domingo, 14 de noviembre de 2010

Sociedades en tránsito


Una polémica gastada es la superioridad de la sociedad industrial sobre las sociedades primitivas o sin historia. Obviamente, en ciertos casos tal pretensión se cumple y en otros no.
Uno de los casos en los que no se cumple se refiere a la denominada transición del estatus (el cambio de una posición social a otra), un aspecto a mi modo de ver clave para comprender el único tema realmente interesante de la sociología empírica, ya que se presta como ningún otro a ser trasmutado en sustancia filosófica (las ciencias sociales, son en el mejor de los casos filosofía): este asunto con enjundia es, como ya se habrá adivinado, la interacción o el sistema de acción social.
Nuestra sociedad carece de status de edad claramente definidos: los ritos de tránsito de la pubertad a la adolescencia, de la adolescencia a la juventud y de esta a la mayoría de edad, comportan estatus difusos que en muchos casos no permiten salvar con éxito las discontinuidades en el sistema de interacción. Esto supone que los padres, educadores, amigos y conocidos (entre otros) no conocen con certeza cuáles son las nuevas expectativas de acción social; tampoco el implicado sabe exactamente a qué atenerse… mientras que en las sociedades primitivas ocurre al revés y nunca se producen vacilaciones ante una discontinuidad social, pues los cambios de estatus suele ir acompañadas de ciertos ritos de tránsito que redefinen la nueva posición de manera precisa y reglada.
Analicemos comparativamente un par de transiciones del estatus adscrito a la edad en la sociedad primitiva y en la compleja: el paso de la pubertad a la adolescencia y el paso del joven a la mayoría de edad.
En una tribu perdida del África ecuatorial el paso de la pubertad a la adolescencia se produce cuando ambos sexos alcanzan la madurez biológica o capacidad reproductora. El cambio de estatus de los adolescentes, que ya están en condiciones de perpetuar su etnia, se reconoce y se celebra a comienzos de la primavera con las fiestas conmemorativas de la fecundidad y la abundancia. Durante dos noches seguidas, una en honor de cada sexo, arden las hogueras, suenan los tamtanes y se consumen generosamente plantas alucinógenas hasta que los dioses protectores de la tribu se muestran magnánimos a los mortales (en el doble sentido de la expresión). Cuando concluyen los fastos, las gentes del poblado tienen unas expectativas renovadas y muy precisas sobre el sistema de acción de los neófitos.
En nuestro país también han existido y existen ritos de tránsito unidos a esta varianza del estatus. En mis años de adolescente era la madre la que iniciaba al púber en los secretos de la vida, mientras el padre se quitaba de en medio, horrorizado ante la inmensidad del marrón. Nuestra progenitora, mediante una convincente dramatización y un lenguaje sibilino, trataba de demoler sin traumas el mito inverosímil de la cigüeña parisina. El cuadro resultaba decididamente cómico e ineficaz. La perorata, igual que el búho de Minerva, levantaba el vuelo cuando ya una imagen de la vida se había consumado.
La mejor forma de recordar esta castiza escena de los años sesenta es contar otra vez el chiste coetáneo de Jaimito:

- Mamá (le dice Jaimito a su madre al volver de la escuela), hoy el maestro nos ha enseñado en la clase de ciencias naturales lo que hacen en mayo las flores, las mariposas, las abejitas, los gatitos y los perritos…

- ¿Y qué has aprendido Jaimito? (le pregunta su madre, rebosante de pícara ternura).

