viernes, 9 de marzo de 2012

El quiosco


Los monasterios, las escuelas palatinas y las universidades fueron los centros difusores de la cultura medieval. Actualmente son los kioscos.

Desde las ventanas de mi casa puedo ver el kiosco del barrio: su techo de aluminio brillante, su inmenso escaparate repleto de ofertas, el cartel enorme que anuncia WIFI GRATIS (si intentas conectarte, el antivirus te advierte que la red es insegura y peligrosa). Bajo con frecuencia a la calle a observar los pormenores. Lleva razón Levi-Strauss cuando afirma que es mejor una experiencia bien hecha que mil casos sin sustancia. También me he documentado en fuentes fiables, como el portero de mi casa. Me cuenta que el kiosco es una institución antigua y con raíces. Por los años cincuenta, el primer propietario, abuelo del actual, fue Fulgencio Sandoval, un aguerrido veterano de la División Azul, cascarrabias, parlanchín y preguntón. Amigacho de todos, toleraba como mucho a los apolíticos de derechas. Su quiosco era el punto de encuentro antes del aperitivo. Vendía la prensa del movimiento y la católica, revistas del corazón, El Caso, (La Codorniz estaba proscrita, había que ir a la competencia en Cuatro Caminos para conseguirla), Roberto Alcázar y Pedrín, imagen idealizada de la brigada político-social, El guerrero del antifaz, belicoso con el infiel y un aviso a navegantes, chicle, regaliz, pipas y poco más. El padre regentó la segunda versión del negocio hasta final de siglo, una especie en tránsito, irrelevante en la escala evolutiva. Actualmente, su hijo menor, Manolo, controla un imperio del papel y otros soportes. El interior del quiosco es impresionante; recomendado por un vecino, he podido echarle un vistazo: cierre frontal con cristales de seguridad, climatización calor-frío, teléfono fijo, internet, caja registradora de última generación, televisión HD, nevera adaptada, miniaseo del tipo avión, alarma conectada a la central y toldos electrónicos. Se acabaron las miserias de antaño. 

A imitación trivial de la biblioteca del Quijote, me propongo un recorrido breve, trufado de consideraciones y desvíos por los rincones y anaqueles del quiosco de Manolo, pero sin detalles (género próximo sin diferencia específica). Empiezo por la prensa.

Decía mi abuelo materno que el mundo se divide en dos: los buenos y los malos lectores de periódicos. Los primeros (entre los que se contaba) se zampan hasta las cartas al director y los anuncios por palabras. Recuerdo que compraba el Ya por la mañana y por la tarde Informaciones. Bajo vigilancia, nunca leía en la mesa con mantel. Cuando cerraba el periódico, entrada la tarde, le decía muy en serio a mi abuela: “He leído las necrológicas y no estamos; te invito a unas gambas en El Laurel de Baco”.
Soy un pésimo lector de prensa, sólo miro por encima algunas web tras desayunar, pero creo firmemente que la mejor imagen de la democracia es contemplar la cesta que nos ofrece un quiosco. Allí se amontonan los periódicos nacionales e internacionales, generales y especializados, las revistas de todos los pelajes, independientes y cavernícolas, inteligentes y necias, avanzadas y eclesiales. ¡Si mi abuelo levantara la cabeza! Prefiero la democracia representativa a la barbarie, pero no creo en la voluntad general como norma de lo justo, ni en la delegación de los derechos civiles durante cuatro años a una caterva de políticos ineptos y corruptos, menos aun en la utilización ideológica de los derechos humanos como el aceite lubricante de los negocios bancarios…

Los diarios de alcance nacional son la auténtica academia de la historia. De tiempo en tiempo nos ofrecen a buen precio, junto con la edición dominical, toda suerte de motivos áureos: historia universal o de España, de las guerras mundiales, de la literatura, del arte, del cine, de la fotografía, de la música (he visto una historia de la cetrería). Van acompañados de abundante material multimedia. En general, son productos rancios que las firmas sacan al mercado para colocarlos a la sombra del quisco. Las grandes historias de las civilizaciones, igual que los diccionarios megalíticos y las enciclopedias de treinta tomos, son existencias muertas, víctimas irrecuperables de la revolución digital y las descargas libres.               

