viernes, 16 de julio de 2010

La estética industrial 1. Utilidad y belleza


Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas-pensó Augusto-: tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza: La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!
Miguel de Unamuno, Niebla

Etimológicamente el término “arte” procede del latino ars que significa habilidad, destreza, oficio. El término es, a su vez, una traducción del griego tékne que significa lo mismo. Por tanto, el término “arte”, que hoy mantiene todavía esa voz en contextos arcaicos, es un sinónimo de poseer una habilidad especial o técnica para practicar una actividad determinada.
Si viajamos en el tiempo a los comienzos de la antropogénesis, hace más de un millón de años, podemos constatar que la especie humana ha sido viable gracias a la técnica. Cuando los homínidos bajaron de los árboles pudieron conquistar la sabana, cazar y alimentarse de carne (cuyas proteínas son imprescindibles para el desarrollo del cerebro) por la utilización organizada de instrumentos de defensa y ataque. La técnica es el primer estadio del saber, después vendrán el arte, la magia, la religión, los mitos… La tecnología y la industria serán sus poderosas herederas.
Sin embargo, el término “arte”, unido en sus orígenes a la técnica, tiene, además de un componente instrumental (relacionado con la utilidad y la manufactura), un componente estético (relacionado con la belleza y el sentido).
Este doble significado, que forma parte de la esencia del arte y recorre su historia, ya estaba presente en la primigenia cultura durante el proceso de humanización. A partir de la aparición del Homo sapiens sapiens los testimonios muestran que el hombre prehistórico tenía un innegable sentido de la figura, la composición y el color. Sus obras obedecían a ciertas reglas simbólicas o explicativas que ponían a la representación en relación sensible y espiritual con su referente natural o humano. Los primeros artífices eran también auténticos artistas: sus productos eran, además de útiles, genuinas obras de arte. El Hombre de Cromañón contó con numerosas manifestaciones artísticas unidas a la fabricación de enseres domésticos, armas para la caza, vestidos y adornos corporales; poseía incluso una evidente habilidad para decorar el espacio habitable. Pero las expresiones más avanzadas son, sin duda, las pinturas rupestres, como las encontradas en los abrigos rocosos de Altamira y Lascaux, cuya realización data de hace 14.000 años aproximadamente.
A partir de esta definición constituyente del arte, entre la utilidad y la belleza, se han sucedido diferentes clasificaciones del concepto. Por ejemplo, en la antigua Grecia se contraponían las artes interesadas a las contemplativas, las productivas a las imitativas o las manuales a las intelectuales. Cualquier actividad era objeto de alguna clase de arte o técnica.
Durante la Edad Media, esta concepción se mantuvo con la separación entre artes mecánicas y artes liberales. Las primeras, basadas en el trabajo corporal, eran propias de la gente socialmente inferior, mientras las segundas eran propias de los “hombres libres” que podían dedicar su tiempo a la actividad intelectiva. Las artes liberales eran siete, organizadas según el ciclo educativo de la Escolástica medieval: el Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica), lo que hoy llamaríamos “Letras”, y del Quadrivium (Aritmética, Música, Geometría y Astronomía), hoy diríamos “Ciencias”. A su vez, las artes mecánicas incluían las destrezas características de los diversos gremios, entre otras, la pintura, la arquitectura y la escultura. También el arte de escribir, ubicado en el límite entre ambas, era considerado un oficio.
Esta clasificación persistió en líneas generales durante el Renacimiento (siglos XV-XVI) y el Barroco (siglo XVII). Fue en el siglo XVIII, la época de la Ilustración, cuando se impuso la separación moderna entre artes mecánicas con un significado industrial y artes bellas con un significado puramente estético. Posteriormente, esta distinción se debilitó todavía más, hasta el punto de que en la actualidad es posible hablar no sólo de las consabidas bellas artes, sino de una pujante “estética industrial” relacionada con los objetos de consumo, como el diseño de un automóvil, un vestido, una televisión o unos zapatos. La arquitectura, un caso intermedio entre consumo y arte, oscila entre los dos polos según predomine en sus productos un criterio funcional o estético.
Es evidente, por otra parte, que a partir del siglo XX (aunque existían antecedentes notorios) la industria cultural ha sometido a las bellas artes a un proceso irreversible de adaptación al modo de producción capitalista (como sugiere el título de la obra de Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica). A partir de la síntesis contemporánea entre beneficio y belleza, los criterios ilustrados que servían para establecer la adscripción de una obra a las bellas artes (que la obra de arte ha sido creada sólo para su disfrute estético y que no puede ser reproducida por una cadena de fabricación mecánica) han dejado de tener vigencia. Un DVD musical, un libro de pintura o fotografía, la copia de un film que se distribuye por las salas, la serigrafía de un pintor abstracto, una página web dedicada a la comercialización de imágenes arquitectónicas... son ejemplos de la cercanía actual entre arte y consumo.

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