lunes, 14 de junio de 2010

El lenguaje de la política


Analizar la gramática del lenguaje político supone retornar y retomar las ideas realistas en torno al tema de Maquiavelo (1469-1527), el pensador renacentista que las fijó para siempre.
No vamos aquí a exponer el pensamiento político de Maquiavelo, aunque sí admitiremos plenamente el hilo conductor de sus reflexiones, ahora más actuales que nunca.
En primer lugar, si queremos entender el problema propuesto, debemos centrarnos empíricamente en lo que la política es, no en lo que debiera o pudiera ser. La primera consecuencia de este planteamiento es la autonomía del lenguaje político, es decir, su independencia o desvinculación de otros lenguajes de rango superior.
El lenguaje de la política, por tanto, no está subordinado a la religión, como pensaban los teólogos medievales como Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, y piensan ahora los teóricos del fundamentalismo, sean islamistas o cristianos.
Tampoco está subordinado a la ética, como afirmaba en la antigüedad Aristóteles y en nuestros días los honestos pero ingenuos defensores del universalismo cultural, para quienes el ordenamiento jurídico que vertebra la sociedad civil debe recoger, proteger y fomentar los derechos humanos que formula la comunidad internacional. No acaban de reconocer que tales derechos, condenados a superestructura del liberalismo económico, son el aceite lubricante, el bálsamo del capitalismo industrial y financiero.
Tampoco el lenguaje político está vinculado a la antropología, como sugería Platón, al defender que el Estado ideal debe construirse a partir de la división del alma humana en sus partes constituyentes (racional, emocional e instintiva); y ahora defienden los partidarios del naturalismo jurídico, quienes mantienen que del análisis racional de la naturaleza humana se siguen unos principios y normas universales (derecho natural) que fundamentan el entramado legal de la sociedad política (derecho positivo). Otra ideología metafísica al servicio de la propiedad privada y los mercados
Tampoco el lenguaje político está supeditado a la utopía, género costumbrista cultivado con profusión durante el Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon) y actualmente plasmado en ciertos proyectos tecnocráticos, inquietantes a pesar de ser ciencia ficción, o en los programas de las “izquierdas evanescentes” que especulan con quimeras en la vieja Europa mientras la derecha gobierna.
Tampoco está sometido a las reflexiones de la razón práctica. Por muchos argumentos que aportemos a favor de una determinado tesis política, al final, como dictaminó acertadamente el emotivismo de Hume, quien acepta la idea y decide la orientación -es decir vota- son los sentimientos; de ahí que el electorado de un país sea sorprendentemente fiel a sus afectos. A nadie se le escapa que no votamos con la cabeza y que las consideraciones que influyen en nuestras aprobaciones o desaprobaciones políticas son cualquier cosa menos racionales.
El lenguaje de la política ni siquiera está sujeto a los dictados de la lógica: es perfectamente válido para un partido político defender unas ideas mientras está en el poder y justamente las contrarias cuando está en la oposición (con los mismos nombres y apellidos).
Esto no significa que la política real, la única que merece tal nombre, deba ser contraria a los dogmas religiosos, a las normas éticas, a los pilares de la condición humana, a las aspiraciones irrenunciables de la vida social, al uso práctico de la razón o a las normas inmutables de la lógica. En absoluto, lo que debe hacer es utilizarlas para sus fines. El buen político, debe aparentar respetar, cumplir, seguir, desear, distinguir, adecuarse… si eso contribuye al buen gobierno de su nación, y si conviene lo contrario hacerlo igualmente y con la misma firmeza.
Un príncipe, decía Maquiavelo, puede utilizar a un cruel jefe de policía para reprimir violentamente una rebelión de campesinos y después de sofocada puede acusar al jefe de inhumano, juzgarlo y ejecutarlo a fin de aplacar el odio de los represaliados. Así habrá matado dos pájaros de un tiro…
Asimismo, determinados valores éticos, como la amistad, no tienen ningún significado político, porque, como dice Maquiavelo, un político que tenga amigos puede hacerles confidencias que, en otro momento, pueden publicar por enemistad surgida o por ambición personal, lo cual es contrario a la eficacia y al gobierno.
¿Cuáles son las reglas específicas del lenguaje político, su gramática universal?
Se pueden resumir en las siguientes:
1) Aspirar al poder sin ninguna limitación o condición como el fin último de la política al cual se reducen todos los demás.
2) Conseguir el poder, para lo cual todos los medios son lícitos: este es el significado de la frase “el fin justifica los medios”, que nunca dijo Maquiavelo, pero resume a la perfección su pensamiento político.
3) Mantener el poder mediante la valía personal (“virtù”) del gobernante y la utilización sistemática de los lenguajes extra políticos tanto en sentido positivo como negativo.
4) Extender el poder, ya que cuanto mayor es el poder acumulado y menores sean las trabas, más fácil resulta gobernar eficazmente.
5) Establecer el bien común, pues sólo el cumplimiento de las anteriores reglas garantiza el ejercicio cabal de la política. Dicho con otras palabras, el gobernante que no las cumple es un mal político. Y si un gobernante no desempeña su cometido, el resultado es inevitable: antes o después pierde el sillón en favor de otro. El amor ilimitado al poder es la única garantía del buen gobierno.
Sin duda la degeneración más grave de la política consiste en sustituir el respeto estricto a las reglas por la ambición. El político ambicioso las usa para alcanzar la satisfacción de sus intereses personales. En esto consiste precisamente la corrupción política y su corolario: la creación de una amplia red de influencias sociales en todas las direcciones, desde repartir puestos de trabajo, prebendas mercantiles o entradas para el combate de boxeo.
Llevaba razón Platón allá por el siglo V a.C. cuando al exponer en el diálogo de madurez República su concepción de la justicia y del Estado, mantenía que entre las castas que componen la sociedad ideal (los gobernantes sabios, los guardianes armados y los productores de bienes), las dos primeras, las encargadas de la dirección política, debían vivir en un régimen de comunismo total, sin propiedades ni familia, ya que sólo así era imposible la ambición y la corrupción personal, propiciando además la exclusiva dedicación de las clases dirigentes al servicio de la comunidad.

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