Otro género nunca bien ponderado es la colección por entregas. El gancho consiste en eximir al público de cualquier esfuerzo crítico. El prestigio garantiza la compra. No obstante, una antología de la Deutsche Grammophon, por ejemplo, revela, tras el análisis, su condición de maraña musical sin más criterio que vaciar el almacén de excedentes añejos. A las selecciones literarias les ocurre lo mismo. Tanto la trompetería que glosa el repertorio como la uniformidad del diseño avalan su valor ornamental en la estantería del salón. Sólo así se venden libros. La alta cultura sufre una rebaja en su calificación por culpa del quiosco. Aunque todo tiene sus ventajas e inconvenientes.

Vamos con los libros. En el quiosco se mezclan sin transición los tres niveles culturales: masscult, midcult y highcult. Hay, por tanto, libros mediocres o best sellers al lado de aceptables creaciones, divertidas, amenas o curiosas (que se dejan leer en ciertos momentos astrales), obras de autores consagrados y gruesos volúmenes de los clásicos.

Un verano intenté leer tres conocidos best-sellers con la intención de deslindar los estilemas del género. Sólo acabé el primero (el de los pilares), aunque para juzgar si una manzana está podrida no es preciso comérsela entera. Mis conclusiones: el autor trabaja con plantillas y “negros”; hay una tendencia peligrosa a la unidad entre lenguaje oral y escrito para facilitar la empatía del lector; todo está muy claro en el universo moral de la novela: los buenos son muy buenos y los malos malísimos; hay desde el comienzo garantías absolutas de que el mal perece y el bien prevalece (al revés que en la vida real); los personajes son modelos archiconocidos de cartón-piedra, como los ninots de las Fallas: el lector debe identificarlos de inmediato so pena de abandonar la lectura y maldecir el libro; aunque la narración suceda en la Edad Media, retrata una ciudad del medio oeste americano; finalmente, deben ser productos de digestión fácil para evitar quebraderos de cabeza: bastante tenemos con jodernos solitos la vida para que encima nos hagan sugerencias… Por cierto, las “ediciones princeps” no son baratas.

Soy incapaz de comprar en el quiosco libros de calidad y mucho menos los clásicos; del mismo modo, me niego a leerlos en los libros electrónicos o en el portátil. Reconozco mi purismo anacrónico en este punto. Soy un apocalíptico recalcitrante, vale. En todo caso, un libro es algo más que un objeto aislado de cultura material: su presencia efectiva comporta un conjunto de relaciones internas y externas que no estoy dispuesto a soslayar a partir del “espíritu de la época” o de la noción gaseosa de progreso.

Más cosas: los cursos de iniciación. El mercado de grandes esperanzas se abre a finales de septiembre. Cursos para aprender idiomas (predomina el inglés pero el chino despunta), de bricolaje con la excusa de los ajustes en el economía familiar, cursos para mantenerse en forma mediante toda clase de gimnasias torturantes, manuales de caza o pesca (te regalan con el primer fascículo un reclamo de perdiz o una cucharilla) o catecismos para una vida sexual sana, interesantes si tenemos en cuenta que los sexólogos son cada vez más libertinos y manejan un lenguaje esotérico. De jardinería, ebanistería, guitarra… todo un despliegue de intenciones efímeras que llegarán como mucho a Navidad. Lo que se vende es apariencia, aunque para Nietzsche la verdadera realidad son siempre las apariencias…

En lo más bajo de la cadena alimentaria están las publicaciones porno, cuyo público es para mí un misterio antropológico, la novela rosa y las fotonovelas, cada vez más apreciadas por los estudiantes de secundaria, las novelas policíacas, leídas a pie de obra por aviesos oficinistas, las de ciencia ficción serie Z, muy valoradas por los parados crónicos… Pero no encontrarás las del Oeste, una rama extinta de la sociogénesis: han desaparecido sin que nadie haya publicado todavía una tesis doctoral sobre las innumerables causas del trágico deceso.

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