- Pues que es lo mismo que hace papá con la criada…

Hoy, las monsergas de antaño sobre la sexualidad (que ya lo eran entonces sin necesidad de justificarlas con indulgentes puntos de vista generacionales) han sido sustituidas por las charlas informativas en la escuela (parecido a lo de Jaimito). Hace poco tuve que acompañar (es decir, vigilar) por imperativo legal a los alumnos de Primero de la ESO (doce años) a una “presentación” en el centro a cargo de dos monitores del Ayuntamiento. Su título era “El descubrimiento de tu propio cuerpo” (sic). A pesar de todo, el asunto prometía. Antes de pasar un cuarto de hora empecé a ponerme lívido con lo que llegaba a mis oídos (y créanme soy bastante procaz). Las descripciones mediante videos y diapositivas de los órganos sexuales femeninos, las zonas erógenas y sus funciones (de las que no tenía ni la más remota idea), el descubrimiento de los gustos íntimos y las inclinaciones secretas del otro… Vi con el rabillo del ojo a dos de mis compañeras, a punto de sucumbir, que salían de la sala con el móvil en la oreja para disimular su embarazo. También asistí por primera y última vez al espectáculo de unos alumnos interesados y atentos a lo que les decía un profesor o sucedáneo. Fue una dura prueba para mis enmohecidas arterias.
En realidad, el único ceremonial convincente que marca el paso de la pubertad a la adolescencia es la masturbación; pero tiene el grave inconveniente de no conllevar ninguna clase de interacción, lo mismo que rezar en privado, hablar solo mientras te afeitas o escribir versos y tirarlos a la papelera. El gesto de intercambiar una fugaz mirada en la calle con una hermosa mujer a la que nunca más veremos (instante celebrado por el maravilloso soneto de Baudelaire Á une passante) contiene más acción social que la práctica onanista más sofisticada: por consiguiente, no funciona como rito de tránsito.
El paso de los jóvenes a la mayoría de edad en la aldea centroafricana es tan claro como un día en la sabana. El aspirante al estatus de guerrero recibe del brujo el escudo labrado del clan, el arco y las flechas de sus mayores, las pinturas de combate, los adornos corporales y el tótem tribal. El ceremonial de iniciación, al que sólo asisten los guardianes del poblado, termina con la fórmula tradicional de despedida: retorna a tu casa cuando los espíritus te sean favorables o piérdete para siempre en la oscuridad de la noche. El joven dispone de tres jornadas para superar el desafío de la jungla y volver con una presa sobre sus hombros (igual que un videojuego de la Play). Si retorna vencedor a la tierra de sus padres (como el príncipe Radamès en la célebre aria de Aida), cuanto más peligroso haya sido el lance, mayor será el homenaje que reciba de sus pares. A partir de entonces será considerado un guerrero valeroso, con todas las obligaciones, pero también con todos los privilegios de su nueva posición.
En los locos años setenta había en nuestro país dos ritos de tránsito de la juventud dorada a la mayoría de edad (que no era, por cierto, a los dieciocho años sino a los veintiuno). El primero era el cumplimiento obligatorio del servicio militar. Cuando al cabo de catorce meses te licenciabas con honor, todo el mundo te decía que ya eras un hombre de pelo en pecho. No puedo hablar mucho del tema porque alegué al menos cuatro motivos para librarme de semejante trance; aunque los tres días que me encerraron en un hospital militar de Madrid para comprobar mi coartada dieron para mucho. Todos los implicados, antes de firmar la exención, acabaron de mí hasta los pelos: para empezar, las monjas que nos obligaban a rezar el rosario antes del desayuno (a lo que me negué en redondo y después les dije que sólo estaba dispuesto a rezar en recogido silencio); o los celadores castrenses del inmenso dormitorio de cincuenta dolientes a los que les sugerí que no tenía la menor intención de ponerme un pijama de presidiario áspero y enorme; o los centinelas de la puerta que me intentaron arrestar sin base reglamentaria por llegar todas las noches tarde; o el coronel médico y su ayudante, indignados porque no disponía de ninguno de los certificados requeridos (creí que mi palabra sería suficiente); incluso mis compañeros de fatiga (milicos de baja por enfermedad o accidente), a los que razoné con cierta reiteración que la comida que les daban era una bazofia y la mili una humillante pérdida de tiempo. Una película de Kubrick, La chaqueta metálica, insistió en mis teoremas algunos años después.
El segundo rito consistía en la “puesta de largo” de las jóvenes, un paradigma de lo que Balzac titulaba “escenas de la vida provinciana”. Las familias de la alta burguesía, en una mansión con jardín, propia o alquilada, presentaban a sus hijas en sociedad con trajes de satén largos en una ceremonia cuyo significado era la disponibilidad casadera de la niña a los ojos de los varones de su misma clase. En conjunto, un ejemplo del papel conciso y retrógrado que la sociedad asignaba a las mujeres. No puedo hablar de primera mano de estas ferias, pero algunos que asistieron obligados por sus padres para ver, sin tocar la mercancía, me han confirmado que eran pretenciosas e interminables y ni siquiera podías recurrir a la ginebra con limón mara matar el tedio.
Actualmente no hay ritos precisos asociados a la mayoría de edad; se puede pensar, como mucho, en los primeros viajes al extranjero en grupos mixtos con inter-raíl o los vuelos de bajo coste. Lo demás es plano.
En realidad, la interacción social debe ser entendida como una imparable transición entre estatus de corto alcance, cada uno con un sistema de acción y su ritual correspondiente. A lo largo de una jornada mutamos nuestros papeles consecutivos de forma inconsciente: marido, compañero de trabajo, amigo, padre, profesor, ajedrecista, cantante de coro o amante. Puedes pasar en breve del estatus de padre (y reñir a tu hijo por tener su habitación flotando en el caos) al de hijo (y soportar los reproches de tu padre por no llevar tus asuntos como le parece conveniente). O de profesor (y ponerte de los nervios porque tus alumnos hablan y no atienden en clase) al de alumno (en un curso de formación del Ministerio en el que te aburres, enredas en la última fila y te largas en cuanto tienes la mínima ocasión).

También la interacción comporta el cambio de estatus de medio y largo alcance: de alumno de bachillerato a universitario, de novio satisfecho a rumiante solitario, de soltero a casado, de empleado a parado, de adulto a miembro de la tercera edad, de activo a jubilado o de vivo a muerto (estatus terminal a no ser que creas en la transmigración de las almas). Repárese en los ritos de transición asociados a cada salto que damos en el continuo social. En esto consiste precisamente lo que llamamos “el gran teatro del mundo”.

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