lunes, 29 de noviembre de 2010

Historias del Maestrazgo


Aunque soy poco propenso a leer lo que producen mis amigos, en el caso de Antonio Castellote ha sido un placer intelectual (tal y como lo entendían los epicúreos) porque, entre otras cosas, soy un fiel seguidor de sus excelentes artículos. Puedo decir con justicia humanística que sus Bernardinas están a la altura del mejor ensayo literario de nuestro país; y el que no me crea que visite su excelente blog y dedique una tarde a sus entradas.
Además ya conocía su primera publicación, Fabricación británica, una novela bien escrita y amena (dos categorías impagables), en la que pueden seguirse los rastros frescos y las influencias de sus escritores favoritos, entre otros, Baroja y Galdós.
El libro de Antonio Castellote Geórgicas, publicado hace unos meses por la editorial zaragozana Libros Certeza, incluye dos relatos cortos (Galgos y podencos y Animales heridos) además de una nouvelle, Los toros en invierno, una narración intermedia entre el relato largo y la novela corta.
El título de la obra tiene una significación genérica que se refiere a la presencia y predominio en las tres narraciones de un conjunto de elementos literarios de carácter naturalista: zoológicos, paisajísticos, agropecuarios, orográficos, atmosféricos, estacionales… No se trata, en todo caso, de un naturalismo abstracto, al estilo de los cuadros de Zóbel, donde los elementos naturales son autónomos y excluyentes, sino más bien de una naturaleza activa, una natura naturans, a la que hay que poner en primer plano como elemento conformador de la conducta, al estilo, por ejemplo, de las pinturas campesinas de Brueghel.
En los relatos de Antonio Castellote, el hombre es todavía la medida de todas las cosas, pero la circunstancia envolvente que determina el sentido de la acción no es, por decisión artística, la cultura urbana sino la rural. Estamos ante el homenaje a una naturaleza que ya no es la materia prima dominada por la tecnociencia o la industria, sino el cuerpo inorgánico del hombre, un espacio global que le permite enfrentarse a otras manifestaciones de la vida.
Me confieso culpable de que antes de comenzar Los toros en invierno (objeto de mi diálogo con el libro), me asaltó el prejuicio perturbador de que lo peor que podía ocurrir es que se tratara de una versión aceptable del costumbrismo perediano. A propósito, y espero que me lo aclare Antonio, no entiendo por qué los manuales al uso hablan del “realismo costumbrista” de Pereda. Los usos, las tradiciones y costumbres que se describen en su mejor obra Peñas arriba (y también en Sotileza), son completamente idealizados e irreales… Peñas arriba se parece más a la Utopía de Tomás Moro o La ciudad del Sol de Campanella que a La de Bringas o Los pazos de Ulloa.
Lo cierto es que mis conjeturas resultaron infundadas y el relato apunta más bien a lo contrario de esa armonía preestablecida que sobrevuela las obras de Pereda. Los toros en invierno es la crónica de una anomalía que gradualmente irrumpe en el sosiego de la vida rural, se abre paso (en eso consiste el tempo de la novela) e inunda por completo el entorno social.
Todo comienza cuando Bernardo, un acomodado ganadero del pueblo turolense de La Iglesuela del Cid, situado en pleno corazón del Maestrazgo, toma la insólita decisión de comprar por una suma considerable a Pocapena, un sobrero rechazado de la ilustre y nunca bien ponderada marca de los herederos de don Eduardo Miura.
Bernardo, es un logrado personaje serrano que parece salido de las novelas existenciales de Sartre o Simone de Beauvoir. Tiene un carácter sensible, es pesimista, apocado, temeroso, angustiado y dubitante. Puestos a largar filosofemas, Bernardo me recuerda a la menos cartesiana de las descripciones del “yo pienso” que hizo Descartes en las Meditaciones metafísicas:

¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente.

