domingo, 30 de octubre de 2011

La incomunicación 2. Las subculturas


- Ahora se hace llamar Madre Devi. Interviene en las actividades del ashram. Inversiones, inmobiliarias, desgravaciones de impuestos. Es lo que siempre había querido. Serenidad mental dentro de un contexto empresarial.
Don DeLillo, Ruido de fondo

La incomunicación está vinculada sobre todo a las diversas subculturas. Los sociólogos hablan, entre otras, de subculturas asociadas al sexo, a la edad, a la profesión, a la clase social, a las creencias religiosas, a los valores morales o a las ideologías políticas. Hay otras subculturas más sutiles que también propician la incomunicación: las preferencias sexuales, el estado civil o, simplemente, los colores de tu equipo…

He dedicado tres de mis entradas favoritas a la subcultura vinculada al sexo, en concreto a la subcultura de la mujer, que muestran lo que llamo “debilidades femeninas”: las cremas de belleza, la adicción a la moda y la fijación por las muñecas. Tres aspectos que los hombres jamás podremos comprender en su mismidad.
Inversamente, tengo la sana intención de llenar el blog con tres artículos dedicados a la subcultura masculina: la manía del fútbol, la inmadurez crónica y el machismo. Puestos a comparar, que no es posible por la barrera de la incomunicación, la vida me ha enseñado que las mujeres, en general, son más inteligentes, más sensibles y más personas que nosotros.

Seguimos con la cosa. Por más que me estrujo el magín no puedo entender por qué las mujeres tienen que sacar del armario toda su ropa, zapatos y complementos (cinturones, pañuelos, bolsos, pulseras y fruslería) cada mañana para elegir el atuendo que lucirán en el trabajo. ¿No es más fácil, pregunto, hacerte cada noche un mapa mental de tus trapos favoritos? Incluso me parece un pensamiento que invita al sueño. Pero no. Cuando los espantados maridos salen de la ducha y entran en el dormitorio se encuentran una montaña de materia amorfa distribuida de forma aleatoria por los cuatro puntos cardinales. No se puede dar un paso. El infeliz necesita una pala para exhumar sus pertenencias. Asume resignado que no hay solución para el caos. Lo mejor es tirarlo todo por la ventana, incluidos los muebles, y crear desde la nada. Sin embargo por la noche el cuarto recobra su apariencia normal. Un ciclo cósmico digno de los presocráticos.  

Al revés. Cuando la mujer “manda” a su marido a la compra (no incluyo aquí carnes, pescados, frutas y verduras) con un carrito de cuadros escoceses y vuelve al cabo de tres horas (ha ido al banco, se ha encontrado a un conocido con el que se ha tomado unas cañas, se ha parado en la ferretería y en la agencia de viajes), trae el pedido completo… y una serie de cosas que no estaban en el guión:
- Una botella de licor de kiwi (no le gusta, pero el envase es precioso).
- Una tijera de sierra (no le hace falta pero es original).
- Una lata de paté francés (cuesta como el resto del pedido).
- Tres botellones de zumo de tomate (si te llevas el lote no pagas uno).
- Una lata de dos kilos de fabada (por si no hay tiempo de hacer la cena).
- Unos alicates aislantes (por si hay que arreglar un enchufe).
- Una linterna de campaña (por si se va la luz) y un paquete de pilas (por si acaso).
- Una caja extra de muesli integral (porque ha leído que favorece el tránsito).
- Dos bombillas de bajo consumo…
El varón domado accede a comprar lo que le piden (y sólo lo que le piden) cuando la señora le somete a una curva mantenida de aprendizaje mediante refuerzos negativos por evitación y escape, además de a castigos varios por acción y omisión. 

