domingo, 18 de julio de 2010

Elogio de la pesca


A mi hermano Joaquín.

Afirmaba Nabokov con absoluta convicción que la actividad más apasionante a la que un hombre puede dedicar sus afanes es cazar mariposas. A mí me parece que esa afición insaciable es la pesca. En concreto la pesca en agua dulce, es decir en los ríos helados de alta montaña, como el Escabas, los cauces medios de los ríos caudalosos, como el Júcar o los grandes embalses, como el pantano de Alarcón.
Los ejemplares varían según el entorno fluvial en que lancemos la caña: vigorosos salmones, bravos salvelinos, truchas de todos los tamaños, barbos, percas, basses, feroces lucios y rollizas carpas, entre otras codiciadas capturas.
La pesca es una actividad que reúne las tendencias más atávicas de nuestro cerebro reptiliano y los estados mentales más sutiles. Por un lado, están los instintos depredadores, consolidados a lo largo de millones de años de evolución; por otro, la sensación ambivalente del miedo-amor al abismo y a sus criaturas plateadas. La pasión por la pesca es una figura de la conciencia no resuelta todavía: es a la vez un deporte rudo y una de las más altas realizaciones del espíritu. Ningún sentimiento de la naturaleza es comparable al que suscita el misterio del río, bullente de vida, cuando despierta por momentos al amanecer o declina al ocaso.
Con nueve años pasé un verano completo en Valverde del Júcar, el pueblo natal de mi padre. Allí conocí al primer amigo del alma, Victoriano, un lugareño que me enseñó los secretos de la supervivencia: disparar con gomero, coger nidos, cazar lagartijas, mangar arzollas y pescar con un poco de pan mojado. Lo volví al ver al cabo de los años; éramos dos desconocidos que no alcanzamos a decirnos tres palabras seguidas…
Ignoro la herencia de sangre que me empuja hacia la pesca: mi abuelo paterno, Rodolfo, fue antes de la guerra Ingeniero de Montes en la provincia de Cuenca; sus contornos profesionales abarcaban la Serranía, uno de los lugares más hermosos del mundo. Acaso sea este el punto de partida.
Aquel verano, Eloísa, la fiel sirvienta  de mi familia paterna (una especie extinguida) que crío con solvencia a cuatro generaciones, me compró en el almacén de coloniales de la plaza del pueblo una preciosa caña de bambú de dos tramos. También el carrete de nailon, los anzuelos montados, los plomos redondos con su estría para sujetarlos al hilo, el corcho o veleta que anuncia la picada, el cebo, lombrices, que tenían a veces en la tienda y la nasa de mimbre. Después de la siesta (no dormía ni un minuto excitado por el lance) me llevaba al río Gritos, un cauce de orillas accesibles, aguas tranquilas y diez metros de ancho. Feliz (no hay otra palabra), prendía con cuidado la lombriz o la masilla y con sigilo dejaba caer el aparejo en algún remanso. Primero se movía el corcho imperceptible, después se vencía un poco, luego más para salir al punto, por fin se hundía por completo… era el momento de tirar del puntal y sacar coleando del río al enfadado cabezota (más adelante me enteré que el pececito es un ciprínido que se llama “gobio”).
Eloísa nunca me dejaba pescar más de diez. Limpiaba la mitad hasta dejarlos relucientes, los freía churruscados (sin duda para quitarles el sabor a fango dulzón que tienen los ciprínidos) y los servía en plato de loza. Me los comía con fruición, perplejo de ser el único comensal que apreciase las excelencias del fresco.
Una encantadora tarde de Septiembre mientras disfrutaba de mi afición favorita, alguien se acercó a nosotros sin que me diera cuenta hasta que nos saludó con voz espesa; sin preguntar miró los pececillos de la nasa. Me dijo que fuera tras él hasta una corriente de aguas claras y peñones en medio. Me pidió la caña, ató el anzuelo a su modo, también el cebo, dejo caer el sedal a pulso, sin corchear, y al tercer intento sacó del agua un precioso barbo de más de medio kilo. Diles que lo has pescado tú -dijo con una sonrisa-; me hizo un arrumaco en el pelo, encendió la colilla que llevaba en la boca y se marchó con paso cansino. Era el gitano. Nunca olvidaré su aspecto: de edad indefinida, bajo pero robusto, mal afeitado y con la cara llena de arrugas, de pelo gris ensortijado y ojos negros. Fue el héroe de mi niñez.
