sábado, 30 de octubre de 2010

¡Astuto viejito!


En una memorable tira de Quino, Mafalda entra en una tienda donde hacen llaves. Saluda al señor de avanzada edad que la observa detrás del mostrador y le anuncia con desparpajo que ha venido a que "le haga la llave de la felicidad". El servicial dependiente le dice al instante: "Con mucho gusto nenita, ¿A ver el modelo?" Mafalda sale de la tienda con cara de haber captado el mensaje: "¡Astuto viejito!" piensa...
Decididamente el término “felicidad” es excesivamente abstracto. Pruebe a definirlo y caerá en trivialidades parecidas a la que propone la Real Academia Española de la Lengua: Felicidad. Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. En realidad, la definición oficial complica más el problema. A la amplitud oceánica del concepto, añade otras comparables como la de “estado de ánimo” (cítese alguna experiencia que no sea un estado de ánimo) y “bien” (la condición humana es tan versátil que puede desear todo lo que se nos ocurra, una cosa y la contraria, por lo tanto el número de bienes es ilimitado y abarca la totalidad de lo que ha sido, es y será).
Los griegos de la época clásica llamaban a la felicidad eudaimonía que designa literalmente el apoyo propicio o favorable que recibimos de los dioses, un don benévolo que otorgan caprichosamente a los mortales.
Posteriormente, durante el helenismo, Aristóteles confirió al término un significado propiamente ético o costumbrista: la felicidad es el resultado de la práctica constante de determinadas virtudes intelectuales (sabiduría, ciencia, prudencia) y morales (fortaleza, amistad, liberalidad, modestia y justicia, entre otras). La felicidad, para Aristóteles, no es un estado anímico concreto, sino más bien la figura por excelencia de la conciencia existencial y el modelo más perfecto del ser humano. La felicidad aristotélica es una conquista permanente de nuestra condición, no una afección particular o puntual del alma sensitiva.
En la actualidad, la felicidad es un término metafísico sin ninguna connotación especial, mera consecuencia del significado abrumadoramente mentalista del lenguaje. El problema de algunos términos como "esperanza", "dicha", "gozo", "placer", "regocijo", "ansiedad", "desolación, "resentimiento" o "miedo", no es que contengan poco significado, sino excesivo. En realidad, todos los conceptos tienen demasiado significado (abarcan una pluralidad vertiginosa de casos, acontecimientos y situaciones) pero su constelación de sentidos y referencias es consistente. El concepto de "mesa" comprende en su esencia perfumada de viejo roble todas las mesas del universo, incluidas las de billar y black jack.
Pero en todos los términos mentalistas citados, incluida la felicidad, el hilo conductor que lo haría comprensible se diluye en una casuística heterogénea e inabarcable. Son términos intuitivos, quizás con una intención exclusivamente comunicativa, pero, sobre todo, se asemejan a un bloque de mármol que aguarda la mano experta del escultor que le dará forma y contenido. Por eso, la única senda que conduce a su arcano santuario es la obra de arte (el ámbito sagrado donde adquieren una interpretación singular y luminosa).

Es obvio, por otra parte, que no podemos cambiar el carácter mentalista y metafísico del lenguaje y, si creemos a Wittgenstein, habremos de admitir además que está bien hecho. Cualquier hablante con una competencia normal entenderá perfectamente lo que queremos decir cuando usamos correctamente esos términos en determinados contextos. Y no hay más.
Por apurar el recorrido de una reflexión ligera de sustancia, podemos añadir -con abundantes reparos- que la felicidad es un sentimiento. Pero no un sentimiento entre otros, sino el último, el más valioso y orientador de nuestro viaje por el mundo. Es el último, por cuanto en el orden de los fines ya no es posible preguntarse por su fundamento ni prolongar las razones. Es el más valioso, por cuanto nuestras acciones se evalúan por el cálculo de la cantidad y cualidad de felicidad que comportan. Es orientador, por cuanto las imprevisibles dimensiones de la conducta están siempre dirigidas por la inteligencia emocional a su obtención.
Valga como complemento del anterior embrollo vitalista la versión fisiológica del término (los signos de interrogación obviamente son míos): la felicidad es una actividad neurológica multifuncional (?) en la que ciertos factores internos o externos (?) interactúan (?) para estimular (?) el sistema límbico, una parte del cerebro que organiza las respuestas operantes (?) del organismo ante los estímulos alguedónicos o placenteros (?).
La conclusión no puede ser más insatisfactoria para la filología, la filosofía, la psicología o la neurología; y a la vez, más gozosa para la literatura y el arte.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Lengua y literatura


LUIS LANDERO, EL GRAMÁTICO A PALOS (Artículo)

Tengo un joven amigo que, después de diez años de estudiar gramática, se ha convertido al fin en un analfabeto de lo más ilustrado. Se trata de un estudiante de bachillerato de nivel medio, como tantos otros, y aunque tiene dificultades casi insalvables para leer con soltura y criterio el editorial de un periódico, es capaz sin embargo de analizar sintácticamente el texto que apenas logra descifrar. Su léxico culto es pobre, casi de supervivencia, pero eso no le impide despiezar morfológicamente, como un buen técnico que es, las palabras cuyo significado ignora y enumerar luego de corrido los rasgos del lenguaje periodístico, y comentar las perífrasis verbales y explayarse aún en otras lindezas formales de ese estilo. De puro disparatada, a mí la paradoja me resulta hasta cómica, quizá porque, como bien decía Bergson, siempre es motivo de risa la teatralidad con que se manifiesta lo que en el hombre hay de rígido, de mecánico, de autómata. O, si se quiere, de deshumanizado. A mí todo esto me recuerda a Charlot en la cadena de montaje, aplicado y absurdo, cautivo en movimientos maquinales de títere hasta cuando se rasca la pantorrilla con el empeine del zapato. Este joven no está lo que se dice alfabetizado, es cierto, pero sí ampliamente gramaticalizado, y la suya es sin duda una forma bien laboriosa de ignorancia. Podríamos también decir que lo que le falta en construcción y fundamento le sobra sin embargo en presencia y diseño. Vaya, pues, una cosa por otra. Libros, ha leído pocos, y no quizá por falta de afición sino porque ahora en las escuelas se enseña poca literatura y mucha lengua. Hay que estudiar demasiada gramática como para andar perdiendo el tiempo en novelas de caballerías.