Paso a la edad. Los recuerdos de mi juventud me llevan a casa de mi tía Guadalupe en la calle Leganitos, donde algunos domingos por la tarde nos invitaba a mí y a mis hermanos a merendar (cualquier protesta se cortaba de raíz).
Era viuda de un coronel del Estado Mayor, un aguerrido defensor del tabaco que pagó su adicción al rubio sin boquilla con una muerte prematura. Descanse en paz el tío Sebastián nimbado en su nube tóxica.
Jamás descifré el código hogareño de mi tía (sospecho que una clave era el mal gusto, otra el horror al vacío y la tercera los males de la soledad). En la entrada había un sombrío aparador donde guardaba la vajilla de boda y la cubertería. Vestigios de un mundo perdido. Encima del mueble había un búcaro con caramelos que se soldaban a los dientes con sólo  mirarlos. Al lado, un zorro polvoriento, cola enhiesta y ojos de cristal, no envejecía mientras mi tía se hundía en la noche de los tiempos. En el estrecho pasillo que conducía al salón se abría el hueco de una hornacina con un jarrón de cristal y dos gladiolos (todo un símbolo); al píe, una placa rezaba: no te olvido. Es difícil imaginar la vida diaria con ese cartel delante. En el cuarto de estar, una radio PHILIPS de color hueso emitía seriales monocordes; enfrente, brillaba el cristal de una vitrina repleta de pacotilla: exvotos de papel, velas de cumpleaños, elefantes de cristal, premios de la tómbola, medallas militares, sorpresas del roscón y un busto del caudillo. Sobre la chimenea de mármol, una urna-hucha con un Sagrado Corazón te miraba fijamente aunque cerraras los ojos. Una puerta daba al dormitorio donde se veía el dosel violeta del lecho y una bolsa de agua caliente encima. En la pared, aunque no se usaba, estaba más vivo que nunca un juego de baño con palangana, espejo redondo con marco de madera y jarras de latón en los flancos. Debajo de la cama se ocultaba un orinal de loza (¿era algo más que una reliquia?).
La tía Lupe nos daba de merendar unas tazas aguadas de café con leche. En una bandeja de cerámica con el borde roto traía unas pastas de jengibre y canela cuyo sabor no era de este mundo. Al terminar rezábamos de rodillas un misterio del rosario… Cuando nos despedíamos extenuados, nos daba por turno besos, una peseta de papel y la estampa de la Virgen.

Acabo, por no agotar como mi tía, con la subcultura profesional que mejor conozco: en demasiadas ocasiones los profesores viven la ficción de comunicarse con sus alumnos (otra subcultura). Lo cierto es que el flujo de información no fluye en ninguna de las dos direcciones. El profesor busca un resquicio de luz en las tinieblas porque es intolerable asumir lo que 
sucede realmente. Pregunte a cualquiera que imparta en un centro público y le dirá la verdad.
El alumno, por su parte, no se traga la farsa, excepto si el profe pasa consulta o median amores sagrados o profanos. El joven, realista a pesar de la edad, tiene intereses definidos en el lance. Lo que pretende es sacar ventaja y poco más. Visto al revés, con más poesía: no es que los alumnos no te hagan caso, es que aunque quisieran no sabrían hacerlo. En el fondo, es lo mismo que ocurre con los hijos (otra subcultura inabarcable).
En las sesiones de evaluación de los alumnos de la ESO, el etnocentrismo del profesor brilla con luz propia. Las consabidas frases: no estudia, no hace los deberes, no participa en clase, habla y molesta, hay que llamar a sus padres… que no acuden a la cita o vienen a increpar al tutor porque su hijo es un alumno sin tacha ni baldón. Lo cierto es que al alumno, a los padres del alumno y a los padres de los padres del alumno no les interesa lo más mínimo la educación reglada, el estudio, los profesores o las aulas. Su perspectiva vital es totalmente ajena a la instrucción. Mandan a su hijo al centro a regañadientes (podría trabajar y traer un sueldo) porque les obliga la ley. Por su parte, el chaval acude al instituto a pasárselo bien con sus amigos (“otras almas perdidas”), aburrirse lo menos posible, hincar el codo cero e incordiar lo más posible a sus verdugos. 

Ni creí en su  momento ni creo en absoluto en la Enseñanza Secundaria Obligatoria. Es igual que el mito griego de Procustes.
Procustes era el dueño de una posada en la región de Ática que tenía un peculiar sentido de la hospitalidad: eran los viajeros quienes tenían que ajustarse la cama y no la cama a los viajeros. Si eran bajitos y la cama grande, los estiraba cruelmente hasta que dieran la talla. Si eran altos, les cortaba los pies y las piernas para que se acomodaran al lecho. 

domingo, 23 de octubre de 2011

La incomunicación 1. El etnocentrismo



Le embargaba la agradable ilusión de sentir afecto por la gente. Totalmente olvidable toda ella. Y un poco solidaria, un poco egoísta, a veces cruel, pero sobre todo divertida.
Ian McEwan, Solar

Un fantasma metafísico recorrió Europa por los años cincuenta: el fantasma de la incomunicación; fue otra secuela de los horrores de la guerra y se extendió como un reguero de pólvora por Francia e Italia (los ingleses se toman las guerras de otro modo).