He pescado bogas en el Júcar a su paso por Cuenca, loinas al amanecer en la Piedra de caballo, cerca el Recreo Peral, ese lugar mágico que Zóbel escogió para pintar su serie sobre el río; carpas y black-bass en el embalse de Alarcón, truchas en el Guadiela y barbos en Valdeganga. A este último escenario, donde Saura filmó Peppermint Frappé, acudía con el tío Tavo, hermano de mi padre; además de molestar a los peces, lo que realmente importaba era el “refrior” del baño, la sombra de los álamos y la sabrosa comida. El aire libre, el ejercicio físico y el agua disparan el apetito; recuerdo a Tavo en el papel del cocinero, con la sartén y el camping gas dispuestos, preguntándome cuantos huevos fritos quería, dos o tres. Primero las cervezas de la nevera y las latas de anchoas o mejillones, al final los filetes empanados con pimientos verdes, de postre melón maduro.
Recuerdo también a mi hermano Joaquín, mejor pescador que yo, y a sus amigos de siempre al comenzar sus andanzas por los ríos. Iban con frecuencia al coto de pesca intensiva de Uña y el único que pescaba era el forestal, un alma caritativa que nos enseñaba a lanzar la mosca y sacar algunas truchas postizas con las que tapar las vergüenzas. Una tarde que acompañaba a Mariano en su faena -por desgracia se ha ido con los más- nos topamos en un recodo del río con un pescador de verdad. ¿Cuántas truchas has sacado?, le espetó Mariano; once o doce dijo el barbado, ¿y tú?, Pues yo, dudó Mariano, ¡una o ninguna! (me caí rodando de risa por el verde). ¡Siempre pescaban cuando yo no iba!
Uno de los novatos del grupo que sin duda se reconocerá en este cóncavo espejo, me contó mi hermano, apareció la primera vez hecho un pincel con un equipo completo comprado en la sección de deportes de El Corte Inglés. Botas de goma verdes hasta la cintura para vadear el río, chaleco verde con incontables bolsillos en los que cabía una mudanza, pantalón verde de loneta… Risas contenidas. Se metió en la corriente con la fe del converso y a la primera poza se hundió hasta las orejas… casi no pueden sacarlo. En cada bota cabían cincuenta litros de agua. Se desvistió para secar la ropa y al final se alejó sospechosamente. Le siguieron a oscuras y en celada, y casi se desmayan al descubrir que llevaba calzoncillos verdes ¡estampados de anzuelos!
Con el tiempo y una caña aprendieron a valerse por sí mismos. Iban entonces a los rincones encantados del Tajo, limítrofes entre las provincias de Cuenca y Teruel, como Peralejos de las truchas. Llevaban porteadores para la impedimenta y por las noches el campamento parecía la jaima de un jeque árabe. Sólo faltaban las deliciosas huríes bailando a la luz de la Luna (a veces, ni siquiera faltaban, aunque no tan ideales).
Una vez casado volví a las andadas, pero el día en que mi mujer, invitada por error a la fiesta, se percató de los cebos que usaba y cómo ponía las lombrices en el anzuelo me prohibió volver a tocarla… tuve que abandonar la pesca por un tiempo.
El pretexto fue enseñar a pescar a mis hijos; el lugar, el hotel El Tablazo, bueno, bonito y barato; su propietario, otro amigo, Alfonso Alegría, que ha creado de la nada un lago mediante el desvío hacia la finca de un ramal del Júcar; el resultado: un entorno natural repleto de truchas que cría con amor en una piscifactoría anexa. El mismo Alfonso me proporcionaba el señuelo, una harina pastosa que servía de pienso a los peces y que en el lago resultaba infalible. Echar y sacar. Mis hijos se divertían de lo lindo y yo, por la cercanía del bar y los deliciosos cubatas de ron añejo, lo que pescaba era una prudente merluza.
Toda actividad tiene su mitología: la de Cuenca eran las truchas abisales y los olímpicos ribereños que a veces las clavaban en los tramos anchos de Júcar. Por ejemplo, la emblemática trucha del restaurante Togar (no sé si sigue allí en su urna de cristal) que debía pesar unos ocho quilos; según me contó su dueño, Julián, fue dominada por el sin par Indalecio Auñon, vecino y carpintero del popular barrio de la Guindalera, tras un combate de más de veinte minutos bajo el puente de hierro. Había muchas historias parecidas o con variantes: así, la trucha de astucia inaudita y tamaño creciente cuya sombra rondaba por los márgenes del Júcar a su paso por Albaladegito; una criatura de leyenda que ha sido buscada en vano, como el santo Grial, por generaciones de caballeros andantes.
En la actualidad, con cincuenta y tantos años, me conformo con los documentales del canal Caza y pesca en el Plus y, sobre todo, con la convicción de que cumpliré mi proyecto final en este mundo: pescar los salmones que remontan los grandes ríos de las tierras agrestes de Canadá para reproducirse y morir felices después de un viaje único e incomparable.

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