viernes, 3 de agosto de 2012

Cara y cruz de los Juegos Olímpicos


Para Ana fiel seguidora de los dioses olímpicos.

Declaro inaugurados los Juegos de Londres en la celebración de la XXX Olimpiada de la era moderna, dijo la reina Isabel II minutos después de medianoche.
Mi primera historia, la cara, se refiere al desfile inaugural de las delegaciones de casi todo el mundo, la parte más "humana" de los juegos olímpicos junto con la ceremonia de clausura.
Cada cuatro años admiramos la riada multicolor de los héroes (titulo del tema de David Bowie que atronó cuando salieron a la cancha los de casa) al son de los redobles del timbal anunciando el destino común de la especie. De nuevo disfrutamos de esa bacanal kitsch de la fama y la alta costura. ¿Recuerdan los trajes de opereta de los anfitriones? Blancos con chorreras doradas; más que aguerridos sajones parecían súbditos en tecnicolor de la emperatriz Sissi. Los norteamericanos, calados con boina, simulaban una unidad de intervención rápida en uniforme de gala. La indumentaria de la delegación española mostraba ciertos ingredientes bufonescos (como presentía Forges): los colores de la enseña estampados a empujones, hebillas amarillas, mocasines a juego (y no por casualidad), lazos y pañuelos barrocos, floripondios rojos y abanicos de boda… sólo faltaban puntas en los sombreros borsalinos y cascabeles por el cuerpo. Muy representativo de la situación actual. Estoy seguro de que el gobierno obligó a la reina a llevar el conjunto rojigualda que lucía. Aun supongo a la nobleza cierto gusto en el vestir.
A mí me gustan los uniformes atávicos (el consabido traje típico o nacional), como los que llevan esas comitivas de cuatro atletas de un país africano, descalzos, con túnicas estridentes, el abanderado con taparrabos, lanza y hueso del enemigo en la nariz. Por eso, antes que lo esencial patrio hubiera preferido para nuestros chicos/as (que nadie se ofenda) un homenaje sentido a la vida de provincias, por ejemplo, un traje tradicional de Teruel en rojo y negro, con jubón, falda adamascada, pasamanería y puntillas. Ya veremos cuantas medallas consiguen (hoy han ligado la primera de plata, con más alivio para todos que la subida de la bolsa).   
El leit motiv del evento fue un recorrido entre apolíneo y dionisíaco por la cultura inglesa (lo mejor, 007 al servicio de su Majestad, lo peor, un Paul McCartney en fase terminal). Aunque se les olvidó repasar, pongo por caso, la colonización de la India, la Guerra de las Malvinas, la intervención en Irak y la ocupación de Gibraltar… Portaron la bandera olímpica, entre otros, Ban Ki Moon, secretario general de Naciones Unidas, la brasileña Marina Silva y el gran pianista y director argentino Daniel Barenboim, este último seguramente horrorizado por la interminable cencerrada a cargo  de “bandas de leyenda” como los Rolling Stones, The Who, Queen o Sex Pistols; lo siento pero tampoco los soportaba con quince años. ¿Vimos el espectro de Cassius Clay? El honor del último relevo, antes de traspasar el estadio la llama de Olimpia (¡pobre Grecia esquilmada por los bárbaros!), correspondió a un distinguido David Beckham que llegó en lancha rápida, aunque no en calzoncillos como anunció por la mañana The Sun. El encendido del pebetero, símbolo del orgasmo universal, fue novedoso, evidente y muy celebrado. Siete jóvenes a la vez llevaron el fuego sagrado hasta el centro del universo. La pregunta del millón era si el último sería hombre o mujer, blanco o negro, rubio o moreno, porque los ingleses, ya se sabe… Pero vean el final en el video de Youtube, no les defraudará la solución que dieron para quedar bien con todos y salirse con la suya. 
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Altius, citius, fortius. Han comenzado las competiciones y con ellas el drama de la selección natural. La cruz. Se acabaron la fraternidad y los abrazos. Renace la guerra entre naciones y las miserias de la alta competición. La primera, la medicina deportiva, el auténtico protagonista del mal entre bambalinas. La segunda, sus secuelas: el cielo y el infierno, sonrisas y lágrimas, vencedores y vencidos. El perdedor da la mano al rival tras escupirse en la palma. ¡Que se jodan! (frase parlamentaria de la derecha dedicada a los parados).
En actitud contemplativa, tal que así en el sofá, contemplaba por la tarde la competición femenina de halterofilia en la modalidad de dos tiempos. Según parece, la competición femenina no entró hasta los Juegos de Sídney 2000. Una levantadora china sale al tapete o como se llame. Las torneadas curvas de la mujer convertidas en masa muscular. Evito los matices. Su cuerpo envuelto en fajas, rodilleras, muñequeras y otras vendas protectoras. No puedo entender como no se rompen por dentro mientras yo estoy dos meses con dolor de espalda por subir la compra a casa. Saluda al estilo oriental. Se embadurna las manos con polvo blanco. Suena el avisillo electrónico. Levanta a pulso la barra hasta los hombros, perfecto; parada y fonda; prosigue la subida de la mole para colocarla encima de la cabeza, instantes tensos… pero su cuerpo, no su alma, se niega en redondo. Vencida por la debilidad de la carne, unos brazos que no son suyos dejan caer a plomo la barra que rebota en el suelo. Murmullos de decepción. Se retira con la desdicha en el rostro. Y ahora viene lo peor: su gruesa entrenadora, una mujerona de rasgos oblicuos y llameantes, la fulmina con la mirada, la coge del brazo, la gruñe con saña y la aparta a empujones… Por lo menos, en los países democráticos la bronca se echa en privado. Se acabaron los colegios caros, las instalaciones de élite, las muñecas de marfil. Años de esfuerzo perdidos, de nada valen los entrenos feroces, las comidas de plástico, la obediencia ciega, la renuncia a la vida familiar y social. Su persona ya no sirve a los fines del Estado. Vaporizada. Flores y sedas para tapar montones de basura. Triste destino. Al menos los futbolistas, cubiertos de oro, hacen lo que les da la gana.

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