Corrieron ríos de tinta literaria y filosófica sobre el infierno de la soledad, desgarradores metrajes sobre el fracaso de las “relaciones humanas”, exposiciones repletas de la nueva liturgia, rituales espesos sobre la trascendencia del sexo, conferencias herméticas sobre la “desrealización”, charlas trascendentes perfumadas de ron, modelos sobrios de bigote y perilla, atuendos existenciales, estilos macilentos de vida, personajes insólitos (e intratables) que vivían del cuento, autores intelectuales del suicidio… de los demás, apologetas refinados del onanismo mental, jergas de la autenticidad, profesionales del ser y la nada.


En nuestro país nos enteramos a medias del asunto porque la censura, el integrismo religioso y el subdesarrollo económico impidieron que la moda calara. Después el término desapareció y quedó relegado a los inocuos manuales de psicoterapia humanista. Una historia olvidada.


Actualmente la incomunicación se reduce a una patología marginal de contados adolescentes (en general, los más listos). Obviamente, las nuevas tecnologías les permiten “estar conectados” a todas horas, lo que genera un exceso de comunicación (véanse “las redes sociales”) y un código menos complicado que el de los chimpancés. Además es fama que los jóvenes pueden atender a tres o más pantallas a la vez y recibir los mensajes sin ruidos ni interferencias: si estudian: tablet, e-book y pizarra digital; si se divierten: Ipod, play3 y televisión. 


Hay diferentes enfoques sobre la incomunicación: filosófico, semiológico, psicolingüístico, sociocultural… a mí el que realmente me pone es el último, el más directo y universal. Para comprenderlo hay que recurrir al concepto sociológico de “etnocentrismo".

El etnocentrismo es la tendencia a evaluar los patrones culturales y subculturales propios como correctos y los ajenos como extraños, inadecuados, absurdos e incluso inmorales; por tanto, la cultura propia (o cultura de origen) es superior a las demás, que se analizan comparándolas con y desde un sistema normativo único.

Pongamos algún ejemplo de etnocentrismo para ilustrar mejor su relación con la incomunicación.

Hace tres años fui contratado por la Agencia de Cooperación Internacional para formar parte de un equipo interdisciplinar encargado de dirigir y realizar los planes de estudios y los libros de texto de un país del África Central. Estuvimos allí durante cuatro semanas a lo largo de varios meses. Lo poco que asimilé de su fascinante cultura se lo debo a Carlos, el secretario de la embajada española, que tuvo la santa paciencia de contestar a las innumerables preguntas que le disparé sobre lo que miraba pero no veía. Me consta que, a pesar de llevar varios años allí, tampoco él entendía muchos de los lances y ofertas del mundo circundante (lo cual reconocía con toda humildad). Poco a poco conseguía superar la incomunicación.

En la tercera semana de nuestra estancia, allá por mayo (el clima es indiferente porque siempre es el mismo a lo largo del año y a lo largo del día) dimos con nuestros huesos en un cómodo, respetable y recién inaugurado hotel de la capital. 
La costumbre de mi panda era reunirnos al caer la tarde tropical en la cafetería del hotel, situada en la planta baja. Al amor del aire acondicionado (sólo allí he probado sus delicias) nos sentábamos en una mesa y pedíamos cervezas heladas y raciones de pescado. El primer día sólo percibí confusas sombras a mi alrededor. Falté el segundo por exceso de trabajo pendiente. El tercero, ya sin disimulos, tres muslosas señoras nos preguntaron con sonrisa marfileña si nos importaba su agradable compañía. Como nadie dijo nada, lo interpretaron como un sí. Iban vestidas seguramente con sus mejores galas, exiguas en todo caso. Pidieron refrescos. Sabían que éramos profes y lo que estábamos haciendo. La conversación giró, por tanto, sobre los consabidos temas, inevitables y tediosos, de nuestra profesión (ni siquiera allí pude librarme de esta carga), aunque se dirigían a nosotros con un pathos sensual y cimbreante.
La cosa pasó a mayores. Comenzaron primero a acercarse, luego a arrimarse y después a utilizar las manos (y cuando digo “maniobrar”, quiero decir “maniobrar”). En general, no me importa que me metan mano en un hotel del África Central pero me gusta saber por qué. C
omo no entendía lo que pasaba (decididamente un defecto profesional) opté por abrirme cortésmente y subir a mi habitación.
A la mañana siguiente, por mera discreción no les pregunté a mis colegas en qué había parado la cosa. Por los ecos que me llegaron, el reparto de papeles fue desigual, que de todo hay en la viña del Señor.

Prostitución es, dijo Carlos; el oficio más viejo del mundo. Pero tiene sus rasgos especiales. Para empezar las señoras no son profesionales: son mujeres normales, estudiantes, trabajadoras y también, en alto porcentaje, casadas; el marido no se entera ni quiere enterarse, y si se entera mira para otro lado. Además no se lo toman como un acto cabal de puterío. Su intención es propiciar una fiesta emocionante y un juego de fin de semana. Por supuesto, hay remuneración como en cualquier diversión organizada; el revolcón no es gratis. El hotel favorece los felices encuentros, permite usar las habitaciones y regala preservativos si llega el caso. Desde su punto de vista no hay nada morboso en esto. La única conciencia culposa es la tuya, matizó Carlos, anegada de vicios y virtudes (en lo único que pensaba en ese momento era en los prospectos de prevención contra el SIDA).
Además, prosiguió mi guía espiritual, la invitada a tu aposento espera que la trates antes, en y después del acto como a una amiga y una conquista, no como una mercancía. 
Hay que tener en cuenta que el cristianismo ha tenido una influencia epidérmica en su cultura tribal, añadió Carlos. Lo adoptan, pero lo adaptan a sus usos y costumbres. Un sacerdote católico amigo mío tiene dos mujeres (la poligamia es normal) y tres hijos. Cuando le pregunté hace tiempo si creía que la situación era compatible con la doctrina oficial de la Iglesia, se limitó a contestarme, mientras le daba la papilla de cereales al pequeño: “un buen padre debe comprender los hábitos de sus fieles y vivir exactamente como ellos”. La jerarquía eclesiástica de la que dependía su parroquia se limitaba a enviarle escuetas circulares muy de vez en cuando en las que “se recomienda atenerse a los principios morales de la Iglesia Católica”. La comunicación funcionaba…

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Por otra parte, el etnocentrismo no es sólo cultural sino subcultural, sin duda el más extendido. Por su particular enjundia lo dejamos para la próxima entrada.

lunes, 17 de octubre de 2011

De lo bello y sus formas



Con la debida modestia y todo tipo de reservas, pretendo seguir el rastro al término “belleza”. Una palabra mágica que todo el mundo emplea en múltiples contextos y aplica generosamente a los seres que le circundan (dioses, personas, animales o cosas). Pero como diría un reputado dialéctico: la pregunta no es qué cosas son bellas, sino qué es la belleza en sí misma.

Me enfrascaré en los textos de los maestros pensadores desde los inicios hasta donde considere que la cosa me supera, me aburre o carece de causa; hurgaré curioso en las obras que tratan el concepto de belleza: por ejemplo y para empezar, el Hipias mayor de Platón o la Poética de Aristóteles. Tampoco sé con certeza qué autores están dentro o fuera del círculo de tiza.

Comparto mis notas en el apartado del blog Mis lecturas filosóficas.

La Real Academia Española de la Lengua incluye, entre otras, una definición general y otra con significado estético del término "belleza":


1. Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas.


2. La que se produce de modo cabal y conforme a los principios estéticos, por imitación de la naturaleza o por intuición del espíritu.


La primera fue acuñada probablemente en la época en que se fundó la real institución (1713) por iniciativa del ilustrado Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y duque de Escalona (Wikipedia). A primera vista, la definición incluye al menos cinco peticiones de principios todavía más complejas que el término definido.


La segunda, más certera a priori, es anterior a la Academia y parece un collage compuesto de las ideas estéticas de la filosofía aristotélica y la escolástica medieval. Nada que objetar: la Real Academia limpia fija y da esplendor y poco más.


Una u otra, las premisas del razonamiento son bastante escuálidas. Provisto de tan ligero equipaje me pongo en marcha y ya veremos, si es que vemos algo. Las pongo por escrito.


Ocurre que el término “belleza” puede ser usado pero no mencionado en un metalenguaje preciso. O sea: con el respeto obligado a su gramática es lícito hacer un uso masivo del término pero no pasarse de listo. El lenguaje natural está bien hecho, por tanto hay que dejarlo en paz y no hacer preguntas que desfiguren sus límites (Wittgenstein). Debemos centrarnos en la función coloquial, en la que nos encontramos a salvo de problemas abstrusos. Todos entendemos lo que quiere decir “un bello vestido, un bello caballo, una acción bella, un cuadro bello o una bella mujer”. Prescindamos de la función metalingüística en la que solo abundan tipos muy raros.


En mi opinión, el término “belleza” es un comodín del lenguaje que a nadie molesta. Tratemos de traducir los ejemplos anteriores a términos empíricos (o técnicos) y veremos lo fácil que resulta. Todo encaja a pedir de boca.

Invito a practicar el juego “un mundo sin colores”: no vale utilizar la palabra bello, belleza y palabras de la misma raíz. Cada vez que se infringe la regla se paga prenda: el culpable debe aportar un “objeto material” (lo espiritual no vale) que considere bello. Por ejemplo, una falda y así sucesivamente. He jugado varias veces y no pasa nada; entre otras cosas, porque utilizamos en su lugar la palabra “bonito”. Pero esta palabra procede del latín bonus cuyo significado original es bien distinto y además su aclaración semántica nos llevaría a otro laberinto similar al que ahora nos atrapa. “Bueno y Bonito”, dos términos inextricables (no “barato”).

Aunque es evidente que un viaje al corazón de la filosofía no debe acabar así. Las palabras (Sartre), Palabra y objeto (Quine), Cómo hacer cosas con palabras J
ohn L. Austin, Las palabras y las cosas (Foucault), cuatro enfoques del mismo problema.

La definición estética plantea problemas todavía más urgentes.

Valgan de aperitivo las palabras de Fernando Zóbel, uno de los pintores más representativos de la pintura abstracta: No sé muy bien lo que es “un cuadro bello”. La palabra belleza se ha vuelto muy sospechosa, y no sabemos muy bien lo que entiende la gente cuando la emplea. Yo por lo menos la utilizo poco para evitar confusiones. La frase “cuadro bello” tiene cierto sentido inconsciente a temática decimonónica: a crepúsculos y desnudos suntuosos, a nocturnos con cipreses y agonías históricas. Perversamente se piensa en el tema y no en el cuadro. Yo diría que un cuadro es bello cuando cumple claramente su intención. En ese sentido, claro que me interesa. Todo cuadro es nueva búsqueda, y cuando culmina es aportación. Cada lienzo nuevo es una aventura, aunque no se trate de ogros y dragones.
Más madera.

Definir la belleza (referida a las artes plásticas, a las que en el fondo se apunta) como “lo que resulta agradable a los sentidos y causa placer” es simplificar en exceso y una visión incompleta. La belleza incorpora elementos sensibles relacionados con la percepción, pero también con el resto de los procesos cognitivos: la imaginación, la memoria, el aprendizaje, las emociones y sobre todo el pensamiento. La belleza es, finalmente, una construcción intelectual. Pero tal construcción no es unívoca sino polifacética. El interés del arte estriba ante todo en su concepción perspectivista. Nunca la belleza es idéntica a sí misma sino singular e irrepetible: por tanto, ajena a la definición y al concepto; la belleza no contiene esencia.

Tremendo.

Otrosí. Cada época histórica ha mantenido su particular criterio de belleza; para simplificar mediante el tópico: la belleza entendida como canon, armonía y orden en el Arte griego; como equilibrio estructural de los elementos en el Arte medieval; como exuberancia ornamental y expresión de intensas pasiones en el Arte Barroco; como proporción equilibrada de formas y volúmenes en el Arte Neoclásico; como sentimiento de lo trágico y lo sublime en el Romanticismo... Cada teoría del arte presenta una idea de lo bello distinta e inconmensurable.

Imposible una síntesis.

Además, no sabemos si la belleza es un valor objetivo o subjetivo. Las teorías objetivistas sostienen que lo que hace bella a una obra son sus propiedades internas. Cuando atribuimos el valor estético, lo atribuimos a la obra de arte en sí misma. La belleza se basa en la constitución de la obra, no en las apreciaciones personales de un eventual consumidor.

Las teorías subjetivistas sostienen al contrario que lo que hace bella a una obra, no son sus propiedades internas sino la contemplación: como cualquier valor, finalmente es el resultado de la estimación de un sujeto. 
Seguimos igual.

Por último, toda obra de arte está constituida por un conjunto de elementos que pueden ser presentados por separado: estilísticos, simbólicos, metafóricos, conceptuales, discursivos, narrativos, poéticos, expresivos, contextuales, etc. Pero entre ellos no aparece la belleza. ¿Es acaso el resultado de la conjunción astral de algunos o todos los elementos?

Más difícil todavía.

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Esto puede sonar algo cínico: no tengo fe en que la expedición concluya con éxito. Es más, no me interesa especialmente lo que sea la belleza en sí misma ni sus derivados. Si algo detesto en este mundo es el esteticismo. Lo que me mueve a seguir es la cantidad ingente de temas asociados, colaterales, anexos, implicados, convergentes o contrarios que puedan salir de los arbustos como perdices en batida mañanera. Por ejemplo, en el Fedro platónico, a propósito de la belleza de amar, hay dos exposiciones dentro de la exposición, una de Lisias y otra de Sócrates, en las que se analizan las desventajas del amor, sus engaños, argucias, intereses y maldades. (O cómo la función latente del matrimonio es tapar este agujero y por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo…)


Deseo embarcarme en “una aventura intelectual” en el sentido que diera Ortega a la expresión: mientras que las ciencias particulares tienen de antemano delimitado su objeto, la filosofía es una búsqueda de lo desconocido como tal. Un filósofo, según Ortega, es un ojeador que inicia su andadura ignorando lo que indaga. Sus hallazgos son espectros que cobran vida subitánea. Filosofar es desvelar lo inhóspito en su acepción radical.


El científico, una vez fijada la fórmula exacta, se dedica a transformar el mundo para bien o para mal, mientras que el filósofo entiende su actividad como un saber con el cual y sin el cual todo sigue siendo tal cual (la cita no es de Ortega sino de mi profesor de filosofía en Cuenca, Don Alberto del Pozo)… Se método es el respeto a la belleza y a la fragilidad de las cosas. El mismo que sostiene Zóbel.

¡Grandes maestros, a fe mía!

miércoles, 5 de octubre de 2011

Pensamiento único


Es evidente que hay muchos puntos de vista sobre lo que se ha dado en llamar la “crisis actual” (en realidad, la gran estafa): económico, social, ético, político, jurídico... También hay un punto de vista filosófico.

El núcleo de la reflexión filosófica sobre la crisis actual estriba en la idea de que el liberalismo económico, el capitalismo de libre mercado, es una economía natural. Intentaremos esclarecer el problema.


El naturalismo tuvo su origen en las teorías de la economía clásica. Se entiende por "economía clásica" las teorías fisiocráticas y librecambistas del siglo XVIII que afirmaron conocer las leyes de la actividad económica; unas leyes análogas, según esta escuela, a las que había descubierto la física-matemática de Newton.

La economía clásica postula la existencia de un orden económico natural que la razón puede descubrir. Los economistas liberales presentaron sus teorías como si fueran explicaciones sobre hechos naturales, exactamente igual que si se tratara de leyes físicas. Las leyes económicas que la razón descubre son equivalentes a las leyes de la física-matemática.

La economía, aunque se ocupa de hechos sociales, es por la objetividad teórica de sus conocimientos y la efectividad práctica de sus predicciones una “ciencia positiva”. Entre los representantes de la economía clásica hay que citar, en primer lugar, al fisiócrata Quesnay (1694-1774) y después a los fundadores del liberalismo económico, Adam Smith (1723-1790), Malthus (1776-1834) y Ricardo (1772-1823).

Las leyes universales de la economía, según esta escuela, son las siguientes:

1. Ley del interés: la utilidad o beneficio individual es la única fuerza que interviene en los fenómenos económicos.
2. Ley de la acumulación: la utilidad social se identifica siempre con la consecución y suma de los intereses individuales, sin que signifique nada diferente.
3. Ley de la armonía: la búsqueda individual de la utilidad no provoca antagonismos ni conflictos sociales, sino todo lo contrario.
4. Ley de la libertad: la máxima utilidad social es el resultado de la máxima libertad de competencia.
5. Ley de la oferta-demanda (equivalente a la ley de gravitación universal): la libre competencia entre privados determina las condiciones óptimas del mercado.

La aceptación del liberalismo clásico como una ciencia universal de las relaciones económicas comporta determinadas consecuencias:

- Culturales: la economía de mercado es el único modelo económico que garantiza el funcionamiento correcto de las instituciones de una sociedad: entre otras, la familia, el poder político, el sistema educativo, la moral, la religión, la ciencia, la tecnología o la medicina.

- Sociales: El modelo capitalista sólo puede realizarse adecuadamente en el marco de una sociedad clasista, dividida según las diferentes capacidades personales, el éxito individual y el acceso a la riqueza de cada cual. Una sociedad fundada en los derechos naturales a la seguridad, la libertad, la igualdad ante la ley y la propiedad privada.

- Políticas: el único sistema político acorde con el sistema capitalista es el Estado liberal de derecho, cuyos principios son el imperio formal de la ley, la división de poderes y la garantía de los derechos y libertades individuales.

- Éticas: el modo de producción capitalista propicia la realización ética del hombre, pues la felicidad, resultado de la búsqueda del interés individual, se identifica con el bienestar material, es decir con la posesión y el disfrute de bienes. Los bienes materiales, causa final de la felicidad, dependen de la riqueza, por lo que tal felicidad puede ser objeto de una precisa cuantificación. El valor en cambio de la felicidad es el dinero.

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Lo mismo que la teología de Tomás de Aquino (siglo XIII) sigue vigente para la Iglesia católica, los principio dogmáticos de la economía clásica (siglo XVIII) también lo están para la internacional de derechas, especialmente la española.

A la luz de estos dogmas y considerandos, trate el sufrido lector de analizar la crisis que nos devora, la situación caótica del mundo mundial, en particular la de nuestro país (así como las soluciones que la derecha autóctona nos propone y por qué). Se le invita además a que haga un análisis crítico de los supuestos fundamentales de la economía clásica (la auténtica madre del cordero de lo que está cayendo).


Diez ejemplos:

Uno de los más conspicuos líderes “neocón” de nuestro país ha dicho hace poco que “ser de izquierdas es perder el tiempo”. ¿Se comprende ahora el sentido de su deseo?

¿Se percibe por qué los ideólogos del capitalismo se proponen como solución cuando forman parte del problema?

¿Se intuye por qué se acepta que la corrupción de los poderosos sea un efecto desviado (aunque lógico, asumible) de un cuerpo firme de doctrina?

¿Se ve por qué la ingeniería financiera que nos arruina se considera un uso incorrecto (aunque mejorable, como cualquier tecnología) de las leyes económicas?

¿Se entiende por qué la socialdemocracia se debate vacilante entre negar o mejorar las reglas del sistema?

¿Se explica por qué la gente vota a los representantes del capital puro y duro a pesar de los pesares? ¿Por qué los políticos de la derecha pueden decir o hacer cualquier cosa, hasta la más inverosímil, sin que tenga ningún efecto en los sondeos electorales?

¿Se advierte por qué el poder político está supeditado al poder económico?

¿Se distingue por qué pasan por "ciencia de la buena" las declaraciones tendenciosas de las agencias de calificación?

¿Se adivina por qué el Estado del bienestar es incompatible con una supuesta ciencia de los fenómenos económicos?

¿Se vislumbra por qué nadie (excepto los de siempre) acepta que la crisis actual es la confirmación de la quiebra del sistema capitalista?