sábado, 11 de diciembre de 2010

Aporías del amor


ROBERT WALSER, UNA HISTORIA ENDIABLADA (Cuento corto)

Deja que te cuente, querido lector, la historia de un amor demasiado elevado y tierno como para tener un final redondo y feliz. La verdad es que debería escribir una larga y bien construida novela sobre un tema tan bello y conmovedor, pero hace un día tan bonito, claro y caluroso, de esos en los que un hombre corriente, como yo, sale con gusto a pasear, o suele tomarse, con evidente placer, un vaso de cerveza a la sombra de un jardín de plátanos, o se acerca al lago a darse un baño con el refrescante viento de poniente. De ahí que sea breve y diga que, tiempo ha, una mujer -¡qué bien podría ser una sueca, una rusa o una danesa!- amaba a un hombre joven; y con qué pasión no le amaba que le habría encantado ir con él a correr mundo, pero lo malo del asunto fue que ella estaba casada, y lo peor de la historia, que era incapaz de causar un disgusto a su marido. Y aquí, oh tú, distinguido lector de novelas nórdicas y suecas, llego yo y me meto de lleno y sin reparo en lo que ha dado en llamarse novela danesa o psicológica. De modo que avanzo con pluma temblorosa –no, con mano temblorosa: de ahí la pluma- y confieso lo que un escritor de pura raza no puede confesar sin sollozar, a saber, que la mujer casi había perdido su sano juicio. Y poco faltó para que lo perdiera el bueno de su marido. Porque eran ambos demasiado nobles y de buenos sentimientos como para resolverse a atentar el uno contra la vida del otro. Intrincada y enmarañada historia ésta en la que yo, temerario de mí, me meto de cabeza. A la mujer le hubiera entusiasmado huir con su fogoso amante, pero era demasiado noble para tomar las de Villadiego, si bien no es menos cierto que amaba a los dos: tanto a su esposo como al hombre joven. Espantosa situación. Y ahora, llevando la batuta y haciendo honor a mi calidad de ágil dibujante a pluma, daneseo y suequeo de tal modo que nadie a la redonda, como creo a pies juntillas, logrará imitarme.
¿Puedo proseguir el viaje con mi amante y marcharme con viento fresco, si al mismo tiempo deseo del todo corazón quedarme en casa con mi cabal esposo? ¿Amo lo bastante a mi amado si soy incapaz de dejar de amar a mi servil y diligente esposo?
Bien me parece que esto está lleno de auténticos, si no típicos, problemas novelísticos y del alma. Pero sigamos. El buen hombre quería con toda el alma que su mujer escapara, para que así pudiera embriagarse con una enorme, inaudita plenitud amorosa, y no le otorgaba, sin embargo, permiso, porque tal cosa le hubiera partido el alma. Por amor se lo concedió y, no obstante, también por amor y solo por amor le pidió y le imploró que se quedara en casa, como Dios manda, para no perder él su sano juicio, que pese a todo, quería perder y añorar por amor a ella.
Lloró la mujer porque no encontraba ya la fuerza para, primero, ir a correr mundo con su amado y, segundo, quedarse en casa sentadita con su marido y dedicarse, como siempre, a sus labores.
Lloró también el hombre, derramó lágrimas y adoptó una actitud desesperada, primero, porque se vio obligado a decir a su mujer que hiciera el favor de quedarse en casa y estarse quietecita, lo que le causaba dolor, pues como hombre que amaba quería brindar todo a su mujer y, segundo, porque consentía a su mujer todo lo posible y figurable pero no podía.
De modo que lloraron los dos. Mal que bien, también el joven se unió al llanto. Los tres sollozaban que era una lástima. Los tres eran demasiado buenos y la cosa no llegó a nada, y aquí se da la historia por acabada.

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