Es además un aficionado castizo a las lides taurinas; su casa está empapelada de carteles famosos, asiste regularmente a las grandes ferias y tiene, entre otros libros del género, los incontables tomos de la enciclopedia de Cossío (esa obra estupenda de la que seguramente se ha valido Antonio Castellote para describirnos la figura de Pocapena con términos inextricables como salinero, carifosco, badanudo y enmorrillado).
El destino del miura es ser corrido a pelo por los adoquines del pueblo (o sea, sin maromas ni anestesias) el día de la fiesta mayor. Y una vez complacidas sus gentes por tan desigual lidia (sin aclarar el peso de cada parte en la balanza) y siempre bajo la condición azarosa de que ningún lugareño acabase con las tripas al aire, el toro sería finalmente apuntillado, arrastrado, destazado y servido en deliciosa caldereta. Pero esperen (a leer la novela) y verán lo que ocurre en realidad.
La entrega del animal de casi setecientos kilos a su nuevo dueño es una de las escenas más logradas del relato: recuerden la figura del mayoral, un truhán andaluz con más conchas que un galápago, redicho y fecundo en amaños, y su peón de brega, un conmovedor maletilla de tres al cuarto… La entrega a domicilio del pedido, decía, supone el despliegue de los restantes actores de esta memorable trama: el padre de Bernardo, el señor Ramón, su contrapunto musical, un anciano ajamonado por las ventiscas, perediano de ley, adaptado sin fisuras al medio, inteligente y hábil, amante del riesgo y de la juerga. Una figura entrañable ante la que jamás prevalecerán las asechanzas imbéciles de la “aldea global” y los “mercados”. Hay que imaginárselo en el crudo invierno turolense disfrutando del sol como un lagarto en una banqueta de pino a las puertas del corral, pelando un pollo de los buenos para echárselo al arroz. Pero sobre todo nos encandila su virtud altruista, un caudal que mengua en una jungla urbanita de pulsiones mezquinas, ese lugar inhóspito donde cada cual está legitimado para desearlo todo a costa de lo que sea, sin que a nadie le extrañe e incluso los más le bailen el agua.
El señor Ramón es capaz de interesarse por los otros (un milagro a esta altura determinada de los tiempos) y hacerlo de la única manera en que tal interés tiene valor: sin hacérselo notar. Si no fuera por su entrada en escena al modo teatral del deus ex machina, el morlaco las hubiera diñado, Bernardo se hubiera hundido en la "mala fe" sartriana, Antonio se hubiera quedado sin libro y nosotros sin leerlo. Pero no, la cosa sigue y tiene su miga.
Francisca es la protagonista del relato. Es una aldeana apegada al terruño y a su lar, pero mujer independiente y con oficio, carnicera por más señas, amiga de la familia y novia vagamente de Bernardo. No pienso ni por asomo contar la espesa relación entre ambos, a la vez peculiar en los detalles pero universal en la idea. El que quiera conocerla ya sabe lo que tiene que hacer.
Me decía un sabio conquense, ya por desgracia con los más, Don Fidel Cardete, que se había hecho bibliotecario de carrera sólo para refutar la teoría de que el mundo se divide en dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven. Así que ya sabes, si quieres enterarte del asunto tienes dos opciones: o te haces socio de una buena biblioteca o te aflojas el bolsillo (pero no lo prestes porque no te lo van a devolver).
Con el transcurso del relato la cosa se pone sentimental para los actores, el autor y el lector, aunque cada uno lo sienta a su manera. Algo tengo que adelantar del meollo, por más que me pese. Bernardo, le toma cariño al miura, que a su vez se lo ha tomado a una veterana vaca rubia y se ha convertido en un hogareño semental. El señor Ramón comprende la insensatez de tirar el peculio en una tarde por muy señalada que sea y, sobre todo, advierte lo que a Bernardo le pasa por el magín; Francisca, por su parte, hace causa común con ambos, futuro y suegro (si es que llegan a serlo) y nosotros reflexionamos sobre el principal enigma de la teoría darwinista de la evolución: el amor puro y desinteresado que profesamos en ocasiones a otras especies vivas, animales o vegetales (una variante del Eros que Platón debería haber incluido en El Banquete). En mi caso, los perros, aunque nada tengo contra ellos, no me gustan y menos encerrados en las casas. Sin embargo, cuando voy a ver a mi hermana en Cuenca, al tercer día, Kiko, su encantador epagneul breton, un perrhumano de color ceniza, acaba durmiendo encima de mi panza. Es notable el sigilo con que abre la puerta y se sube a mi cama sin que yo repare en el trasiego. Es imposible echarlo y además gruñe entre dientes si lo intentas con suaves modales.
Llegados a este punto y con un nudo en la garganta -era media tarde- hice un alto en el camino. Me tomé un chocolate con picatostes y traté de imaginarme cómo sería el final que nos guardaba el autor. Se me ocurrieron dos o tres, pero el título del libro y otras circunstancias hicieron que mis conclusiones (la posibilidad de una mirada solar a la esperanza) acertaran en el blanco. No obstante, nadie se imagine que Los toros del invierno es un cuento de hadas donde al final todos son felices y se comen escabechadas las truchas del Maestrazgo. La narración de Antonio Castellote es un sistema completo de relaciones, un conjunto literario en el que todo se sostiene, pero también es una "obra abierta" en el sentido que Umberto Eco dio a esta expresión. Si la historia se llevara al cine (y es cabalmente factible la traducción de un lenguaje a otro) y tuviera éxito, el autor no tendría más remedio que aparejar la segunda parte de los sorprendentes hechos que por un tiempo han colmado por igual nuestra razón y también el gusto.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Los fantasmas de Henri James


Gran parte de los relatos de terror se ha construido en torno a tres estilemas narrativos o elementos constitutivos del género: el elemento preternatural, el elemento antinatural y el elemento sobrenatural. Sería demasiado prolijo citar en este contexto a los autores y las obras, por lo que nos limitaremos a ilustrar cada elemento con una sencilla imitación. Dejamos al inteligente lector, sin duda adicto al escalofrío nocturno, la existencia crepuscular y la zarpa que se posa sobre el hombro, la distracción de incluir en cada categoría a sus preferidos.

El elemento preternatural se refiere a la presencia latente de formas de evolución y civilizaciones cuyos arcanos se pierden en la noche de los tiempos. Estos seres primordiales existieron antes que nuestra especie y hostiles a nuestra presencia han optado por confinarse en ciertas regiones todavía no holladas por el pie del hombre.

Una mañana de primavera disfrutaba con interés de la experta compañía de dos arqueólogos que me habían invitado a presenciar los trabajos de excavación en el yacimiento romano de Valeria. Antes de retirarnos a descansar, mis amigos descubrieron atónitos bajo el altar del dios Pan una escultura ominosa con la faz de un engendro entre el pez y la bestia, cuya sola mirada invitaba a la oración y hacía peligrar el juicio. Estaba hecha de un material bruñido, semejante al basalto pero más brillante, y tenía esculpidos en la base unos caracteres cuneiformes cuya significado por el momento ha resultado completamente indescifrable. Los atemorizados vigilantes dicen haber entrevisto por la noche unas sombras fugaces merodear por el templo y haber oído ciertos salmos espantosos que les han obligado a taparse los oídos…

Para el segundo estilema narrativo, el antinatural, el terror consiste en la quiebra inesperada de las más elementales leyes físicas y morales que rigen el orden del mundo. Esta ruptura ciega del principio de causalidad transforma la vida en un enigma intolerable.

Imaginad que durante el verano cuatro amigos estáis acampados en un rincón perdido de la sierra de Cuenca. Son las dos de la madrugada y disfrutáis de una última copa a la luz de la luna antes de acomodaros en los sacos de dormir. De pronto un señor maduro, de facciones regulares, pelirrojo, cuerpo bien formado, traje blanco y corbata roja… pero de una estatura increíblemente diminuta, un hombrecillo a escala de unos cuarenta centímetros, pasa a toda prisa a diez metros del campamento sin que se oigan sus pisadas en la maleza; se detiene un instante y os dice con voz chillona y acento extranjero:
- Buenas noches, la temperatura es perfecta para disfrutar de un paseo por las sendas.
Y sigue su camino hasta perderse en las sombras del bosque.

El tercer estilema narrativo, el sobrenatural, debe entenderse como la pérdida del equilibrio inestable entre dos mundos contrapuestos: el material y el espiritual (único lugar, el género de terror, donde este término cobra un significado preciso). Lo sobrenatural consiste en la apertura por causas desconocidas de ciertas grietas entre ambas dimensiones que permiten deslizarse en este mundo a entidades con un poder abrumador e impredecible.

