lunes, 28 de febrero de 2011

El urinario de Mr. Mutt



En 1917 se fundó en Nueva York (como no podía ser de otro modo) la Society for Independents Artists (un remedo de su equivalente en París). Por el módico precio de seis dólares (unos treinta euros actuales) cualquiera podía airear alguna de sus obras en la sala de la flamante institución.
Marcel Duchamp, uno de los socios, molesto, según parece, por ciertos excesos verbales y la forma pretenciosa de organizar el evento, decidió desafiar la tolerancia de sus colegas mediante la presentación con pseudónimo (Mr. Mutt, “el caballero vulgar”) de La fuente. Se trata de un urinario como los que hay en cualquier servicio público de caballeros.

El comité de selección consideró que la exhibición de La fuente tenía algunos inconvenientes. Para empezar, no se veía la belleza por ninguna parte. Además una fatal anticipación de la realidad asociaba fácilmente "aquel objeto" con la actitud previsible de algunos graciosos. Otra de las dificultades era cómo y dónde colocarlo: ¿Anclado en la pared a la altura de un WC?, ¿elevado sobre una tarima de color blanco loza? Obviamente, no merecía ocupar el centro de la sala, en un lugar apartado era una invitación a la micción, en los lavabos una provocación. En resumen, el enojoso asunto, pensaron juiciosamente los miembros del comité, podía calificarse sin más de “broma de mal gusto”.

El resultado inicial fue que La fuente nunca se presentó en la Sociedad de Artistas Independientes (ni siquiera apareció en el catálogo de la exposición, a pesar de que Mr. Mutt abonó religiosamente los seis dólares). El autor de la ocurrencia mingitoria, una vez revelado el secreto de su identidad, dimitió por razones obvias de su condición de miembro. El escándalo estaba servido…

Al cabo de unos días, todos, incluido Duchamp, se habían olvidado del embarazoso asunto. Sin embargo, otro de los socios, Walter Arensberg, judío y, por tanto, inteligente, decidió seguir el juego y comprar La Fuente. Sin embargo, el urinario no aparecía por ninguna parte. Tras una minuciosa búsqueda, resucitó detrás de un falso tabique de la sala (obviamente, alguien lo ocultó para evitar cualquier tentación surrealista). El resultado diferido fue que la obra se hizo famosa. Hoy La Fuente forma parte de la historia del arte.

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¿Habíamos llegado por fin a la muerte del arte? Por supuesto que no. Reírse sin más del arte es celebrar la propia ignorancia y Duchamp era, ante todo, un tipo perspicaz. Además, es imposible fulminar la especificidad del arte sin recurrir al pensamiento, por lo que, detrás de las ruidosas manifestaciones, se abría paso un nuevo espacio intelectual sin paletas de colores ni golpes de cincel.

De entrada, La fuente plantea una pregunta genérica sobre la definición del arte: ¿Qué hace que una producción plástica sea considerada como tal?
El autor intentó demostrar con La fuente (en general con su concepción de los ready made) que se pueden crear obras de arte sin fabricarlas: basta con la elección (o la modificación accidental) de ciertos objetos de uso común para conseguirlo. Lo que confiere sentido artístico a la obra reside ahora en el acto de elegir. Tal y como formuló el propio Duchamp: que el Sr. Mutt haya hecho con sus manos La fuente o no, carece de importancia. Él es quien la ha elegido. Ha tomado un artículo común de la vida de todos los días, lo ha colocado de modo que su significado útil desapareciera, ha creado un nuevo pensamiento para este objeto.

