lunes, 14 de marzo de 2011

Diccionario filosófico. Felicidad


Hay dos formas de entender la felicidad: como hábito o como epifanía. Como moral paradigmática o como moral enigmática.

La primera entiende la felicidad como autorrealización, perfeccionamiento y modo de vida. Así la concebía la cultura griega a través de las distintas figuras de la conciencia ética: el guerrero homérico de la Época oscura, el héroe trágico de Sófocles, el filósofo ateniense, el sabio de la época helenística… Posteriormente, el santo cristiano, el caballero medieval, el cortesano renacentista, el burgués moderno, el obrero revolucionario…

Mientras que la primera versión de la felicidad se centra en la construcción de la identidad personal con arreglo a unos cánones de actuación susceptibles de una mejora indefinida, es decir, hábitos, la segunda se funda en lo contrario: en la presencia de ciertos sucesos irresistibles, la ausencia de leyes, la influencia de causas remotas, la ignorancia de patrones históricos o existenciales.

Dice Giorgio Agamben, al comienzo de su artículo Magia y felicidad, que Walter Benjamin sugirió en una luminosa ocasión que la primera experiencia traumática del niño (su primer contacto brutal con el principio de realidad) no es que los adultos tengan la capacidad de imponerle un mundo que exige una comprensión lenta y costosa, sino la incapacidad de los adultos para la magia.

Aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y nuestras fatigas no puede, en efecto, hacernos verdaderamente felices.

La siguiente invocación de Agamben a favor de una moral enigmática es también concluyente. La escisión insalvable entre las dos versiones de la felicidad, oscura para la mayoría de los filósofos (cegados por dar razón de la felicidad paradigmática), no se le escapo al genio infantil de Mozart, quien en una carta al abate Bullinger, preceptor y amigo de la familia, dice:

Vivir bien y vivir feliz son dos cosas distintas, y la segunda sin duda no me sucederá sin algo de magia. Por eso debería ocurrir algo en verdad fuera de lo normal.

(¿Es posible que el genio de Salzburgo pensara más tarde que sus grandes óperas formaban parte de su vida habitual como compositor? No lo creo. Recuerdo la carátula de una grabación de Las bodas de Fígaro en la que se veía a un coro de ángeles sosteniendo la partitura. Ese es el sentido de la felicidad).

La felicidad no es un estado habitual sino un momento puntual. La felicidad como epifanía, como magia o enigma, no depende de las capacidades adquiridas y los hábitos, sino de la presencia de ciertas claves azarosas, de un ábrete sésamo, de un encuentro inesperado, del genio de la lámpara, del don de los dioses, de la gallina de los huevos de oro, del azar, de la coincidencia de los astros.

La esencia de la felicidad no es la duración sino el instante, no la sabiduría sino el misterio, no la virtud sino la fortuna.

Frente a la concepción paradigmática de la moral, la felicidad nunca es algo que se pueda conseguir mediante el esfuerzo, ni tampoco un regalo que se pueda merecer o una actitud que se pueda aprender.

Pero nosotros (el niño en nosotros) no sabríamos qué hacer en absoluto con una felicidad de la que podamos sentirnos dignos. ¡Qué desastre si una mujer nos ama porque nos lo merecemos! ¡Qué aburrimiento la felicidad como premio o recompensa de un trabajo bien hecho!

La felicidad huye en primer lugar del sentido del deber, después de los principios, más tarde de la virtud, finalmente de cualquier elaboración racional. La felicidad no constituye ninguna figura de la conciencia en la que el sujeto fija y define, es decir posee, su objeto.

Es más, quien cobra conciencia de ser feliz es porque ya ha dejado de serlo.

La auténtica felicidad mantiene con el sujeto una relación paradójica: los felices nunca son conscientes de serlo, excepto en la magia, la única figura de la conciencia en la que un hombre puede decirse y sentirse feliz, pero no saberse, porque tal felicidad es algo que no le pertenece.

El mito del paraíso terrenal debe ser interpretado de este modo: el castigo por la expulsión es la imposibilidad de conservar el estado de felicidad permanente que nos estaba reservado. A partir de aquel momento, el hombre está condenado a esperar sin saber lo que le espera.

El hombre puede ser infeliz de forma constante, pero no lo contrario. La suposición de un paraíso en el que somos felices todo el tiempo es una sublimación de nuestras limitaciones y carencias.

Otra versión del paraíso perdido. La frase que se atribuye a Kafka: Existe la esperanza, pero no para nosotros, no significa que la felicidad no exista, ni que no pueda alcanzarse, sino que es imposible interpretar, propiciar, predecir, anunciar sus fugaces apariciones. Quizás nunca se presenten.

La anterior sentencia de Kafka (que recuerda las sombrías estancias de los juzgados de El proceso) debe ser entendida así: existe la esperanza, pero no depende de nosotros.

Hay en todo hombre un destino trágico y un destino mágico. El primero exige de nosotros la fortaleza de ánimo y la voluntad, pero su fuerza vital es el dolor. El segundo es la puerta angosta de la felicidad. El resto son hábitos.

La concepción mágica, enigmática, de la felicidad es la única posibilidad de transitar por la senda olvidada de una ética superior.

1 comentario:

  1. Querido Franz,
    Tú que fuíste capaz de vivir al pie del Castillo, bajo la forma de la cucaracha, en la casa de los magos que fabrican oro, tienes razón. "Existe una esperanza, pero no para mí".

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