El viaje por la costa este de los Estados Unidos tocaba a su fin. Cada uno de los dos matrimonios viajábamos en un coche-caravana alquilado. A veces hacíamos los mismos planes, pero normalmente cada pareja iba por su cuenta y al final de la jornada coincidíamos en algún centro urbano. Mis amigos solían madrugar más que nosotros y por costumbre nos habían dejado una nota en el parabrisas para anunciarnos que nos veríamos por la noche en San Diego. Allí, tras devolver los coches, celebraríamos el fin de la aventura y al día siguiente volaríamos a España. Partimos del camping a las doce del mediodía y sobre las dos de la tarde (puse las noticias en la radio) vimos sorprendidos a mi amigo saludarnos al borde de la carretera con las manos en alto; no vimos el coche ni a su mujer por lo que pensamos que lo habían aparcado cerca de la orilla y se estaban bañando en la playa. Nos extrañó que sus gestos fueran demasiado afectados. Por la noche en San Diego las autoridades locales nos informaron que mi amigo había tenido un grave accidente de tráfico, un choque frontal con un camión de la base militar. Su mujer estaba en grave estado en el hospital, pero no se temía por su vida. Su marido había fallecido a las diez de la mañana.

El doce de Noviembre asistí en el Teatro Real a la representación de la ópera de Benjamin Britten The turn of the screw (Otra vuelta de tuerca), estrenada en 1954 en el Teatro de la Fenice de Venecia y basada en la novela corta homónima de Henri James escrita en 1898.
La ópera me empujó al libro de James, que ya conocía como aficionado modesto pero entusiasta al género de terror. Se trata de uno de los mejores relatos de fantasmas de todos los tiempos. Su lectura, especialmente adictiva, hizo que me olvidara por completo de la ópera, de los entreactos, de la compleja puesta en escena, de las voces infantiles y de la excelente interpretación de la orquesta titular.
Otra vuelta de tuerca es una historia de apariciones al viejo estilo y una de las aproximaciones más convincentes al arquetipo de lo demoníaco, símbolo de la malignidad y sus polimorfas expresiones religiosas, literarias, plásticas o cinematográficas.
Refrescamos con brevedad el argumento. Dos niños huérfanos de ocho y seis años, Miles y Flora, son enviados por su tío y tutor, un apuesto caballero a la usanza de la Inglaterra victoriana, a Bly, una mansión situada en un paraje exuberante de la campiña británica. El tutor contrata para ocuparse de ellos a una bella institutriz, quien, seducida a primera vista por los modales del gentilhombre, decide aceptar el delicado encargo… aunque contenga una notable condición: tiene que arreglarse sola y no molestarle en ningún caso con los pormenores del pupilaje ni con las dificultades que pudieran surgir sobre la marcha.
En la finca, la joven queda deslumbrada por la belleza natural, la educación impecable, los afectos arrebatadores y el trato irresistible de los hermanos. Aunque poco a poco descubre con horror que los espectros del antiguo secretario del tutor y la anterior institutriz, Quint y Jessel, muertos ambos en circunstancias oscuras, rondan por los alrededores e incluso por las estancias de la casa… Su objetivo es la perdición irremisible de los huérfanos, a los que habían corrompido con sus hábitos degenerados antes de morir. El relato es la historia de la confrontación entre dos esferas irreconciliables por la posesión de los niños: la voluntad de la institutriz por redimirlos y la obstinación de los espectros por perderlos para siempre.
James maneja con maestría dos rasgos constituyentes del género de terror: el elemento antinatural y el elemento sobrenatural.
Para introducir el elemento antinatural utiliza dos recursos literarios: el primero consiste en desenvolver la deformidad moral y la maldad suprema mediante su antítesis, la figura por antonomasia de la inocencia, la niñez, representada por dos hermanos, ambos perfectos de cuerpo y alma. Su belleza recuerda a los ángeles caídos de William Blake, plasmados como hermosas criaturas de rostros bellos y agraciados, almas perdidas de unas proporciones canónicas que pueblan los abismos donde no cabe esperanza. Aunque tales dones no son sino la máscara de que se sirven para ocultar su condición corrompida y poner de manifiesto los poderes maléficos que les otorga el señor de las tinieblas.
El elemento antinatural se manifiesta, en segundo lugar, por sus efectos psicológicos (uno de los puntos fuertes del autor): la inaudita madurez de los hermanos, la refinada forma de perpetrar sus encuentros con los fantasmas, la inteligencia sutil que despliegan para ocultar sus ominosas intenciones, la profunda sabiduría que rebosan, la convicción de alcanzar una felicidad completa, su influencia maligna sobre las sagradas costumbres que nos preservan del mal y sirven de protección contra deteminadas certezas. El terror  que se adueña de la historia procede de la visión antinatural de unos niños convertidos en viejos pervertidos.
Es antinatural también la orden tajante del tutor de no ser requerido bajo ninguna circunstancia por la institutriz. No queda claro el motivo de tal crueldad, aunque la conjetura más plausible (al menos la más sugerente) es que el propietario de la hacienda, mientras convivió con los actores del drama, tuvo noticias fehacientes de las abominaciones que se urdían y decidió confinarlas al rincón vergonzante del olvido. Tampoco es natural la morbosa atracción que los hermanos ejercen sobre la institutriz (y que al final conlleva lo contrario de lo que pretenden: no ser importunados en sus encuentros infernales). Ni el comportamiento inconfesable del ama de llaves, Mrs. Grose, aliada final de la joven, quien sabe más de lo que quiere saber y actúa como si nada supiera. O el personal de servicio, de la misma condición que las estatuas del jardín, cuyas posiciones cambian en el espacio del drama según la dirección de los acontecimientos.

