domingo, 17 de abril de 2011

Tres cuentos de terror 1. El vino del aquelarre


La idea de la vida como felicidad y mal, plenitud y abismo, tiene su expresión magistral en el relato de Arthur Machen (1863-1947) El polvo blanco (Vinum Sabbati). Este cuento inimitable, tallado en roca volcánica, es una extrema plasmación literaria del azar, el riesgo, la identidad, la disolución, el dolor cósmico y la voluntad de poder.  
Machen, escritor galés de perfil ecléctico, es el creador de un relato de terror renovado, con elementos naturalistas (el llamado terror a pleno sol o la naturaleza como ámbito de teofanías), misterios paganos cuyos ecos resuenan en ciertas tradiciones olvidadas (el dios Pan, ondinas, faunos y sátiros obscenos) y estilemas procedentes de la novela gótica (experiencias místicas, ominosas mansiones y fantasmas justicieros).
La narración se sitúa en Londres. El centro del relato es un aventajado joven, Francis Leicester, graduado en leyes. Se trata de un individuo cuya existencia resulta indiferente a todo lo que conocemos por desenfreno; tras terminar su licenciatura decide aislarse como un ermitaño en la casa paterna, junto a su hermana, para completar su formación y convertirse en un estimado jurista. Pero el sobreesfuerzo del estudio, el encierro persistente y la vida sedentaria acaban por socavar su salud. La hermana advierte el cambio y decide consultar al médico de familia, el doctor Haberden, quien receta al agotado Francis un específico que preparará por casualidad el fámulo de una vieja farmacia. A partir de ese momento el joven mejora a ojos vistas, sus síntomas desaparecen y su estilo de vida cambia por completo: sale al atardecer y vuelve puntualmente al alba.

Creo que daré una vuelta; parece que tendremos una noche agradable. Mira el resplandor del crepúsculo. Es como si se estuviera incendiando una gran ciudad y, allá abajo, entre las casas en sombras, diluviara sangre.

Una de las confidencias insoportables que hace a su hermana es que ha reconocido en la ciudad a un compañero de carrera, un tal Oxford, que le ha mostrado, noche tras noche, los senderos de una felicidad que no conoce límites ni condiciones…
Sin embargo, el exceso de una dicha prohibida (acaso la única pensable) no conducirá a Francis a las estancias luminosas de la sabiduría, como pensaba Blake, sino a las sombras nefastas de la corrupción.
Aparecen los primeros estigmas del mal en forma de manchas negras en las manos; más tarde se trastorna su mirada en un destello maligno y, finalmente, pierde su identidad y se transforma en alguien (¿algo?) imposible de describir. A partir de esa etapa sin retorno, en el ocaso de su perdición, Francis o quienquiera que sea, se refugia en su estancia para no ser nunca visto, oído ni tocado.
La investigación del médico, la hermana, el farmacéutico y un químico, amigo del doctor, revela que por un azar irrepetible del tiempo, que todo lo confunde, los polvos inocuos que se utilizaron en la receta, contenidos en un frasco perdido en los anaqueles de la farmacia, se transmutaron en el llamado Vinum Sabbati o vino del aquelarre con el cual se preparaba la pócima fantástica que bebían las brujas antes de iniciar sus ritos depravados.

Todo aquel que lo había bebido encontraba a su lado a un compañero, una figura seductora de atractivo ultraterreno, que le llamaba aparte para compartir goces más exquisitos, más sutiles que el estremecimiento de cualquier sueño, y así consumar el matrimonio del aquelarre. Es difícil escribir sobre estas cosas, sobre todo porque esa figura que atraía con sus encantos no era una alucinación, sino por espantoso que resulte decirlo, el propio hombre. Mediante el poder de aquel vino del aquelarre, unos cuantos granos de polvo blanco en un vaso de agua, el tabernáculo de la vida se partía en pedazos y la trinidad humana se disolvía, y la serpiente que nunca muere, que duerme en el interior de cada uno de nosotros, se hacía intangible, se exteriorizaba, revestida de un envoltorio carnal. Y luego, a media noche, se repetía y volvía a presentar la caída original, y se representaba de nuevo el acto atroz encubierto tras el mito del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Tales eran las nuptiae sabbati.

El final del joven es atroz. La visión fugaz de su rostro, que se vislumbra de perfil en la ventana del piso superior donde habita, lleva a su hermana a los límites de la desesperación. Al final, el engendro maligno se convierte en una masa viscosa en la que se adivinan unos ojos llameantes, una criatura del infierno que se desploma sin vida terrenal, golpeado por la azada benevolente del doctor, entre negros y humeantes borbotones.

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