Aunque en la teoría no tiene por qué ser así, la práctica es otra cosa. En la práctica, la literatura está pasando incluso a ser una provincia más de esa patria común que es la lengua (o más bien de ese Saturno que devora a sus hijos), y donde a menudo ha de convivir, de igual a igual, con esas otras provincias que son el periodismo, la publicidad, la ciencia y la técnica, o la jurisprudencia. Ahí, en esa gran democracia, si es que no compadreo, todos alternan y se codean con todos. Y es que, si de lo que se trata es de enseñar lengua, la verdad es que tanto da diseccionar una lira de fray Luis como el eslogan de una marca de detergente o una receta gastronómica, porque al fin y al cabo la cantidad de gramática y de semiología que hay en esos mensajes viene a ser técnicamente más o menos la misma.

Pero, en fin, todo sea por esa buena y sacrosanta causa que es el aprendizaje de la lengua, puede pensarse. Claro que, luego, uno se pregunta: ¿y para qué sirve la lengua? ¿Para qué necesitan saber tantos requilorios gramaticales y semiológicos nuestros jóvenes? Porque el objetivo prioritario de esa materia debería ser el de aprender a leer y a escribir (y, consecuentemente, a pensar) como Dios manda, y el estudio técnico de la lengua, mientras no se demuestre otra cosa, únicamente sirve para aprender lengua. Es decir: para aprobar exámenes de lengua. Entre ellos, el de selectividad, por supuesto, que eso son ya palabras mayores. Yo sospecho que, en algún oscuro departamento de alguna universidad, en el centro de algún laberinto pedagógico, alguien alimenta el sueño, o más bien la pesadilla, de que algún día habrá en España cuarenta millones de filólogos.

El asunto, de cualquier modo, no es de ahora. En 1879, por ejemplo, en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza escribía Manuel B. Cossío: "¿Por qué no suspender el abstracto estudio gramatical de las lenguas hasta el último año de la enseñanza escolar y ejercitar al niño en la continua práctica de la espontánea y libre expresión de su pensamiento, práctica tan olvidada entre nosotros, donde los niños apenas piensan, y los que piensan no saben decir lo que han pensado?" Ciento veinte años después, la erudición gramatical, aunque con distinto ropaje, sigue vigente en las escuelas, y va camino de convertirse poco menos que en una plaga de dimensiones bíblicas.
Lo que le ocurre a mi joven amigo me recuerda mis tiempos de estudiante de Filología Hispánica. Yo llegué a sufrir aún los excesos, tan ridículos como estruendosos, de la erudición. Jamás en cinco años llegamos a comentar ni una sola página de La Celestina, el Lazarillo o el Quijote. Como en aquel relato de Kafka donde el mensajero del emperador no podrá llegar nunca a su meta porque la inmensidad del propio imperio se lo impide, o por la misma razón por la que Aquiles no conseguirá darle alcance a la tortuga, de igual modo tampoco nosotros accedíamos nunca a los textos originarios porque antes había que atravesar un laberinto inacabable de datos, de hipótesis, de averiguaciones, de fechas, de variantes, de teorías, que (ahora lo sé) no eran un medio para llegar a la obra y enriquecer la lectura sino un fin en sí mismo. Tampoco mi joven amigo sabe bien lo que lee porque, entre él y los textos, se interpone siempre la gramática, como un burócrata insaciable. Un poco al modo de aquella parodia donde Cortázar da instrucciones para subir una escalera, tanto mi joven amigo como yo nos quedamos en la higiene de los manuales de uso, sin lograr apenas ascender unos cuantos peldaños.

No hay esperpento sin un fondo solemne sobre el que destacarse. ¿Y qué mejor fondo, y de mayor solemnidad, que el de la técnica, sobre todo si se le añade el aura de un cierto hermetismo? Ante la cosa técnica, y la superstición de lo útil, todos callan y otorgan, como si se tratase del traje nuevo del emperador. Hace ya tiempo que la tecnificación del saber llegó también a las humanidades, culpables acaso de parecer sobrantes y anacrónicas en el mundo de hoy. Uno no tiene nada contra la gramática, pero sí contra la intoxicación gramatical que están sufriendo nuestros jóvenes. Uno está convencido de que, fuera de algunos rudimentos teóricos, la gramática se aprende leyendo y escribiendo, y de que quien llegue, por ejemplo, a leer bien una página, entonando bien las oraciones y desentrañando con la voz el contenido y la música del idioma, ése sabe sintaxis. Sólo entonces, como una confirmación y un enriquecimiento de lo que básicamente ya se sabe, alcanzará la teoría a tener un sentido y a mejorar la competencia lingüística del usuario. Así que, quien quiera aprender lengua, que estudie literatura, mucha literatura, porque sólo los buenos libros podrán remediar la plaga que se nos avecina de los gramáticos a palos.

