando tocaba. Era gratis aunque se admitían ayudas. La editaba una fantasmal “asociación libre de estudiantes”, en realidad un conglomerado de grupos marxistas que conspiraban en el bar. También estaba detrás el POE (Partido del Orgasmo Esmerado) que tuvo dos apariciones y nunca más se supo. Querían celebrar el acto fundacional en el aula magna de la facultad. Cuando pidieron permiso al decano se limitó a comentarles: pregunten al capitán de la policía armada; es quien dirige realmente la casa. Se pasó por alto la legalidad. La reunión se hizo en el aula de exámenes donde se leyó una manifiesto a favor de la liberación sexual “a fin de fijar las líneas concretas de actuación”. El problema fue que sólo acudieron un montón de tíos barbudos que se miraban mosqueados. La segunda, “la carroza de Afrodita”: un mozo bien dotado y una chica desnudos fueron paseados por los pasillos de Filosofía en una manta tirada por los fieles (se supo más tarde que la chica era una profesional). El espectáculo tuvo un seguimiento masivo (incluidas las tías) hasta que se presentaron los grises.
La línea editorial de Ideas y progreso consistía en competir por quién era más radical en todo según reza el título de Lenin El izquierdismo enfermedad infantil del comunismo. De dónde salía el dinero para aquel dislate era el único asunto relevante. Durante el curso había exagerado mis dotes literarias ante ciertos colegas que finalmente me arreglaron una cita; quedamos un domingo en las gradas del campo de rugby de la universidad. Tras superar un interrogatorio inquisitorial se avinieron a “aceptar a prueba” uno de mis escritos. Cuando recuerdo mis devaneos con la "asociación" no entiendo cómo pudo interesarme algo tan vulgar. Mi artículo era un compendio de memeces: si el hombre es sujeto activo o pasivo de la historia; si la clase social determina la conciencia (en nuestro caso, la conciencia pequeño-burguesa, sí); si la revolución proletaria se producirá necesariamente por las leyes de la historia o habrá que darle un empujón (ahí estábamos nosotros sacando pecho y trasero). El libelo concluía con la siguiente afirmación (la única salvable): lo malo de la revolución comunista es que empiezas fusilando a los banqueros y acabas fusilando a tu padre. El artículo fue publicado una vez amputada la parte final sin consultarme. Nunca más me llamaron ni quisieron saber nada de mí. El texto se publicó con el pseudónimo de El almohade (después de todo apretaba el miedo).

Mi tercer contacto con el periodismo fue durante unas memorables jornadas filosóficas en Cuenca organizadas por el director del ICE de la Universidad Autónoma de Madrid Q.R. Había fondos frescos y buena disposición. Los mejores estaban allí: Julián Marías, José Luis Abellán, Gustavo Bueno, Fernando Savater, Carlos París, Javier Sádaba y tantos otros… Yo daba clases en el IES Alfonso VIII en sustitución precisamente del director del curso, catedrático de Filosofía en comisión de servicios. Algunas gestiones hicimos juntos. Las ponencias se celebraban en La Casa de la Cultura, dirigida por Don Fidel Cardete. El evento era de alcance en una ciudad de provincias dónde nunca pasa nada; la contribución generosa de la prensa local resultaba imprescindible.
La conferencia de apertura corría a cargo de un peso pesado: Gustavo Bueno el Oscuro, que acaba de inventarse en su último libro tres nuevas ciencias de cuyos nombres no puedo acordarme. Un chorro inextricable de voz brotaba de su razón pura. Me senté en la última fila del salón de actos con la sabia intención de salir pitando al tercer bostezo (una concesión al jefe, normalmente me voy al primero). No llevaba Don Gustavo perorando ni cinco minutos cuando el mismísimo director del curso se acercó muy agitado y me dijo: ¿Puedes salir un momento, es importante? Sus deseos eran órdenes para mí.

- Los del Diario de Cuenca (antes Ofensiva) –esos dos que nos miran- están que se suben por las paredes. No se enteran de nada (yo tampoco, susurré). Si pones un poco de atención estoy seguro de que puedes preparar un buen artículo y llevarlo al diario antes de las tres de la madrugada. Se lo entregas en mano al director y te vas a dormir; ya está todo hablado.

Corrí presto a la fila con las orejas abiertas y me puse a escribir sobre las doce. Con diez minutos de retraso me presenté en el periódico y pregunté por el director. Me recibió con una bronca:

- Es muy tarde, no sé si podremos meterlo en prensa, se lo dije, hay que ser más serio y tal y cual…

Obviamente me tocó las narices.

- Son las tres y diez - le contesté secamente-. Si no le interesa me lo llevo y no se hable más. Mañana se entiende con mi jefe.

- ¡No, no te enfades!, –cambió de forma y fondo-. Es que esta noche estoy desbordado (me partí de risa por dentro). Dámelo que se lo pase al redactor jefe. Está abajo con los demás. Ven y te los presento. (Los currantes de a pié nos miraron con humor insondable).

"Los demás" estaban en el bar del periódico tomándose unas copas. Se autoabastecían de licores y avisillos. El bar era suyo. Entraban y salían de la barra para servirse con prisa pero sin pausa. Tenían el subidón pero guardaban los modales. Aquello era algo más que una fiesta puntual.

- ¡No sé si esto me mata o me da la vida!, cantaba en tono zarzuelero el editor.

El corrector de estilo dio un traspié y casi me tira la copa encima. Me tomé dos cubatas y con diversas excusas, inverosímiles a esas horas, pude escapar de sus garras.
Al día siguiente salió el artículo. Al jefe le pareció bien y repetí la semana entera. Efectivamente, se aparejaban festejos a diario. Mi premio fue conocer de primera mano a los maestros pensadores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario