lunes, 12 de septiembre de 2011

Ética para mi sobrina



Hablaba hace días con una de mis sobrinas, participante del 15-M.
Cuando le pregunté por sus planteamientos y empezó a largar, comprendí enseguida lo cándidos que resultan algunos indignados. Su opinión (trufada en el barullo de las asambleas, en las que todos los gatos son pardos) era que el final de la crisis pasa por una profunda regeneración moral” (¿les suena, a que sí?): nuevos valores, nuevos principios, nuevos proyectos. Torcí el gesto a mi pesar y un bostezo avisó de su inminencia… traté de disimular, pero mi sobrina, por esa infalible intuición femenina, se dio cuenta. Frenó su discurso fundamentalista, manoseado en las acampadas urbanas, y, amoscada por mi falta de respeto a su fe racional, me soltó de sopetón: "Bien, ¿y tú qué piensas de la ética?".

La educación de la juventud al estilo socrático no ha sido nunca mi especialidad (ni mi inclinación natural, ni siquiera con mis hijos), a pesar de haber dedicado más de tres décadas a la enseñanza. Pero esta vez me apetecía decir algo.

Para empezar, sobrina, le dije, no existe algo que sean “los valores morales”. Nadie se ha tropezado con un valor en el trabajo. Ni siquiera aparecen en los sueños. Son entidades abstractas y, lo que es peor, puramente especulativas. Pero no son inocentes. Creer en los valores (¡en una jerarquía de valores morales!) es creer en la ética como la marca blanca de cualquier religión mundana o trasmundana. Siempre estamos dispuestos a levantar una nueva iglesia, porque con los conceptos éticos encajamos a empellones lo que pasa por el mundo.

Nos engañamos. El hombre es un ser curioso, inteligente, inquieto, disfruta al descifrar lo que ocurre alrededor; es más, sin la voluntad de conocer nuestra especie hubiera sido inviable: ¿por qué ponernos unos antifaces gramaticales que nos tapan la visión?, ¿por qué fijarnos en lo que “debiera ser” y no en la belleza de las cosas mismas?, ¿por qué utilizar el don de la imaginación para engendrar quimeras?

En realidad, no actuamos por valores morales, sino por intereses concretos, egoístas (amor de sí, amor propio), por motivos cambiantes y contradictorios; por nuestra constitución fisiológica, por los haces de instintos que proceden de la filogénesis, por motivos internos, intrapsíquicos, que incluso desconocemos, por las pulsiones innatas, ¡aleatorias!, del temperamento, por los rasgos de nuestro carácter adquirido en la familia y la escuela (y, sobre todo al margen de ambas), por nuestra educación intelectual y emocional; también por las metas, objetivos y modas que sobrevuelan la cultura... Los valores morales se reducen a biología, psicología, sociología y poco más.

No confiaría en nadie que fuera excesivamente honesto. Además, cuando alguien perora sobre valores morales apunta siempre a los sombríos conceptos de la antropología metafísica. Huid de los sacerdotes, los sublimes, los profundos, los profetas, los santos, los predicadores, los profesionales del bien y del mal, los depositarios de valores eternos… ¡Así habló Zaratustra!

¿Qué decir de los principios?: Se debe hacer tal cosa siempre y sin condiciones. Lo cierto es que los principios no valen para nada. Sería más honesto decir: “yo actúo así porque me da la gana y además no puedo evitarlo, aunque no se lo aconsejo a nadie”.
Supongamos un principio razonable (excesivamente razonable): hay que ser tolerante con las ideas de los demás.
En primer lugar, depende de cuáles sean esas ideas (le recordé a mi sobrina que los politicastros y mercachifles que nos han desplumado también tienen “ideas”). 
En segundo lugar, no todos los mensajes orales o escritos que pretenden orientar se pueden considerar ideas (la mayoría son ocurrencias vanas, farsas programadas, sermones taimados, escoria política, mentiras arteras). 
En tercer lugar, las tonterías, por ejemplo, que oigo por la radio (tertulias, magazines, informativos, entrevistas) ni siquiera detentan la potencia de ser o no respetadas, están en el limbo de las pamplinas; simplemente las oigo medio dormido o apago sus ecos con fastidio.

Por cierto, uno de los mitos de la democracia representativa (que debemos a su fundador, Rousseau) es la sacralización de la Verdad Ética y Política que la voluntad general establece a través del voto. Pero si algo resulta ilusorio son los principios teledirigidos de un agregado social compuesto por millones de personas. La norma estadística no es el reino de la libertad, sino el reino de la vulgaridad (literalmente, de las opiniones populares), la mediocridad (del irrelevante punto medio) y la inconsistencia (de unos ideales erráticos) que comparte la mayoría. La idiosincrasia de la clase media. ¿Por qué son respetables?

A propósito de la llamada “moral paradigmática”. Imaginemos que alguien fuera capaz de actuar siempre por principios morales: para cada decisión una regla, para cada situación un modelo, para cada problema una fórmula. ¿No es fácil suponer que al final de cada día se preguntase consternado ante un espejo: quién demonios soy exactamente?

El hombre de principios: autoritario, dogmático, arbitrario, narcisista. Un residuo del siglo XIX. Bueno para la novela de costumbres.

¿Nuevos proyectos? Un proyecto moral es un conjunto organizado de normas que regulan un ámbito de la acción. Los Diez mandamientos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el pacifismo, el feminismo, la antiglobalización... Pero nadie puede ser deísta, humanista, pacifista, feminista o anticapitalista todo el tiempo. Se trata de una santidad inalcanzable, heroica, inmensamente gravosa y aburrida…

Excepto en los hábitos cotidianos (¡benditas rutinas que nos preservan de nosotros mismos!), nadie actúa mediante proyectos coherentes. Aceptamos que la vida se basa en la diferencia, la dispersión, la incertidumbre, el error. En consecuencia, actuamos según una ética de circunstancias: un mundo que nos invita a elegir entre una cantidad impensable de bienes y males.

En una ética de circunstancias, la única saludable, damos saltos mortales de un proyecto a otro (y cuantos más mejor). La principal virtud, la que realmente perfecciona la condición humana, no es la bondad, la honradez o la justicia, sino el polifacetismo: en un mismo día podemos ser egoístas y altruistas, espiritualistas y materialistas, voluntaristas e intelectualistas, formalistas y eudemonistas, ascéticos y hedonistas… La vida, un prisma de infinitas caras.

Además, la misión latente (¿o manifiesta?) de los códigos es impedir que pensemos con “nuestra propia cabeza”. ¿Qué acciones caben o no, cuáles están dentro o fuera de los principios de un proyecto? En ese instante de duda, de reflexión, los paladines de la iglesia se ofrecen como las claves exclusivas del invento… mientras el entendimiento y la conciencia quedan relegados a un segundo plano o simplemente eliminados.

Nietzsche en El origen de la tragedia y Sartre en El idiota de la familia, concluyeron con argumentos similares que el mundo de la vida sólo puede ser conocido por el arte y especialmente por las artes textuales; la filosofía entendida como sistema ético es un lenguaje paralelo, extraño, contrario a su sentido profundo. La vida, una singularidad del cosmos.

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