La técnica de creación de los ready made se ha denominado “descontextualización de patrones prefabricados dotándolos de una nueva idea”. Consiste en sacar a un objeto de su entorno para que, una vez eliminado su significado habitual, adquiera otro distinto y luminoso. Un urinario es un útil de la vida cotidiana (nunca algo estuvo más cerca de nosotros); un material en serie que se puede adquirir en cualquier comercio del ramo y que en sí no contiene ninguna cualidad estética, sea oculta, añadida o sobrentendida (como ocurre, por ejemplo, con las obras del Pop art, de Andy Warhol). La descontextualización asigna desde la nada al objeto un aura cultural que lo legitima desde el instante de su fundación y supone la condición de su existencia. De este modo se trasmuta milagrosamente el significado de un material acabado (industrial) en otro esencialmente distinto (artístico) sin variar un ápice su facticidad.

¿Ahora bien, de dónde procede el aura que convierte a un objeto vulgar en una obra de arte? Depende, probablemente por este orden, de quién elige (en este caso, un artista reconocido que ya había puesto en circulación otros polémicos ready made); de cuándo elige (Duchamp esperó a la fundación de la citada sociedad para sobreactuar); de cómo elige (hay que reconocer que la puesta en escena logró el efecto deseado); a cuáles y cuántos se dirige (colegas dispuestos a quedarse con la boca abierta, fotógrafos reconocidos, amigos famosos, revistas especializadas, galerías hambrientas de novedades y negocio, un público abierto a “la evolución imparable de las artes plásticas”, una minoría intelectual comprensiva con la idea de la “desacralización del arte”).

La obra original, de 60 cm de altura, se ha perdido; se conservan dos versiones: la de Sydney Manis, de Nueva York, de 1951, y la de la Galería Schwarz, de Milán, de 1964, las tres exactamente iguales.

lunes, 21 de febrero de 2011

El mito de la identidad personal


Decía el gran maestro del ajedrez Miguel Najdorf que ciertas jugadas hacían temblar el tablero. Es lo que consiguió en un terreno similar el filósofo escocés David Hume (1711-1776), representante del pensamiento ilustrado, con su crítica acerada del concepto metafísico de “identidad personal”.
En mi opinión, las consecuencias últimas de esa demolición a veces no se han valorado en su vertiginoso alcance.

Imaginemos a un convicto por asesinato que lleva recluido diez años en un centro penitenciario. Su cuerpo ya no es el mismo que cometió el crimen. Sabemos que las células se renuevan constantemente. También las de ciertas áreas cerebrales. Por otra parte la estructura psicológica del culpable (aceptemos la posibilidad) ha podido regenerarse por completo en un sentido moral y amoral, positivo o negativo (y según para quien).
¿Es o no es la misma persona de hace una década? Si alguien contesta que sí, deberá exponer sus razones. Podría aducir que la identidad personal se basa en la continuidad y el orden que la memoria confiere a los recuerdos. Pero es obvio que el penado podría recordar el delito y no ser el mismo (serían, además, los recuerdos de otro).

No existe, un “yo pienso” que sea el sustrato permanente de nuestra experiencia interior. Tal principio, llámese sustancia pensante (como creía Descartes), alma (como suponían los antiguos filósofos o las religiones espiritualistas), persona (síntesis permanente del ser humano) o personalidad (si tiene un sentido estático y unitario), no puede en ningún caso ser percibido, observado ni experimentado. Se trata de de un principio especulativo, una conjetura no verificable.

Otro ejemplo: te has levantado un domingo por la mañana después de la juerga del fin de semana con una resaca de considerables proporciones (yo me niego / y en ese espejo no me reconozco). Lo que tú seas delante del espejo -diría el filósofo escocés, seguramente comprensivo con las dosis elevadas de licor de malta- es un conjunto de impresiones puntuales (sed, somnolencia, arrepentimiento, nerviosismo, mareo, perplejidad…) que no desfilaron por el escenario de tu vida la noche anterior. Lo único que hay, en sentido estricto, son dos haces de vivencias paralelos y diversos; la memoria, si es que recuerdas los acontecimientos, no es lo mismo que la identidad personal, ni garantiza tal hipótesis.
Hume diría que la imaginación acepta la certeza tranquilizadora de la identidad personal, aunque una vez que ha sido sometida al tribunal del análisis, sabemos que ha basado su causa en nada. Obviamente, entre mis impresiones internas, no descubro alguna que sea la “identidad personal”. Por otra parte, la categoría lógica y gramatical de sujeto (lo que está por debajo y soporta los accidentes) no es una figura de la realidad.