A su vez, el elemento sobrenatural surge como una prolongación indefinida de la corrupción tras la muerte. Los espectros del secretario y la antigua institutriz, tornan del lugar de la desesperanza para concluir su obra maléfica y perder eternamente a sus victimas.
Los relatos mediocres de lo sobrenatural se caracterizan por dos rasgos efectistas que malogran su calidad literaria: el abuso reiterado de las apariciones y la descripción detallada de las manifestaciones del mal. James resuelve de forma genial ambos temas.
Las contadas apariciones de los espectros a los niños y a la institutriz, los únicos capaces de verlos, son autónomas (cada espíritu tiene su personalidad y su función bien definida en el relato) y demoledoras (su aparición siempre es oportuna, imprevisible y aterradora).
Asimismo, la perversión que subyace y sirve de hilo conductor a la narración en ningún momento es presentada en sus detalles, ni antes de la muerte de los sirvientes ni después de su retorno al mundo de los vivos. Con un oficio admirable, James invita a que cada lector fije, es decir, imagine desde su experiencia interior (sus sospechas, terrores, traumas, vivencias e intimidades) los contenidos explícitos de la abominación.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Autobiografía


WILLIAM BURROUGHS, YONQUI

Pocos minutos después llegó una enfermera con una jeringa. Era demerol. El demerol ayuda algo, pero no es ni remotamente tan efectivo como la codeína para aliviar la carencia de droga. Por la noche vino un doctor a hacerme un examen físico. Mi sangre era espesa y concentrada debido a la pérdida de fluido corporal. En las cuarenta y ocho horas que había estado sin droga había adelgazado cinco quilos. El doctor tardó veinte minutos en sacarme un tubo de sangre para hacerme un análisis, porque la sangre era tan espesa que tupía la aguja constantemente.
A las nueve de la noche me pusieron otra dosis de demerol. No me hizo ningún efecto. Generalmente el tercer día y la tercera noche de carencia son los peores. Después del tercer día la enfermedad comienza a remitir. Sentía una quemadura fría por toda la superficie del cuerpo, como si la piel fuera una colmena compacta. Parecía que millares de hormigas se arrastrasen bajo mi piel.
Es posible distanciarse de uno mismo en la mayoría de los dolores –muelas, ojos y genitales presentan las mayores dificultades- de forma que el dolor sea experimentado como una excitación neutra. Pero de la carencia de droga no hay escapatoria alguna. La carencia de droga es lo opuesto al impulso hacia la droga. El impulso hacia la droga consiste en que es imprescindible tenerla. Los yonquis funcionan en tiempo de droga y con metabolismo de droga. Son calentados y enfriados por la droga. El impulso hacia la droga es vivir bajo las condiciones de la droga. No se puede escapar de la enfermedad de la droga ni se puede escapar del impulso hacia la droga después de un pinchazo.
Me encontraba demasiado enfermo para levantarme de la cama. No podía permanecer en calma. Bajo la enfermedad de la droga cualquier línea de acción o inacción que puedas concebir parecen intolerables. Un hombre puede morir simplemente porque no puede resistir la idea de permanecer dentro de su cuerpo.
A las seis me dieron otro pinchazo, que pareció hacerme un poco de efecto. Luego me enteré que no era demerol. Incluso fui capaz de tomar un poco de café y una tostada.
Cuando más tarde llegó a verme mi mujer, me contó que estaban ensayando un nuevo tratamiento conmigo. Este tratamiento había comenzado con la inyección de la mañana.
- Noté la diferencia. Creí que lo de esta mañana era morfina.
- Hablé con el doctor Moore por teléfono. Me dijo que es la medicina maravillosa que buscaban para el tratamiento de la adicción. Elimina los síntomas de carencia sin crear un nuevo hábito. No se trata de un estupefaciente, es un antihistamínico. Creo que se llama Thephorin.
- Es decir, que los síntomas de carencia serían una reacción de tipo alérgico.
- Eso dice el doctor Moore.
El médico que recomendó el tratamiento era el de mi abogado. No pertenecía al sanatorio donde estaba, ni era psiquiatra. A los dos días pude hacer una comida completa. Las inyecciones del antihistamínico duraban de tres a cinco horas, y entonces volvía e malestar. Los pinchazos eran como la droga.
Cuando me levanté y empecé a pasear, vino a hablar conmigo un psiquiatra. Era muy alto. Tenía piernas largas y un cuerpo pesado en forma de pera con el lado estrecho hacia arriba. Sonreía al hablar y tenía voz de plañidera. No era afeminado. Sencillamente no tenía nada de lo que, sea lo que sea, hace de un hombre un hombre. Era el doctor Fredericks, jefe psiquiátrico del hospital.
Me hizo la pregunta que hacen todos:
- ¿Por qué siente usted la necesidad de utilizar las drogas, señor Lee? [Pseudónimo que usaba Burroughs]
- Las necesito para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme y tomar el desayuno.
- Quiero decir físicamente.
Me encogí de hombros. Lo mejor sería darle el diagnóstico que quería para que se fuera:
- Me causa placer.
La droga no causa placer a un yonqui. La cuestión para un adicto es que la droga causa adicción. Nadie sabe lo que la droga hasta que se siente enfermo por la falta de ella.
El doctor asintió. Personalidad psicótica. Se levantó. Sin transición cambió de cara y arboló una sonrisa obviamente dirigida a mostrar su comprensión y diluir mis reticencias. La sonrisa se borró y se transformó en una mueca lúbrica y demente. Se inclinó hacia adelante y colocó su sonrisa junto a mi cara.
- ¿Su vida sexual es satisfactoria? –preguntó-. ¿Sus relaciones sexuales con su mujer son satisfactorias?
- Oh sí –respondí-. Cuando no estoy drogado.
Se enderezó. No le había gustado mi respuesta en absoluto.
- Muy bien, ya volveré a visitarle.
Enrojeció y se fue hacia la puerta. Me había parecido un farsante cuando entró en la habitación, era evidente que montaba su número de seguridad en sí mismo para él y para los demás. En todo caso, había esperado que fuera más duro y penetrante.
El doctor explicó a mi mujer que mis perspectivas eran muy malas. Mi actitud ante la droga era “bueno, ¿y qué?”. Podía preverse una recaída a causa de mis determinantes psíquicas que continuaban siendo operativas. No podía hacer nada si yo no cooperaba con él voluntariamente. Si tenía mi cooperación, podría, al parecer, desarmar mi psique y volver a armarla en ocho días.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Sociedades en tránsito


Una polémica gastada es la superioridad de la sociedad industrial sobre las sociedades primitivas o sin historia. Obviamente, en ciertos casos tal pretensión se cumple y en otros no.
Uno de los casos en los que no se cumple se refiere a la denominada transición del estatus (el cambio de una posición social a otra), un aspecto a mi modo de ver clave para comprender el único tema realmente interesante de la sociología empírica, ya que se presta como ningún otro a ser trasmutado en sustancia filosófica (las ciencias sociales, son en el mejor de los casos filosofía): este asunto con enjundia es, como ya se habrá adivinado, la interacción o el sistema de acción social.
Nuestra sociedad carece de status de edad claramente definidos: los ritos de tránsito de la pubertad a la adolescencia, de la adolescencia a la juventud y de esta a la mayoría de edad, comportan estatus difusos que en muchos casos no permiten salvar con éxito las discontinuidades en el sistema de interacción. Esto supone que los padres, educadores, amigos y conocidos (entre otros) no conocen con certeza cuáles son las nuevas expectativas de acción social; tampoco el implicado sabe exactamente a qué atenerse… mientras que en las sociedades primitivas ocurre al revés y nunca se producen vacilaciones ante una discontinuidad social, pues los cambios de estatus suele ir acompañadas de ciertos ritos de tránsito que redefinen la nueva posición de manera precisa y reglada.
Analicemos comparativamente un par de transiciones del estatus adscrito a la edad en la sociedad primitiva y en la compleja: el paso de la pubertad a la adolescencia y el paso del joven a la mayoría de edad.
En una tribu perdida del África ecuatorial el paso de la pubertad a la adolescencia se produce cuando ambos sexos alcanzan la madurez biológica o capacidad reproductora. El cambio de estatus de los adolescentes, que ya están en condiciones de perpetuar su etnia, se reconoce y se celebra a comienzos de la primavera con las fiestas conmemorativas de la fecundidad y la abundancia. Durante dos noches seguidas, una en honor de cada sexo, arden las hogueras, suenan los tamtanes y se consumen generosamente plantas alucinógenas hasta que los dioses protectores de la tribu se muestran magnánimos a los mortales (en el doble sentido de la expresión). Cuando concluyen los fastos, las gentes del poblado tienen unas expectativas renovadas y muy precisas sobre el sistema de acción de los neófitos.
En nuestro país también han existido y existen ritos de tránsito unidos a esta varianza del estatus. En mis años de adolescente era la madre la que iniciaba al púber en los secretos de la vida, mientras el padre se quitaba de en medio, horrorizado ante la inmensidad del marrón. Nuestra progenitora, mediante una convincente dramatización y un lenguaje sibilino, trataba de demoler sin traumas el mito inverosímil de la cigüeña parisina. El cuadro resultaba decididamente cómico e ineficaz. La perorata, igual que el búho de Minerva, levantaba el vuelo cuando ya una imagen de la vida se había consumado.
La mejor forma de recordar esta castiza escena de los años sesenta es contar otra vez el chiste coetáneo de Jaimito:

- Mamá (le dice Jaimito a su madre al volver de la escuela), hoy el maestro nos ha enseñado en la clase de ciencias naturales lo que hacen en mayo las flores, las mariposas, las abejitas, los gatitos y los perritos…

- ¿Y qué has aprendido Jaimito? (le pregunta su madre, rebosante de pícara ternura).

- Pues que es lo mismo que hace papá con la criada…

Hoy, las monsergas de antaño sobre la sexualidad (que ya lo eran entonces sin necesidad de justificarlas con indulgentes puntos de vista generacionales) han sido sustituidas por las charlas informativas en la escuela (parecido a lo de Jaimito). Hace poco tuve que acompañar (es decir, vigilar) por imperativo legal a los alumnos de Primero de la ESO (doce años) a una “presentación” en el centro a cargo de dos monitores del Ayuntamiento. Su título era “El descubrimiento de tu propio cuerpo” (sic). A pesar de todo, el asunto prometía. Antes de pasar un cuarto de hora empecé a ponerme lívido con lo que llegaba a mis oídos (y créanme soy bastante procaz). Las descripciones mediante videos y diapositivas de los órganos sexuales femeninos, las zonas erógenas y sus funciones (de las que no tenía ni la más remota idea), el descubrimiento de los gustos íntimos y las inclinaciones secretas del otro… Vi con el rabillo del ojo a dos de mis compañeras, a punto de sucumbir, que salían de la sala con el móvil en la oreja para disimular su embarazo. También asistí por primera y última vez al espectáculo de unos alumnos interesados y atentos a lo que les decía un profesor o sucedáneo. Fue una dura prueba para mis enmohecidas arterias.
En realidad, el único ceremonial convincente que marca el paso de la pubertad a la adolescencia es la masturbación; pero tiene el grave inconveniente de no conllevar ninguna clase de interacción, lo mismo que rezar en privado, hablar solo mientras te afeitas o escribir versos y tirarlos a la papelera. El gesto de intercambiar una fugaz mirada en la calle con una hermosa mujer a la que nunca más veremos (instante celebrado por el maravilloso soneto de Baudelaire Á une passante) contiene más acción social que la práctica onanista más sofisticada: por consiguiente, no funciona como rito de tránsito.
El paso de los jóvenes a la mayoría de edad en la aldea centroafricana es tan claro como un día en la sabana. El aspirante al estatus de guerrero recibe del brujo el escudo labrado del clan, el arco y las flechas de sus mayores, las pinturas de combate, los adornos corporales y el tótem tribal. El ceremonial de iniciación, al que sólo asisten los guardianes del poblado, termina con la fórmula tradicional de despedida: retorna a tu casa cuando los espíritus te sean favorables o piérdete para siempre en la oscuridad de la noche. El joven dispone de tres jornadas para superar el desafío de la jungla y volver con una presa sobre sus hombros (igual que un videojuego de la Play). Si retorna vencedor a la tierra de sus padres (como el príncipe Radamès en la célebre aria de Aida), cuanto más peligroso haya sido el lance, mayor será el homenaje que reciba de sus pares. A partir de entonces será considerado un guerrero valeroso, con todas las obligaciones, pero también con todos los privilegios de su nueva posición.
En los locos años setenta había en nuestro país dos ritos de tránsito de la juventud dorada a la mayoría de edad (que no era, por cierto, a los dieciocho años sino a los veintiuno). El primero era el cumplimiento obligatorio del servicio militar. Cuando al cabo de catorce meses te licenciabas con honor, todo el mundo te decía que ya eras un hombre de pelo en pecho. No puedo hablar mucho del tema porque alegué al menos cuatro motivos para librarme de semejante trance; aunque los tres días que me encerraron en un hospital militar de Madrid para comprobar mi coartada dieron para mucho. Todos los implicados, antes de firmar la exención, acabaron de mí hasta los pelos: para empezar, las monjas que nos obligaban a rezar el rosario antes del desayuno (a lo que me negué en redondo y después les dije que sólo estaba dispuesto a rezar en recogido silencio); o los celadores castrenses del inmenso dormitorio de cincuenta dolientes a los que les sugerí que no tenía la menor intención de ponerme un pijama de presidiario áspero y enorme; o los centinelas de la puerta que me intentaron arrestar sin base reglamentaria por llegar todas las noches tarde; o el coronel médico y su ayudante, indignados porque no disponía de ninguno de los certificados requeridos (creí que mi palabra sería suficiente); incluso mis compañeros de fatiga (milicos de baja por enfermedad o accidente), a los que razoné con cierta reiteración que la comida que les daban era una bazofia y la mili una humillante pérdida de tiempo. Una película de Kubrick, La chaqueta metálica, insistió en mis teoremas algunos años después.
El segundo rito consistía en la “puesta de largo” de las jóvenes, un paradigma de lo que Balzac titulaba “escenas de la vida provinciana”. Las familias de la alta burguesía, en una mansión con jardín, propia o alquilada, presentaban a sus hijas en sociedad con trajes de satén largos en una ceremonia cuyo significado era la disponibilidad casadera de la niña a los ojos de los varones de su misma clase. En conjunto, un ejemplo del papel conciso y retrógrado que la sociedad asignaba a las mujeres. No puedo hablar de primera mano de estas ferias, pero algunos que asistieron obligados por sus padres para ver, sin tocar la mercancía, me han confirmado que eran pretenciosas e interminables y ni siquiera podías recurrir a la ginebra con limón mara matar el tedio.
Actualmente no hay ritos precisos asociados a la mayoría de edad; se puede pensar, como mucho, en los primeros viajes al extranjero en grupos mixtos con inter-raíl o los vuelos de bajo coste. Lo demás es plano.
En realidad, la interacción social debe ser entendida como una imparable transición entre estatus de corto alcance, cada uno con un sistema de acción y su ritual correspondiente. A lo largo de una jornada mutamos nuestros papeles consecutivos de forma inconsciente: marido, compañero de trabajo, amigo, padre, profesor, ajedrecista, cantante de coro o amante. Puedes pasar en breve del estatus de padre (y reñir a tu hijo por tener su habitación flotando en el caos) al de hijo (y soportar los reproches de tu padre por no llevar tus asuntos como le parece conveniente). O de profesor (y ponerte de los nervios porque tus alumnos hablan y no atienden en clase) al de alumno (en un curso de formación del Ministerio en el que te aburres, enredas en la última fila y te largas en cuanto tienes la mínima ocasión).

También la interacción comporta el cambio de estatus de medio y largo alcance: de alumno de bachillerato a universitario, de novio satisfecho a rumiante solitario, de soltero a casado, de empleado a parado, de adulto a miembro de la tercera edad, de activo a jubilado o de vivo a muerto (estatus terminal a no ser que creas en la transmigración de las almas). Repárese en los ritos de transición asociados a cada salto que damos en el continuo social. En esto consiste precisamente lo que llamamos “el gran teatro del mundo”.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Usos del lenguaje


Hace unos días un conocido me preguntó cuál era mi punto de vista sobre dos temas filosóficos de aparente actualidad (en realidad hace dos siglos que dan abundantes quebraderos de cabeza a la internacional ilustrada): el creacionismo y su contrario, los últimos planteamientos del físico teórico Stephen Hawking.
El creacionismo es una teoría que sostienen ciertos círculos adversos a la teoría sintética de la evolución. Sus partidarios afirman que el origen y la evolución del Universo fue el ambicioso plan de una Inteligencia Ordenadora sin cuya intervención resultaría imposible entender el significado del Cosmos. Stephen Hawking, por su parte, defiende un ateísmo teórico basado en argumentos científicos cuya conclusión es que el universo no necesita la hipótesis de un Dios trascendente. Es más, la comprensión profunda del cosmos demuestra científicamente que Dios no existe.
Respondí a mi interlocutor que, en mi opinión, se trataba en ambos casos de un mismo problema que no admitía propiamente una solución sino su disolución. La clave del asunto residía, le dije, en que cada uso específico del lenguaje tiene unas reglas propias que no deben violentarse.
El lenguaje, explica Wittgenstein, tiene una multiplicidad de usos. En las Investigaciones filosóficas se considera al lenguaje como un número indefinido de actividades o usos, de las cuales sólo unos pocos son utilizados para establecer proposiciones verdaderas o falsas: el lenguaje científico es sólo uno de los usos posibles del lenguaje. El lenguaje religioso, el moral o el político son ejemplos eminentes de otros usos.
Wittgenstein afirma que usar un término es formularlo en el entorno lingüístico que le corresponde y en cuyo contexto adquiere un significado correcto. El significado consiste, por tanto, en el uso lingüístico. Se trata de un criterio de significado de carácter pragmático.
Como es sabido, los sistemas gramaticales de una lengua incluyen la fonología, la morfología, la sintaxis, la semántica y la pragmática. Esta última es una disciplina relativamente reciente (años setenta) que se ocupa de la relación del signo lingüístico con su uso (usage) intencional (subjetivo) y contextual (objetivo). No hace mucho mi mujer, que es profesora de filología inglesa, y yo mismo redactamos un artículo titulado Competencia comunicativa sobre este tema (artículo que incluyo en el blog por si todavía tiene interés para alguien).
La pragmática es precisamente el apartado gramatical en el que se sitúa la reflexión filosófica de Wittgenstein. Para el filósofo austriaco usar correctamente un término consiste en conocer las reglas de la gramática contextual que le permiten al hablante interpretar correctamente su significado.
A los innumerables usos o actividades del lenguaje en los más diversos contextos y con muy variadas reglas, Wittgenstein los denomina “juegos del lenguaje”. Ahora bien, ¿Cómo se pueden definir los juegos del lenguaje entre tal multiplicidad de usos y contextos? ¿Qué son los juegos del lenguaje? Wittgenstein contesta que los juegos del lenguaje no tienen una característica esencial que los defina. No hay rasgos comunes a todos los juegos del lenguaje o dicho de otro modo: el conjunto de los juegos lingüísticos no tiene una propiedad común a la totalidad de sus miembros. Tampoco ofrece descripciones ni explicaciones pormenorizadas de tales juegos.
Con los juegos del lenguaje sucede lo mismo que con los juegos en general: ¿Qué tienen en común el fútbol, el rugby, el tenis, el golf, los juegos de cartas o el ajedrez? Wittgenstein contesta que lo único que tienen en común es un cierto aire de familia (como los rasgos faciales o el carácter de los miembros de una familia consanguínea). Por tanto, si queremos conocer realmente un juego, en lugar de buscar infructuosamente la existencia de una propiedad compartida, hay que observar con atención y comprender lo que ocurre dentro de ellos, es decir, conocer las reglas pragmáticas del juego para usarlas correctamente.
Para Wittgenstein, la cristalización de un problema filosófico debe ser entendida como un síntoma inequívoco de un uso abusivo de las reglas del lenguaje. Dicho de otro modo: los problemas filosóficos surgen del desconocimiento de las reglas que nos permiten jugar correctamente un uso del lenguaje.
La función de la filosofía, para Wittgenstein, no consiste en resolver los problemas filosóficos sino en disolverlos. Como dice expresivamente, la misión de la filosofía es ayudar a la mosca a encontrar el agujero de la botella para que pueda escapar.
La filosofía tiene una función terapéutica ya que los problemas filosóficos son, en el fondo, malentendidos lingüísticos; su misión es restablecer el uso correcto del lenguaje y dejar las cosas como están. Wittgenstein y sus seguidores suponen que los problemas filosóficos, especialmente los metafísicos, son parecidos a una enfermedad, a una desviación patológica del uso normal (o del acuerdo con la norma) del lenguaje y la filosofía es el procedimiento curativo. La terapia filosófica consiste en devolver a las proposiciones contaminadas su uso correcto.
La labor de la filosofía es esclarecer dónde, cómo y por qué el lenguaje ha originado un problema. Wittgenstein lo expresa del siguiente modo: La filosofía es la batalla contra el aturdimiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje. Un problema filosófico revela que algo funciona mal dentro del lenguaje y la tarea de la filosofía es detectar la razón por la que esto sucede e impedirlo. En la medida en que los problemas filosóficos son embrollos lingüísticos, no admiten solución sino disolución. Un problema filosófico no puede ser resuelto, sino solo eliminado. Como dice Wittgenstein, los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje se va de vacaciones…
Ahora ya podemos abordar con garantías los dos problemas a los que se refería mi interlocutor. En ambos casos las reglas que fijan el uso del lenguaje científico han sido transgredidas. Tanto el creacionismo como el ateísmo de Hawking introducen de contrabando términos y expresiones contrarias al “juego limpio” del lenguaje científico. La regla de uso que se ha quebrantado prescribe la imposibilidad de formular de forma implícita o explícita conceptos especulativos en general y teológicos en particular cuando jugamos a utilizar el lenguaje científico.
Los creacionistas se saltan a la torera las reglas del juego cuando deslizan dentro del lenguaje científico la idea de creación desde la nada (primera transgresión), la idea teológica o religiosa de Dios (segunda trasgresión) para justificar desde su finalismo cósmico (tercera transgresión), su código moral (cuarta trasgresión) y su ideología política (quinta transgresión).
Hawking pretende, al contrario, excluir del lenguaje científico la idea de Dios desde la ciencia. Lo correcto hubiera sido eliminar el concepto de Dios desde la gramática. En los dos casos es indiferente que Dios exista o no. Lo importante es que a cualquier variante del lenguaje científico le resulta irrelevante la existencia o inexistencia de Dios y sus consecuencias (ontológicas, teológicas, éticas o políticas).
Es lo mismo que si un científico, ferviente partidario de una fe religiosa (la mayoría de los que conozco son así), incluyese entre sus oraciones, cuando juega al lenguaje religioso, la fórmula bioquímica de la “sustancia divina”. Es más: supongamos que efectivamente ha descubierto esa entelequia tras superar satisfactoriamente las etapas del método científico. Lo decisivo del caso, desde nuestra perspectiva, no sería tan notable hallazgo (para eso está el premio Nobel de Química), sino las profundas modificaciones que habría que realizar en la gramática contextual del lenguaje religioso.

Es evidente que los dos problemas a que nos hemos referido pueden (y deben) ser tratados, unidos o separados, en el marco teórico de otras concepciones filosóficas que no sean el análisis del lenguaje. Por ejemplo, el marxismo, el vitalismo, el existencialismo o la fenomenología. Quizás lo intentemos en otro momento.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Antología del disparate


No puedo resistirme a poner por escrito tres dislates tragicómicos que he conocido de primera mano durante los dos últimos cursos en el centro donde trabajo, un Instituto de Enseñanza Secundaria de la periferia de Madrid… en el que llevó desasnando bachilleres desde que se fundó hace más de cinco lustros. Puedo decir que he derrochado allí los mejores años de mi vida, aunque cualquier otro trabajo asalariado posiblemente hubiera sido una calamidad mayor (suelo decir que cuando comencé a dar clase era alto, rubio y de ojos azules y fíjense en lo que me he quedado).
Los disparates forman parte de la enseñanza; de hecho, el título de esta parodia está tomado de aquellas divertidas publicaciones anuales que recogían los errores más garrafales de las benditas pruebas de Reválida (¡cuánto se echan de menos en nuestra instrucción!); sin embargo, los desatinos de ahora, sobre todo los de baja y media intensidad, no son la excepción sino la regla. Y así debe entenderse la intención de lo que sigue: un anuncio y un síntoma de la decadencia nihilista, irreparable, de nuestro sistema educativo.
En cualquier caso, “prometo por mi honor” que todo lo que se cuenta es rigurosamente cierto (obviamente no tendría ningún sentido político ni humorístico si fuera una burda invención).

El profesor de religión, Juan, con quien compartía Departamento porque, según un antiguo director que distribuyó astutamente los espacios, “existía una cierta continuidad entre ambas materias” (invito a la reflexión de los expertos sobre este tema)… Juan decía, una persona excelente al margen de otras consideraciones académicas en las que no entro, me abordó un día al terminar la jornada con la consternación por compañera:

- ¿A que no adivinas lo qué me ha pasado hoy?

- Por el tono y timbre de tus palabras -le dije- parece que has recibido una bula de excomunión del Arzobispo de Madrid-Alcalá…

- Si sólo fuera eso, suspiró (era un viejo creyente convencido de la utilidad de la enseñanza y de las ideas criptomarxistas de la teología de la liberación).

- Si te sirve de consuelo -añadí- puedes llorar sobre mi hombro hasta que lleguemos a Madrid (le ofrecí toda la caridad de que soy capaz en estos casos).

- Un alumno de Segundo de la ESO, al terminar la clase, me ha preguntado cuál era la razón de la mentira que tantas veces les había contado. (Entre lamentos prosiguió con la entrevista).

- Dime en qué asuntos he faltado a la verdad (preguntó Juan a su pupilo, inquieto por la larga mano de la Congregación para la Doctrina de la Fe).

- Nos has dicho que Jesucristo murió en la cruz… (El trato de Usted es la reliquia de un mundo perdido).

- (Sensación de alivio) ¿Pues cómo si no murió Jesús?

- Quemado en la hoguera (contestó el mocito sin vacilar).

- ¿De dónde has sacado eso? (replicó Juan, convencido de que la libre interpretación de la Biblia tiene límites).

- Pues del libro de texto (pontificó el mozalbete).

- Muéstrame –contraatacó Juan amoscado- dónde dice el libro de texto que Jesucristo murió en la hoguera.

- (El chaval sacó con aire convencido el libro de su mochila, lo abrió por una página doblada y comenzó a leer). A Jesús le prendieron los judíos

La segunda historia es posterior unos meses. Alberto, el sustituto del catedrático de griego, por desgracia gravemente enfermo, era un profesor recién licenciado, preparado y amante de las humanidades. Coincidí con Alberto en el tren de cercanías que no lleva al instituto a diario. Tras un breve protocolo de encuentro (como en los Diálogos platónicos) abordó sorprendido el siguiente caso:

- No puedo creer lo que me soltó ayer una chica de Cuarto de la ESO.

- ¿En la asignatura de Cultura clásica, pregunté? (No se lo había tomado tan mal como Juan, ni estaba deprimido, pues pertenecía en el fondo a la misma generación que su alumna).

- Sí. Les había llevado el día anterior ver la película Troya, una de las actividades extraescolares que habíamos programado para el trimestre. ¿La conoces?

- No, contesté escuetamente. (Mentí, mis sobrinos menores me habían forzado a acompañarles y de paso dejarme medio sueldo en la taquilla. Desde entonces cualquier alusión al pastiche me deprime).  

- Al comenzar el debate en clase sobre la película -prosiguió Alberto- se levantó la chica (aquí dijo el nombre y apellidos) y con aire de reproche me soltó a bocajarro: ¿Pero profe, los griegos existieron? (Se sobreentendía que si no fuera el caso, ¿Qué carajo hacían en el aula desde que comenzó el curso?).

La tercera epifanía didáctica, me ha ocurrido a mí. En realidad tiene dos partes. Este curso he preferido impartir la asignatura afín de Geografía e Historia (tres horas lectivas) a un grupo de Primero de la ESO, a tener que cargar con tres grupos de Segundo de la ESO y la asignatura de Educación para la Ciudadanía (una hora lectiva por grupo).Tengo que decir que son niños de doce años y no están aun definitivamente corrompidos por la sociedad; en líneas generales me caen bien y me divierto con ellos. Pero, lo que sucede dentro del aula es algo inaudito. Su vocabulario es ínfimo. Hacen continuas preguntas del estilo: ¿Profe, que significa “etapa”o “industria” o "por consiguiente"? No me importa abrir el diccionario y leer. Pero tendría que disponer a su vez de un diccionario del diccionario y así sucesivamente.
Me interrumpen a cada instante: ¿Profe, puedo borrar con la goma? ¿Puedo sacar el libro de texto? ¿Puedo coger el sacapuntas que se me ha caído al suelo? Cualquiera que no fuera ellos comprendería a la octava vez que no les permito salir de clase para ir a los lavabos. Sin embargo, insisten machaconamente hasta que toca el timbre. Se levantan, esta vez sin pedir permiso, a tirar bolas a la papelera (he observado que hacen como que las tiran y vuelven una y otra vez en una versión renovada del mito de Sísifo); uno deambula sin rumbo entre las mesas, otro durante la santa hora se limita a pintar obsesivamente coches y aviones… A Sergio, lenguaraz entre parlanchines, lo he sentado a mi lado para que no se estrepite. Me da conversación como si fuera su colega y si no lo consigue (a veces es más interesante hacerle caso a seguir con las características - otra palabra que no comprenden- de la economía sumeria) me tira de las mangas, me hace burla y me cierra el libro. No saben tomar apuntes ni siquiera a cámara lenta (está acostumbrados a las fichas de la escuela) y son incapaces de redactar con sentido más de tres palabras. De la ortografía ni hablo (escriben la palabra “prehistoria” separada y sin hache)… En fin, la solución a esta anarquía social no es, como pensaba, el “modelo patriarcal” o la bondad del profesor que podría ser su abuelo, sino el modelo “campo de concentración”, la autoridad pura y dura del profesor fascista. Están felices así y es lo que piden.

Dos preguntas del primer examen sacadas del libro de texto:

- ¿Cuáles fueron los dos avances más importantes del Homo erectus?

Respuesta: Se casaban. (Los dos avances quedan contestados con lo de marido y mujer. El resto tiene que ver con las connotaciones sexuales del término “erectus”).

- ¿Cuáles eran los medios de subsistencia en el Neolítico?

- Respuesta: Arrodeaban a los animales y los asesinaban con las lanzas. (“Arrodeaban” parece un neologismo híbrido entre acorralar y rodear. Lo de "asesinar a los animales" es, sin duda, un residuo ideológico de las últimas diatribas antitaurinas. Además en el Neolítico la caza no era la fuente principal de alimentación, sino que se dedicaban pacíficamente a la agricultura y la ganadería).

PD. Cuando llego a mi casa descubro entre risas que llevo los bolsillos llenos de papelitos doblados, notas breves que me colocan hábilmente en cuanto me levanto para explicar. Como son personales e intransferibles prefiero por esta vez guardar el secreto.