sábado, 23 de octubre de 2010

La distracción


Para presentar un análisis de la categoría estética de “distracción” lo mejor es recurrir a un ejemplo sacado del río de la vida. Recuerdo que un viernes sagrado por la tarde mi mujer se desplazó con sus amigas al complejo comercial de Las Rozas Villlage tras las huellas frescas de unas rebajas de leyenda (que, por supuesto, no eran para tanto). Mis hijos se habían marchado a media tarde con su gente y no volverían por casa hasta la madrugada del sábado.
Estaba deliciosamente solo y con el ánimo renovado por el fin de semana en ciernes (como decía Woody Allen “la vida es eso que ocurre mientras hacemos proyectos”). Había comido con parsimonia, dormido la siesta y ordenado mi cuarto ¿Y ahora qué?
Era el momento de rebuscar entre mis películas y dar con la justa a las circunstancias: sin pensarlo, escogí la tercera entrega de El señor de los anillos, El retorno del rey, pues en el caso poco probable de que la viera completa, asistiría al triunfo definitivo del Bien sobre las fuerzas del Averno. Elegí lo que se llama una cinta distraída.
El término “distraído” tiene dos acepciones que se ciñen como un guante a la idea que recechamos: la película es entretenida y, además, la podemos seguir sin excesiva atención.
Por una parte, la épica de Tolkien, su acción trepidante, sus continuas novedades y la intensidad de los estímulos visuales y sonoros, hacen de una sesión improvisada algo realmente divertido para una solitaria tarde del viernes.
Por otra, podemos acomodarnos en nuestro sofá y seguir las aventuras itinerantes de la Comunidad del Anillo sin demasiados sobresaltos (al contrario que esas anticipaciones que hacen los buenos novelistas del futuro imperfecto de un personaje). Además, mientras navegamos con languidez por ese mirar desatento, podemos descabezar un sueño y volver tan frescos a la acción sin habernos perdido nada.
Recuerdo la polémica resonante que se organizó hace años con ocasión del estreno del film Parque Jurásico. Los apocalípticos del momento sostenían sin fisuras la falta de profundidad argumental y valores cinematográficos de la película de Spielberg. Los integrados, que habíamos disfrutado sin complejos, defendíamos su capacidad de distracción, es decir, de pasar un buen rato sin necesidad de preguntarnos otra vez “por qué el ser y no la nada”.
Más tarde, en uno de esos intermezzos relajantes que se hacen necesarios al finalizar la lectura de un maestro, por ejemplo, Robert Walser, leí la novela de Michael Crichton que sirve de guión al film y, la verdad, aquello no funcionaba. Mientras que es imposible hacer una buena película de una gran novela (Belle de Jour de Joseph Kessel no lo es), es frecuente hacer una buena película de una novela mediocre. Para hacer una visita divertida y relajante al Jurásico es preciso ver las distintas especies de dinosaurios (sin duda lo más logrado), los paisajes inabarcables de la isla, el laboratorio donde se clonan los embriones, los vehículos que nos trasportan a las aéreas peligrosas, las alambradas electrificadas que, por supuesto, no valen para nada, y los demás ingredientes multimedia.
Nuestra educación intelectual ha estado llena de confusiones flagrantes entre los conceptos estéticos de “interesante” y “distraído”. Tienen interés artístico las soirées de la duquesa de Guermantes, narradas por Proust en la Búsqueda, las reflexiones de Ulrich sobre la trepidante inacción política y diplomática del Estado de Kakania, en El Hombre sin atributos de Musil, o la experiencia interior de Leopold Bloom, nuestro prójimo, en el capítulo del Ulises de Joyce que transcurre en el cementerio de Dublín. Pero no son propiamente interesantes sino distraídas las batallas inacabables de los ejércitos de la Tierra Media contra los orcos o las dentelladas pavorosas del tiranosaurio Rex.
De jóvenes estábamos reñidos con la categoría de "distracción"; nuestros hábitos exploratorios y, sobre todo, los modelos ilustrados de la época, nos hacían arrastrarnos en hordas selectas a los cine-clubs de la Ciudad Universitaria y tragarnos películas soporíferas (no digo malas) de “arte y ensayo” (una expresión todavía por aclarar) que considerábamos imprescindibles por su alto interés cultural: por ejemplo las de Jean-Luc Godard o Jirí Menzel. O bien oír música dodecafónica para la que no estábamos preparados, leer los libros de Marcuse sin enterarnos de nada o visitar los museos de pintura de forma compulsiva. Recuerdo que llevé medio engañados a mis sobrinos de entre diez y trece años a la GaleríaThyssen con la intención absurda de que conocieran una gran pinacoteca. A los diez minutos de iniciada la ronda los más sinceros me preguntaron: "¿Oye tío (ignoro si con intención parental o coloquial) es todo igual?" Lo suyo era el Parque de Atracciones y allí los llevé el siguiente fin de semana (incluso la montaña rusa para niños me resultó atroz).
Como dije en otro lugar, muchas de estas acaloradas discusiones se habrían solucionado pacíficamente (y sobre todo con brevedad) si se hubiese partido de la distinción entre alta cultura (highcult), cultura media (midcult) y cultura de masas (masscult), términos muy conocidos por los especialistas en sociología del gusto, entre otros Umberto Eco, Gillo Dorfles o Galvano della Volpe.

viernes, 15 de octubre de 2010

Viajes


Estoy de acuerdo con la idea de que viajar, tal y como la presenta Descartes en la primera parte del Discurso del método, consiste en leer el gran libro del mundo.
Es evidente que hay muchas formas de viajar y muchas edades para hacerlo. Durante la infancia (cuya única forma de recuperarla es tornar a las lecturas que tan felices nos hicieron, como sostiene Fernando Savater) solíamos viajar al pueblo o a la capital en compañía de nuestros padres. Pero eso no era viajar, pues los mayores nos imponían sin concesiones un mundo natural y cultural hecho a la medida de la Edad Oscura. Cada vez que cogíamos el correo de las seis de la madrugada, con aquel peculiar olor a carbonilla, el coche de línea en el que indefectiblemente nos mareábamos o el Seat familiar que conducía el patriarca con firmeza despótica, un inmenso Super Ego, un espeso laberinto generacional nos envolvía con sus prejuicios. Pero nadie es capaz de ver ni pensar con la cabeza de otro, por lo que volvíamos tan ignorantes (y sanos) como antes de partir.
Quiero evocar el aura de algunos libros de viajes, que dieron sentido a mi adolescencia. Destaca, en primer lugar, La Odisea, el heroico retorno de Ulises a Ítaca desde las playas arrasadas de Troya, donde los insaciables pretendientes dilapidan su hacienda y ponen cerco a su esposa. Pocos pasajes literarios son tan geniales como el encierro y la muerte de los pretendientes por el arco certero de aquel aqueo fecundo en ardides.
También recuerdo Los viajes de Marco Polo, la ofrenda de una tía generosa en el día de Reyes, que nos trasladaron a los lejanos confines del mundo con la imaginación anegada por la magia y el milagro, desde Japón a Samarcanda, desde Mongolia a la tierra de los zares y desde la estepa a las costas africanas.
O los viajes ilustrados de Gulliver escritos por Jonathan Swift, en los que no sabíamos con quien identificarnos, si con los liliputienses, los gigantes o los viajeros atrapados en aquellas tierras de ultramar donde sus costumbres insólitas eran finalmente más prudentes que las nuestras.
O los libros de Verne, entre los que destaca Veinte mil leguas de viaje submarino, que he releído obsesivamente y del cual me fascina todavía la filosofía social del capitán Nemo ("seis varas debajo del agua desaparece la infamia y la violencia criminal de la raza perversa de los hombres") o el lema del Nautilus (Movilis in movile, móvil en el elemento móvil), el submarino protagonista del relato. Mi abuelo me regaló al aprobar el ingreso a los diez años, La isla misteriosa, también de Verne, la historia de un viaje en globo que termina en desastre y propicia las consabidas aventuras de un grupo de náufragos en las islas vírgenes del Pacífico. El final de la novela, que recoge la última aparición de Nemo en escena, es la cereza que culmina el pastel. De adulto, con pesar, no he conseguido terminar este libro al que debo tanto afecto y tantas horas de dicha; por lo demás, el famoso Viaje al centro de la Tierra no he podido terminarlo ni de pequeño ni de mayor.
Ya en las lindes de la juventud intenté disfrutar de los libros de viajes del tipo Viaje a la Alcarria de Cela, las crónicas regionales de Delibes u otros sucedáneos del género. Lo cierto es que, con imperdonable simplificación, acabé por cansarme de las narraciones planas en las que los atardeceres son auténticos, lo mismo que los viñedos, los pastores de cabras, las plazas del pueblo, las cantinas, las cosechas de alfalfa y los cazadores de perdices.
Tampoco he disfrutado, por la falta de un saber que les sirva de sustento, de las crónicas de viajes dictadas por navegantes, diplomáticos o testigos eruditos del tipo “Visiones secretas del lejano oriente” (estoy pensando en los escritos de Pierre Loti), o de los viajes que hicieron historia, del tipo “Magallanes y la circunnavegación del Globo”, o del tipo más actual “Cómo conquistamos Marte” (las crónicas de los viajes espaciales de la NASA son una jerga tecno-nacionalista infumable).
Por último, me lo he pasado muy bien con lecturas de viajes tan heterogéneas como En el Camino de Jack Kerouac, El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, Tristes trópicos de Levi Strauss o el Diario de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin.
Pero dejemos de una vez la adolescencia. El primer viaje de verdad coincidíó con el final de los estudios de Bachillerato, ya prácticamente en la mayoría de edad. En el que me tocó en suerte fuimos en autocar a Toledo, al Monasterio de Piedra y Andorra. Por supuesto, la movida era sólo para hombres. En estos rituales de transición cambiábamos la tutela parental por la profesoral, aunque al final del trayecto éramos otros para siempre y para bien. Para empezar, los padres de los años sesenta no se ocupaban (o lo hacían mal) de sus hijos, por lo que nuestra infancia fue un engendro psicológico que tenía el ligero inconveniente de convertirnos en neuróticos incurables y la inmensa ventaja de dejar nuestras mentes intactas, vacías de monsergas y llenas de curiosidad. (El paradigma vigente de la educación sentimental ha dado un giro copernicano: entonces no nos hacían caso nuestros padres, ahora no nos hacen caso nuestros hijos). Con la mente en blanco aprendíamos con rapidez a leer el gran libro del mundo. En nuestras primeras andanzas éramos capaces de huir hábilmente de los tediosos paquetes que nuestros maestros trataban de colocarnos en vivo y en directo. Mientras Don Ezequiel se desgañitaba en la hermosa girola de la catedral de Toledo con sus manidas explicaciones, nosotros abordábamos a las niñas de un colegio de monjas, uniformadas con chaqueta azul y falda escocesa. Un amigo mío mantuvo correspondencia con una de esas muchachas en flor durante seis años sin que volvieran a verse. Ni siquiera el autor de Pepita Jiménez hubiera podido imaginar algo tan poético e inocente. Entonces, al revés que ahora, sólo iban a las discotecas nocturnas las parejas terciadas, los casados de mediana edad y algún caballero de gracia, así que los bachilleres en ciernes nos quedábamos en la fonda con la sana intención de jugarnos los cuartos a la carta más alta. Era el tiempo de las confidencias a media noche. Al terminar la partida, en la que me esquilmaron como siempre, mi colega de habitación, medio beodo de vermut, me dijo con voz entrecortada que por fin iba a contarme lo que tantas veces había anunciado (y que a decir verdad, puesto que había visto la película, me importaba un rábano). Asentí con un gemido, pues ninguna fuerza de este mundo hubiera sido capaz de impedir que lo largara… El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma chica que yo y la pérfida daba pie vagamente a sus oscuras intenciones (luego supe que era mentira), lo cual no se permitía conmigo ni en sueños. Lo puse en mi lista negra y no pude dormirme hasta que comprendí que era metafísicamente imposible que aquel ángel de amor pudiera darle cuerda a semejante memo. Años más tarde supe que se había casado con un piloto de Iberia.
En el Monasterio de Piedra, un entorno a la vez agreste y doméstico, comprendimos jubilosos lo lejos que estábamos de casa y todo lo que recuerdo de Andorra son ciertos sentimientos teológicos asociados a los valles pirenaicos, la única calle del principado y una radio muy barata que sonaba en la tienda y se negó a funcionar en cuanto nos marchamos.
(Los bachilleres de ahora viajan a Egipto, Santo Domingo y Cuba).
El siguiente viaje coincidió –por imperativo sociológico- con el final de carrera. Cuatro amigos de primera (las chicas eran seres de otro planeta) decidimos, al igual que los peregrinos del “Grand tour”, conocer Italia. La memoria involuntaria se detiene un instante en el camarote del barco que nos llevó a Génova y el bocadillo de jamón que nos zampamos antes de acostarnos; el puerto recoleto de Rapallo, el césped brillante del conjunto románico de Pisa, la luz otoñal de la plaza de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia al anochecer, el camping Michelangelo a las puertas de Florencia, y sobre todo, la maravillosa iglesia bizantina de San Vital de Rávena a orillas del Adriatico, un lugar que, en cierto modo, decidió por mí, la forma de ver las cosas.
El mismo concepto de viajar ha cambiado radicalmente a partir de la consideración del mundo como una aldea global. Los jóvenes viajan a todas horas y por todas partes con un admirable desparpajo. Los vuelos de bajo coste han sido el complemento necesario de un profundo cambio estructural. En realidad, se tarda lo mismo (si nos olvidamos de los trámites en ambos aeropuertos) de Madrid a París en Vueling que de Madrid a Cuenca en Auto-Res; y el precio no es mucho más alto si se saben elegir las fechas. Mi hija está de Erasmus en París (una moda cultural de la que no quiero hablar porque a veces lee mis escarceos). Pensé que este padre anticuado no sería capaz de soportar su ausencia, incluso le propuse que firmara un contrato como condición para financiar su proyecto en el que se comprometía a hacer lo que quisiera excepto enamorarse de un francés… Sin embargo, con las nuevas tecnologías los viajes ya no son lo que eran. El teléfono internacional, el correo electrónico, la videoconferencia. Hablo y estoy con ella mucho más que antes.
Para terminar, quiero decir algo de los viajes de la gente mayor. No considero viajar a los vuelos del ejecutivo que va a la reunión de la empresa matriz en Los Ángeles para perpetrar un nuevo aquelarre financiero; o el golfista profesional que conoce exclusivamente los hoteles de acogida, los espacios de prácticas y los campos de competición. Creo firmemente en la conclusión de Levi Strauss de que es preferible una experiencia etnográfica bien hecha a innumerables observaciones abiertas. Por eso prefiero concentrar mis fondos para viajes en uno sólo proyecto al año pero bien planificado: Berlín, Viena, Oslo; un hotel confortable, vuelo regular, museos a discreción, paseos sin prisas, desplazamientos en taxi, gastronomía decente y tiendas sin regateos. A mi edad el cuerpo sólo me pide alegrías. Por eso cuando me jubile evitaré cuidadosamente los viajes baratos del INSERSO a Mallorca, Benidorm y el Parque de Doñana. El lema de mi barco afirma con laconismo que “quien no debe no vive”. Así pues, como el capitán Nemo, cuando me llegue la hora espero morir como he vivido: por encima de mis posibilidades. Después de todo que es la vida sino un costoso viaje…

sábado, 9 de octubre de 2010

Arte conceptual


Una de las vanguardias del siglo XX más citadas por expertos, aficionados y snobs (un término complejo al que Proust le dedica interminables reflexiones en el último volumen del tiempo perdido) es el “Arte conceptual”.
De entrada, la expresión me parece redundante o tautológica, pues todo arte es en sí mismo discursivo, aunque intervengan también en su construcción otros componentes. Autores, escuelas o vanguardias tienen siempre tras de sí un generoso sustento teórico. Es más, cuanto más simples son en apariencia los resultados, caso del fauvismo o del pop art, más abundantes brotan sus conceptos. A veces, un lienzo en blanco con tres puntos fijados al azar es la conclusión de un tratado de quinientas páginas.
Ni siquiera desde el interior del arte se ha podido prescindir de su discursividad. Es el caso de Marcel Duchamp, quien desde los comienzos rompió cualquier vínculo con los manifiestos ideológicos de las vanguardias; incluso fulminó la idea de la especificidad del arte. Pero nunca hay objeto sin pensamiento, por lo que más allá de sus ruidosas declaraciones se abría paso a golpes de cincel un nuevo espacio intelectual. O como ocurre con otro de los innovadores de la pintura contemporánea, René Magritte, cuya teoría del arte parte de la depuración de los elementos conceptuales y simbólicos como residuos perturbadores del cuadro… para descubrir finalmente (como él mismo reconoció) lo contrario: un arte basado en la noción de discursividad, es decir, en la construcción y transferencia de sentido.

El pintor puede pensar con imágenes si no se somete a los prejuicios que lo hacen considerarse un artista que expresa, representa o simboliza ideas, sentimientos o sensaciones. El pensamiento de un pintor se identifica con imágenes cuando la inspiración lo libera de esos prejuicios. Entonces ya sólo comprende los objetos aparentes que el mundo le ofrece: cielos, personas, árboles, sólidos, inscripciones... reunidos en un orden que no es indiferente. Un pensamiento así puede volverse visible gracias a la pintura y su sentido está oculto así como está oculto también el sentido el mundo. El sentido es ajeno a las interpretaciones que le damos. Mis cuadros fueron concebidos para ser signos materiales de la libertad de pensamiento. Por esta razón, son imágenes sensibles que no desmerecen del Sentido. Poder responder a la pregunta: ¿Cuál es el sentido de las imágenes?, correspondería a llevar el Sentido, lo Imposible, a un pensamiento posible.