Tercer ejemplo: cuando te casas, quien comparte tu lecho hace (o no hace) por las noches las mismas cosas, pero, en cualquier caso, no es el mismo (igual que las estaciones y los días son distintos aunque reciban el mismo nombre).

¿Es acaso el aprendizaje el fundamento de la identidad personal? La función del aprendizaje consiste en fijar determinados haces de impresiones que nos resultan beneficiosos. Aunque aprendemos tanto lo que nos beneficia como lo que nos perjudica. De hecho, lo que tiene en común las terapias de modificación de la conducta, reorganización de los esquemas cognitivos o estructuración analítica de la personalidad... es, obviamente, la negación de la identidad personal. Los hábitos y las costumbres no son la identidad personal, sino la repetición de impresiones similares.

Tampoco lo son los conocimientos o las producciones intelectuales. Todos nos hemos quedado pasmados con las interpretaciones tan hondamente dispares de un mismo libro (por ejemplo, el Quijote) que hemos consumado a lo largo de los años.
O el escritor que al releer sus desgastadas páginas (a veces las de ayer por la tarde) se pregunta desconcertado: ¿A quién se le habrá ocurrido este montón de sandeces?     

La vida consiste en esa permanente mutación de los haces de impresiones a la que estamos sometidos desde el nacimiento hasta la muerte. (Así, pues, con la muerte el mundo no cambia, sino cesa). Ocurre que para preservar la constancia de nuestro equilibrio mental, el psiquismo no es consciente a corto plazo de las imperceptibles variaciones que nos constituyen en la diferencia (Yo soy el acto de quebrar la esencia: / yo soy el que no soy).

La persona de la que te enamoraste, con la que te casaste y has convivido durante tantos años hasta envejecer (lo sabes de sobra) nunca es la misma (ni tú tampoco). Los recuerdos de nuestras escenas biográficas más lejanas (de infancia y adolescencia, / de mi juventud dorada; / de esta segunda inocencia) son fantasmas que nos resultan aun más extraños que los amigos que conocimos entonces (Dalí decía que recordaba el momento glorioso en que su madre lo entregó a la luz).

Dos casos atípicos en los que la transición de la potencia al acto (en términos aristotélicos) es brusca y subitánea: el héroe puntual que realiza lo imprevisible (no el héroe de las epopeyas, que lo es todo el tiempo) y el converso religioso que cambia su visión tras caer fulminado del caballo.

A modo de inventario.
Bien pudiera ocurrir que permanezca encarcelado alguien al que no condenó un juez. Si está recluido (nadie dice que no deba) es por razones sociales, no por razones ontológicas o reales. La colectividad, para preservar la cohesión social, hace culpable de sus acciones a un sujeto que no es de este mundo.
En el caso de la resaca dominguera, sufrimos y nos culpabilizamos (si es así) por algo que hizo una máscara desvanecida en la fiebre del sábado noche.
Por lo que respecta, a la persona que comparte nuestro lecho, podemos aceptar gozosamente que cada noche hacemos el amor con otro.
Dicho sea de paso, ¿quién no sido alguna vez héroe de circunstancias o converso alucinado (o ambas cosas)?

Para los sesudos recalcitrantes: cualquier reflexión consistente sobre ser y tiempo debe abordar, antes o después, esta crucial aporía.

Las pinturas futuristas de Marinetti, el célebre Desnudo bajando una escalera de Marcel Duchamp, las fotografías de Eadweard Muybridge, (yo al menos lo entiendo así); el Wilhelm Meister de Goethe, el Zaratustra de Nietzsche, los personajes de Proust, el Ulises de Joyce, los espejos de Borges, Leviatán de Paul Auster… me atrevo a decir que la buena literatura presupone la disolución del mito sibilino de la identidad personal.

viernes, 11 de febrero de 2011

Blow up


Insisto en mis recuerdos de cineclubista durante mi época de estudiante universitario. Nos pasábamos el día metidos en la Filmoteca Nacional (tres películas al día); en realidad, era una buena forma de no hacer los deberes y cultivar como compensación el ego sabihondo.
Las películas de Antonioni (1912-2007) eran por entonces objeto de peregrinación entre los cinéfilos de los colegios mayores, especialmente El desierto rojo, El eclipse, La aventura, La noche y Blow up. De todas tuve la oportunidad, durante los años setenta, de hablar copiosamente con mis amigos del Cine Club San Agustín y también de escribir algunos comentarios para su revista Fundidos.
Blow up, realizada en 1966, es mi preferida por ser la única que no ha sufrido los estragos del tiempo. La mayoría de los fantasmas de Antonioni se han perdido en el limbo de la historia y ya no interesan a nadie: la farsa del matrimonio burgués, el desencanto crónico, los silencios que se cortan, la incomunicación, la inadaptación de la clase obrera, la estética de los descampados, el existencialismo a la italiana…
Blow up, con un reparto estelar que responde a las expectativas, (David Hemmings, Vanessa Redgrave, Sarah Miles, Peter Bowles y la modelo Veruschka von Lehndorff), fue producida por Carlo Ponti y obtuvo la Palma de Oro al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Cannes de 1966. El guión está basado en el relato de Julio Cortázar Las babas del diablo, del que Antonioni sólo toma el núcleo argumental (el significado completo del film es completamente distinto al de la narración): un fotógrafo profesional descubre, al revelar y ampliar un carrete de fotografías, algo que a simple vista no había sido capaz de observar.

http://www.literatura.us/cortazar/babas.html

La banda sonora está compuesta por Herbie Hancock y aparece en una secuencia el grupoThe Yardbirds. El título Blow Up es simplemente un término técnico del lenguaje fotográfico y se refiere a la realización de una gran ampliación durante el proceso de revelado.

Hace menos de una semana cenaba con mi amigo el pintor asturiano Manolo Linares, de paso por Madrid para preparar una exposición. Poco dado, en general, a la “charla profunda”, prefiere otros temas más livianos (y yo le respeto aunque me tenga que morder la lengua). Sin embargo, esto no quita para que a veces intercale entre col y col alguna suculenta lechuga. En esta ocasión me soltó a bocajarro, mientras se zampaba unas tortitas con nata bañadas en chocolate amargo: "a partir de los sesenta años, el hombre entra en la edad de la memoria" (una curiosa variante de las tres edades del hombre). De entrada, la sentencia me asustó. Para quitarle hierro amplié hasta la niñez la edad de la memoria, sugerí que la idea estaba impregnada de ecos luctuosos, que daban ganas de hacer testamento, que a los sesenta comienza la vida… y ante el giro que tomaba la conversación sonaron los claros clarines, Manolo cambió de tercio y volvimos a la crisis.
Al día siguiente, buscando en el baúl de mis recuerdos (un mueble real, no imaginario), encontré entre los papeles amarillos la reseña que hice para la proyección de Blow up en el cine Club San Agustín el día 18 de Marzo de 1971. Milagrosamente (ya que la norma es más bien la disonancia) hoy pienso lo mismo del film y esa aparente identidad personal me ha liberado por el momento de darle más vueltas a las verdades de mi amigo. Me voy a limitar a resumir, con leves retoques sintácticos, las falacias y razones de aquel folleto.

Un fotógrafo de moda, en el doble sentido del término, artista por afición, toma a escondidas una serie de instantáneas de una pareja que se adentra en un solitario parque de Londres. Cuando se marcha, la mujer, que se ha percatado del objetivo indiscreto, le sigue y, tras abordarle, le exige el carrete. La energía de la escena despierta la curiosidad del fotógrafo que aplaza la decisión hasta que la mujer le acompañe a su estudio y le aclare los motivos “del interés por sus malditas fotos”. En el estudio, está dispuesta a entregarse (con bastante complacencia) para conseguirlas; el fotógrafo le sugiere, como manda el buen gusto, que se calme y se vista; luego le entrega un carrete, aunque, por supuesto, no el del parque. Tras un apasionante revelado, la ampliación de algunas fotos (guiada por la mirada de la mujer mientras su acompañante la besa) muestra en la espesura una mano empuñando un arma y una sombra indefinida tendida junto a un árbol. El fotógrafo retorna de noche al parque y descubre el cadáver de un hombre en el lugar de la mancha que muestra la ampliación.
De nuevo en su estudio, los negativos, las fotografías y las ampliaciones han desaparecido. En vano llama a la mujer (el número que le ha dado es tan falso como el carrete). Intenta convencer a un amigo (metido en plena fiesta de alcohol y drogas) para que le ayude a desentrañar el misterio… y, al final, agotado y sin crédito, se queda dormido en una habitación.
Al amanecer, envuelto en las nieblas de una mañana lluviosa, vuelve al parque, pero el cadáver ha desaparecido. La secuencia final del film es imprescindible: un grupo de mimos detiene su camioneta junto a una pista de tenis en los aledaños del parque. Un chico y una chica se cuelan en la pista y simulan una partida sin raquetas ni pelotas, mientras los demás atentos contemplan el juego. De pronto, una de las bolas lanzadas salta por encima de la valla y los jugadores le piden con la mirada y los gestos al fotógrafo, un espectador más, que la devuelva. Con parsimonia la recoge del suelo, la mira, la palpa y, convencido, la lanza a la cancha…

En la rueda de prensa posterior a la proyección, Antonioni dijo: Necesitaré al menos otro film para explicar Blow up.
Efectivamente, el realizador ha transformado el relato inteligible de Cortázar en una parábola sin clave. Es evidente que se trata de una reflexión sobre el arte, pero ¿cuál es el hilo conductor? Se ha hablado, con demasiadas pretensiones, de la escisión entre el arte y la vida; de la diferencia entre realidad y representación; de la contraposición entre teoría y práctica; de la sustitución de la realidad por las apariencias (esto me gusta más; si me interesara la política, les contaría lo que realmente ocurre y lo que pretenden que creamos).
Para mí, hay dos versiones convincentes del film.
La primera se resume en la frase de un viejo profesor conquense que definía así el auténtico saber: la filosofía es una actividad con la cual y sin la cual todo sigue siendo tal cual. La afirmación es ampliable al arte. La misión última del arte consiste en levantar delicadamente el velo que oscurece el sentido del mundo y después dejarlo caer. Su realización completa, si es fiel a la definición, jamás optará por transformar la realidad; pero no por impotencia (miran la lista de colaboradores de cualquier diario), sino por un respeto sagrado a la fragilidad, trasparencia y belleza de las cosas.
La segunda versión queda recogida con lucidez diamantina en la tesis escéptica (una de las pocas reflexiones que me creo hasta la médula) que se atribuye a Gorgias, el gran sofista siciliano que vivió en el siglo V a. C.:
Nada existe; pero si existiera, su verdad no podría conocerse; y si se conociera, no podría comunicarse mediante el lenguaje.

El complemento perfecto de esta visión intemporal y enigmática es el retrato que hace el film de los rasgos culturales de aquel Londres de ensueño. El mundo de la alta costura y sus flexibles modelos, trajes ajustados de cuadros blancos y negros, estampados de fantasía, minifaldas que nunca brillaron con más sex-appeal, interminables pantys blancos, zapatos de tacón multicolores, ojos y labios barrocos, maquillajes de máscaras venecianas, peinados de princesas egipcias, decoración heterogénea al estilo del pop art.
También la ideología de la liberación sexual: repárese en las relaciones eróticas del protagonista con todas las mujeres que aparecen en la cinta: la modelo del estudio, la bella del parque, la compañera del pintor, las “reinas de la pasarela”, las dos teenagers in love, la encargada del anticuario… O los partys de la gente sofisticada, cargados de marihuana (todavía no se atrevían las imágenes con las rayas de coca) y whisky de malta, las abigarradas shops de antigüedades, los coches descapotables, los esotéricos conciertos de las caverns.

http://www.megavideo.com/?s=seriesyonkis&v=BMXW7CXV&confirmed=1

domingo, 6 de febrero de 2011

Una visión marxista de Nietzsche


Georg Lukács, El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler.

El “encargo social” que la filosofía de Nietzsche viene a cumplir consiste en “salvar”, en “rescatar” a ese tipo de intelectual burgués, en señalarle el camino que haga innecesaria su ruptura y hasta todo conflicto serio con la burguesía; camino en el que pueda seguir abrigando, e incluso se acentúe en él, el agradable sentimiento de ser un rebelde, al contraponerse tentadoramente a la revolución social “superficial” y “puramente externa” otra revolución “más profunda”, de carácter “cósmico-biológico”. Una “revolución” además, que deja en pie, íntegros, intactos, los privilegios de la burguesía y que defiende apasionadamente, sobre todo, la situación de privilegio de la intelectualidad burguesa, imperialista y parasitaria; una “revolución” dirigida contra las masas y que confiere al temor que los privilegiados de la economía y de la cultura tienen a perder sus prebendas una expresión patético-agresiva en la que se disfraza su miedo y su egoísmo.
Este camino que Nietzsche traza, no se aparta nunca de la decadencia, profundamente entrelazada con la vida de los pensamientos y los sentimientos de esa capa social. Pero el anunciado conocimiento, puramente introspectivo, proyecta finalmente sobre la decadencia que denuncia una nueva luz: es precisamente en la decadencia donde alientan los auténticos gérmenes, preñados de futuro, de una verdadera y sustancial renovación de la humanidad.

Y este “encargo social” forma, por así decirlo, una armonía preestablecida con las dotes, con las íntimas tendencias discursivas y con el saber de Nietzsche. Como a los círculos sociales a quienes va dirigida la influencia de Nietzsche, lo que ante todo preocupa a éste filósofo son los problemas relacionados con la cultura, y, entre ellos, en primer lugar, los del arte y los de la ética individual. La política aparece ante esta filosofía burguesa como un horizonte cada vez más desdibujado, más abstracto y envuelto en el mito. En materia económica, la ignorancia de Nietzsche es tan supina como la del intelectual medio de su tiempo. Mehring tiene razón cuando hace notar que los argumentos de Nietzsche contra el socialismo no rebasan nunca el nivel de un Leo, de un Treitschke, etc.

Pero es precisamente esta mezcla de un antisocialismo soez, ordinario y de una refinada, ingeniosa y, a veces, incluso certera crítica de la cultura y el arte (basta pensar en las críticas que Nietzsche hizo a Wagner, del naturalismo, etc.) lo que hace que sus pensamientos y su modo de exponerlos ejerzan un efecto tan seductor sobre la intelectualidad imperialista. (...) Esta influencia va desde Georg Brandes, Strinberg y la generación de Gerhart Hauptmann hasta Gide y Malraux. Y no se limita, ni mucho menos, a los representantes reaccionarios de la intelectualidad: escritores decididamente progresivos, si nos fijamos en el conjunto de su obra, como Thomas y Heinrich Mann o Bernard Shaw, se dejaron también influir por Nietzsche.