En realidad, la discursividad es una característica inherente a la teoría de la relatividad, el materialismo histórico de Marx o las novelas de Musil. El lenguaje científico, filosófico o literario tienen una sintaxis propia, es decir, unas reglas de formación y transformación de enunciados distintas, pero lo que esencialmente comparten es la intención de construir y transferir el sentido desde del pensamiento al mundo. Se trata de una diferencia gramatical entre géneros externos (del mismo modo que para la filosofía, entre géneros internos, no es lo mismo un compendio teológico, una obra aforística, un ensayo puntual o un tratado sistemático).
La obra de arte como totalidad está formada por un conjunto de elementos estéticos que pueden ser fijados por separado. Estos componentes cardinales, de cuya presencia depende la verdad y la belleza, son, según la filosofía del arte, formales o estilísticos, simbólicos o metafóricos, discursivos o conceptuales, narrativos o rapsódicos, expresivos o sentimentales, alusivos o biográficos y contextuales o históricos. Las distintas teorías estéticas (formalistas, simbolistas, intelectualistas, expresionistas, psicoanalíticas, historicistas…) han dado prioridad a uno de estos elementos en la interpretación de la obra. En todo caso, la genuina filosofía del arte no debería especular sobre su orden jerárquico, sino mostrar su ascenso y resolución en cada creación particular. Conservamos, por ejemplo, tres grandes series del maestro de la pintura ilustrada William Hogarth (1697-1764), La carrera del libertino (seis lienzos), El matrimonio a la moda (seis lienzos) y La campaña electoral (cuatro lienzos). Cualquiera de ellas es, además de un prodigio de técnica pictórica, una narración esperpéntica de las costumbres de la época, una constelación inabarcable de símbolos, una fuente de emociones inquietantes y también una profunda reflexión sobre el materialismo como código ético, las consecuencias irreparables del matrimonio de conveniencia o la inautenticidad de las rutinas democráticas.
Es posible, por tanto, analizar tales componentes mediante la reflexión estética; y es lícito hacerlo como uno de los métodos más firmes para desvelar el contenido de la obra, penetrar el enigma que propone y manifestar la totalidad de su estructura.
Históricamente, la exclusión del arte de la discursividad es obra de la estética empirista, de la crítica de Kant y del sistema hegeliano.
Para el empirismo de Hume, la escisión insalvable entre hechos y valores lleva a que la experiencia estética no sea propiamente un asunto de la razón sino una mera inclinación emocional hacia lo bello (uno de los innumerables sentimientos que conforman, según esta teoría, la urdimbre afectiva). La pobreza del juicio estético “me gusta” (por más que en el arte nada sea simple) equivale, en el plano del conocimiento, al momento inicial de la certeza sensible. En ambos casos nunca se traspasan los límites de lo inmediato. Curiosamente, el empirismo piensa que ha llegado con su teoría emotivista al final de proceso creador, cuando sólo se trata de un comienzo vacilante. Como si los sentimientos únicos que suscita la obra de Kafka, la ausencia de esperanza por la distancia insalvable que nos separa de cualquier orilla (incluso de la más inhóspita) o el desaliento por estar perdidos en un inmenso laberinto sin clave, no fueran ante todo una visión discursiva. La estética empirista nos ha adormecido tenazmente con su canción meliflua de lo bello y su influencia balsámica. Sin embargo, el objeto de la filosofía no puede consistir en la definición de una belleza abstracta en la que nunca se sabe muy bien de que estamos hablando y que, de entrada, debería mostrar sus cartas credenciales. Como propone con admirable simplicidad Fernando Zóbel, uno de los pintores más representativos de la abstracción en pintura:

No sé muy bien lo que es “un cuadro bello en sí”. La palabra belleza se ha vuelto muy sospechosa, y no sabemos muy bien lo que entiende la gente cuando la empleamos. Yo por lo menos la empleo poco para evitar confusiones. La frase “cuadro bello” tiene cierto sentido inconsciente a temática decimonónica: a crepúsculos y desnudos suntuosos, a nocturnos con cipreses y agonías históricas. Perversamente se piensa en el tema y no en el cuadro. Yo diría que un cuadro es bello cuando cumple claramente su intención. En ese sentido, claro que me interesa. Todo cuadro es nueva búsqueda, y cuando sale, es aportación. Cada lienzo nuevo es una aventura, aunque no se trate de ogros y dragones.

Para Kant, el juicio estético es en última instancia subjetivo, aunque implica una referencia inevitable a la facultad de los conceptos por su intención de universalidad que finalmente no puede realizar (a la aprehensión de la obra por la facultad de la imaginación, el entendimiento no puede proporcionar una demostración concluyente de su objetividad). Sin embargo, el arte no es el reino de la indeterminación ni la noche donde todos los gatos son pardos. El fundamento del juicio estético, según Kant, no es una mera exposición conceptual, sino un peculiar estado de ánimo basado en la armonía entre ambas facultades: una especie de contemplación desinteresada y placentera que es a la vez sensible e intelectual. La antinomia kantiana del gusto -si el juicio estético tiene o no su fundamento en los conceptos- se resume en la aspiración tantálica del arte a una verdad general que nunca puede alcanzar; y se resuelve en la idea de que la universalidad del juicio estético es para el entendimiento una suposición imposible de explicar, aunque pensable por la razón en el mundo de las ideas metafísicas (las que finalmente interesan a una estética genuina que no renuncia a la espiritualidad del arte ni claudica ante todo lo que suponga reticencias por cercenar su despliegue).
Para Hegel los tres momentos de comprensión y producción definitiva del espíritu absoluto (en el que finalmente se identifican pensamiento, verdad y realidad) son, por este orden, el arte, la religión, y la filosofía. Los tres saberes del espíritu no se diferencian por su conclusión, la verdad completa y acabada, sino por la presentación angular de cada uno: el arte como intuición sensible, la religión como representación simbólica y la filosofía como exposición conceptual. Esta clasificación resulta inaceptable fuera del sistema hegeliano; sin duda, las exigencias compositivas de sus momentos finales (la transición de la conciencia estética a la religiosa y de esta a la filosofía) llevaron a Hegel a suponer que el arte expresa la idea absoluta de una manera inmediata y puramente sensible, lo cual resulta inadecuado incluso para las artes plásticas a las cuales en el fondo se apunta. La espiritualidad del arte, también en las artes plasticas, va más allá de la mera apariencia o forma exterior de la belleza y, sobre todo, de la intuición no fundada como forma de conocimiento. Valga como ejemplo el admirable libro de John Ruskin (con prefacio de Marcel Proust) sobre ese inmenso laberinto de piedra y conceptos que es la catedral de Amiens.

jueves, 7 de octubre de 2010

El sentido del deber


Robert Walser, Los hermanos Tanner

El doctor Klaus, conocía miles de deberes grandes y pequeños, y a veces hasta daba la impresión de echar en falta algunos más. Era una de esas personas que impelidas por el imperativo de cumplir con su deber, se precipitan en un edificio ruinoso y construido enteramente con deberes ímprobos, por miedo a que alguna obligación recóndita y poco evidente pudiera, llegado el caso, írsele de las manos. Se imponen muchas horas de inquietud por aquellos deberes no cumplidos, sin pensar que un deber deposita siempre otro nuevo sobre los hombros de quien ha asumido el primero, y creen haber cumplido con algo parecido a una obligación sintiéndose inquietos y angustiados por su aun oscura existencia. Se enredan con facilidad en muchas cosas que, si las considerases con más calma, no tendrían por qué importarles, y quisieran ver a los demás tan cargados de preocupaciones como ellos mismos. Suelen mirar con envidia a los desprejuiciados y exentos de obligaciones y echarles luego en cara su irreflexión y falta de escrúpulos al ir tan campantes por la vida, con la cabeza tan fácilmente erguida. El doctor Klaus se imponía a veces algún descuido mínimo, modesto, aunque luego volvía siempre al gris y sombrío mundo de sus deberes. Quizás alguna vez, cuando todavía era joven, tuvo deseos de cortar por lo sano, pero le faltaron fuerzas para dejar tras de sí, sin darle cumplimiento, algo que parecía un deber admonitorio, soslayándolo con una sonrisa de desdén. ¿Desdén? ¡Qué va: el nunca desdeñaba nada! Pensaba que, de haber querido intentarlo alguna vez, habría salido muy mal parado y siempre hubiera recordado con pesar el objeto de su desdén. Jamás despreciaba nada, y perdía su joven vida disponiendo y analizando cosas en absoluto dignas de análisis, examen, cariño o consideración alguna. Así se fue haciendo mayor, y como no era hombre carente de sensibilidad ni fantasía, muchas veces se reprochaba con acritud no haber atendido la obligación de ser él mismo un poquito feliz. Era ésta una omisión más que venía a mostrar muy a las claras que justamente las personas con mayor sentido del deber jamás logran cumplir con todas sus obligaciones; que hasta puede resultarles más fácil desatender sus deberes principales para recordarlos sólo al cabo de un tiempo, cuando quizás ya es demasiado tarde. Más de una vez el doctor Klaus había pensado en sí mismo con cierta tristeza al evocar una dicha entrañable que se le había escapado, la dicha de verse unido a una muchacha joven y amorosa que, por supuesto, hubiera debido proceder de una familia irreprochable.

viernes, 1 de octubre de 2010

Historia de la sexualidad


Lo bonito y atractivo gusta, de ahí que lo bello y lo bonito se hallen tan expuestos al peligro de ser devorados o explotados miserablemente.
Robert Walser, Jakob Von Gunten

Leía hace un par de días tumbado en el sofá el segundo volumen de la Historia de la sexualidad de Foucault, titulado “El uso de los placeres”, en concreto el apartado dedicado a la sabiduría del matrimonio. Es curioso: el pensador francés no era un hombre casado en el sentido estadístico del término, Balzac se casó “in articulo mortis”, Nietzsche fue un soltero impenitente, igual que la base y la cúpula de la iglesia romana. Sin embargo todos, especialmente la última, han pontificado a sus anchas sobre la vida matrimonial. Para que luego digan que la vida marital no atrae a los solteros.
La mayoría de las obras de Foucault tienen para mí el defecto de gran parte de la filosofía francesa: el exceso de originalidad; no son construcciones del sentido, en este caso del sexo, sino invenciones falaces, ocurrencias menudas, teorías pretenciosas, ficciones sin talento literario. En resumen, estaba harto de trucos sobre las relaciones entre la sexualidad y el poder (Foucault ha conseguido convertir la hidra de siete cabezas en una entelequia aristotélica).
Para empezar, es difícil hablar de la sexualidad de los jóvenes en los años cuarenta porque sencillamente no existió. Su realidad era la misma que la del universo antes de la Gran Explosión: nada. Ni siquiera los símbolos más enrevesados del brujo de Viena hubieran podido interpretar el sentido profundo de un instinto que fue empujado sin flaqueza hasta los confines del infierno; por lo demás, hay otras carencias y necesidades que no son sino lamentos sonoros y una parte insoslayable de la historia universal de la infamia. Acaso la explicación más plausible de esta ausencia sea puramente cultural. Lo que la sociedad española entendía en aquel tiempo por sexualidad respondía a la visión moral de la Iglesia católica (hoy no es muy distinto) guiada por las sesudas reflexiones de Tomás de Aquino (junto con Chesterton y José Bono uno de los católicos más inteligentes que ha dado esta doctrina). Igual que el Doctor Angélico, todo el mundo sabía que el fin primario de la conjunción de los sexos, aquella actividad que nos iguala a las bestias (sic), es la procreación y la educación de los hijos dentro de la familia bendecida; y el fin secundario, la satisfacción de la concupiscencia. De esta gruesa confusión entre dos tendencias innatas, la pulsión sexual y la filiación, comprensible en la oscura Edad Media, se seguía una alergia generalizada al sexo, tal y como narraban ciertas leyendas del tálamo sobre sábanas moradas que cubrían las imágenes santas antes de la coyunda o sobre pijamas grises que se arrastraban por el suelo con estratégicos ojales. La verdad, uno entiende que en estas circunstancias a la gente se le quitaran las ganas de hacer el amor.
Por los años setenta algo cambió la cosa. Tenía fama por entonces la “fila de los mancos”, es decir, la última bancada de los cines en la que las esforzadas parejas trataban de dar licencia y un respiro a sus pasiones. Lo cierto es que si no formabas parte de ese viaje dominical a Citerea era bastante molesto escuchar los arrullos y suspiros que volaban por el éter mientras tratabas de centrarte en las andanzas de Marcelino pan y vino.
El paradigma de esta sexualidad emergente fue el célebre caso del cipote de Archidona, que apareció tímidamente en la prensa y al que Camilo José Cela, puso letra y música para ensalzarlo y darle el nombre épico de insólita y gloriosa hazaña. Conviene recordar los pormenores de aquel inocente suceso. Dos novios de ese amable pueblo de la provincia de Málaga asistían en la fila de los mancos a la consabida sesión de tarde en la que se anunciaba un anodino musical. Quizás por la costumbre y también por la búsqueda de sensaciones más intensas (dudo mucho que por la trama de la cinta), en un instante luminoso los jóvenes aumentaron la lista de sus tiernos tocamientos. Con gesto encomiable, la joven desabrochó la cremallera de su chico y este se dejó hacer mientras miraba complacido las maniobras de Gingers Rogers. El resultado natural de tan delicioso trance fue un éxtasis amoroso que solo puede ser descrito con justeza mediante los primeros versos de El ciprés de Silos, el bello soneto de Gerardo Diego.

Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.

La savia entrañable del aguerrido mozo se derramó abundante sobre las tres filas delanteras, y ante tal lluvia de oro es fácil imaginar el bochinche que se armó: los juramentos e imprecaciones de los directamente empapados, las burlas y remoquetes de las filas de secano, las risotadas del patio de butacas… Los dos novios, corridos de vergüenza, salieron al galope por la puerta de emergencia, abochornada ella por ser la mano del delito y él subiéndose los pantalones. Pasamos por alto las estúpidas denuncias de algunos implicados, demasiado susceptibles por algo que le puede pasar a cualquiera, y finalizamos el divertido episodio con las nupcias felices de los novios como mandan los cánones y las indulgencias plenarias del pueblo.

Allá por los años ochenta se produjo otro salto cualitativo en los usos y costumbres de los jóvenes que debe ser tenido por confirmación de la idea de progreso. Ahora, las parejas de tórtolos habían huido de los sofocantes cines para refugiarse en los coches. Con el auto de papá podías desplazarte a los parajes más ocultos de la jungla del asfalto: la calle sin farolas del arrabal, el aparcamiento del supermercado en las afueras (demasiado concurrido a las doce de la noche), el calvero abierto entre los chopos, el camino solitario que se aleja de la ruta... Se podría dictar un Kama Sutra con las complicadas posiciones eróticas de los jóvenes dentro del seiscientos. Por ejemplo: en los asientos delanteros, uno frente al otro o uno detrás del otro; en los asientos traseros, uno encima del otro con las ventanas abiertas para poder sacar las piernas o el clásico 69 convertido por falta de espacio en un modesto 33.
El problema de estos ardorosos encuentros es que la mayoría de las veces respondían al modelo juvenil del “aquí te pillo y aquí te mato”, sin ningún tipo de precauciones o simplemente dejándolas de lado porque, en el fondo, el amor es un deporte de riesgo. A esto, de por sí consistente, se añade el principio universal de que las muchachas en flor se quedan encinta con sólo mirarlas. La conclusión necesaria de este silogismo práctico es que los embarazos no deseados brotaban como las flores de los almendros. Como es bien sabido, cualquiera de las soluciones al dramático dilema (ser o no ser, esa es la cuestión) marcaba a la pareja y, a veces, de forma indeleble a la madre (y también a la abuela que tenía que criar al nieto).

Y llegamos por fin a las anunciadas casas de citas del telediario. Los hoteles con fines amorosos, normalmente en los aledaños de la ciudad, o el uso amoroso de los de hoteles, han existido siempre. El problema para los jóvenes era que en cuanto el encargado de la recepción se olía la tostada los ponía de patitas en la calle. Las nuevas casas de citas para parejas sin lecho surgen precisamente para solventar ese problema. Son un ámbito de relación con reglas propias: en el aparcamiento del hotel tu plaza de garaje está separada por cortinas de los espacios contiguos por motivos de discreción. Nadie sube al vestíbulo con otros clientes. Para inscribirte te reciben en exclusiva. Te asignan una habitación y el camarero te la muestra: mareantes colores cálidos, música empalagosa, camas superferolíticas, bañeras con forma de cisne, luces indirectas y espejos por todas partes; un entorno concebido para quienes no harían el amor si no existiesen los sex-shops. Posiblemente eran más estimulantes la oscuridad del cine o el asiento del coche. No sé con certeza qué prácticas sexuales o fantasías eróticas son o no aceptables; lo cierto es que los amantes que se acogen a esta prestación social representan simbólicamente unos papeles un tanto encanallados. Dejemos mejor a los sexólogos, cuyas opiniones son cada vez más libertinas, que resuelvan este delicado asunto; lo único que tengo claro es que estas moradas del amor profano son auténticas catedrales de mal gusto.
Mi solución abierta es que habría que reflexionar una vez más sobre la frase final de la proposición 6.421 del Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein: Ética y estética son lo mismo.