miércoles, 20 de enero de 2010

Miguel "in memoriam"


Hay muchas formas de clasificar a las personas, de caracterizarlas –a veces me parece que casi tantas como personas-, sin embargo, en mi opinión, la forma más concisa y penetrante de conseguirlo es dividirlas en dos grandes tipos: las narrativas y las líricas.
La mayor parte de las personas entendemos por costumbre la vida de forma narrativa. Desde que nacemos, ciertos mecanismos de dramatización construyen la experiencia interior como si se tratase de una ficción fragmentaria, de un laberinto inacabado al que, en horas de vigilia consciente o de lúcido insomnio, tratamos de dar un sentido unitario. Esta costumbre novelesca de organizar el mundo está tan arraigada en nosotros que, más allá de la vida diaria, también el lenguaje simbólico de los sueños contiene sus propios elementos de dramatización. En realidad, el significado de nuestras vivencias depende hasta tal punto de tales leyes de asociación que la propia lógica, el lenguaje y los procesos mentales son su consecuencia natural y no al revés.
Pero no siempre es así, tales hábitos no son uniformes ni permanentes: en ocasiones también contemplamos el mundo desde una perspectiva inversamente lírica. Con ella, modificamos nuestra visión interna y el mundo parece transmutarse en algo mucho más inseguro aunque también más luminoso y poblado de espíritus. Damos un salto enigmático desde la representación episódica del mundo a su gozosa representación rapsódica… La explicación tranquilizadora de este misterio que transforma el mundo (acaso la única forma de hacerlo) suele ser un tanto trivial: supone vagamente que tal inversión se debe a un desplazamiento compensatorio de nuestras facultades intelectuales hacia las propiamente afectivas, apoyado esto último en la peculiar -aunque mal conocida- morfología del cerebro, entre otros insípidos argumentos. Sea lo que fuere, y poco importa aquí, esta doble concepción del mundo, lírica-narrativa, es la que ilumina con toda precisión las verdaderas diferencias (no las superficiales relativas al carácter y la educación) entre los seres humanos.
El espectro de las personas entre la que predomina uno u otro atributo, desde las más narrativas hasta las intensamente líricas (no hay personas eminentemente líricas salvo determinados locos), es muy amplio. En consecuencia, no vamos a intentar aquí una tediosa clasificación de tales diferencias, labor que, en todo caso, correspondería a algún tipo de ciencia espectral. Por lo demás, está suficientemente claro que en el vértice superior de los temperamentos rapsódicos están los que tienen la curiosa costumbre de poetizar el mundo. Ahora bien, entre los que poetizan y envuelven de lirismo la superficie de las cosas están, además, las almas perdidas, los ánimos insatisfechos que necesitan poner por escritos sus inquietudes y desvelos. También es sobradamente sabido que los modos de poetizar son inagotables, desde las intuiciones a los conceptos, así como las intenciones de los poetas, el alcance de sus iluminaciones y el contenido de verdad de sus versos… pero acaso tendremos ocasión de referirnos a ello en otro tiempo y lugar.
Fueron, sin duda, estas azarosas leyes de afinidad y contraste las que, en aquellos años difíciles de formación sentimental, unieron a tres amigos y propiciaron la edición de su primer libro de versos. Uno de ellos era Miguel, otro Simón y el tercero, el modesto autor de estas líneas. El libro, publicado con los medios más precarios, era un volumen sencillo de pastas color limón, con un diseño de portada infantil, buen papel y una introducción breve y algo pretenciosa. Quizás lo mejor era su insólito título, lleno de símbolos y promesas: El hombre, el caracol y la piedra. Cada uno de los autores encarnaba uno de los emblemas, sin que ahora recuerde con precisión quien era cada cual; por lo demás, el título fue pensado, obviamente, después de los poemas, con lo cual su sentido es completamente arbitrario y, por tanto, resulta imposible reconstruir las correspondencias. De esta experiencia insólita conseguí extraer dos valiosas conclusiones: la primera, que la poesía de Miguel era, dentro de sus límites, considerablemente mejor que a la mía. En ella alentaban ya con cierta nobleza las voces y los ecos de sus lecturas de invierno, Machado, Miguel Hernández, García Lorca, Alberti; mientras que en la mía sólo podían detectarse alguna referencias, demasiado obvias, a fugaces sentimientos becquerianos, endulzados todavía más por la edad y la vida de provincias. La segunda, que la poesía no era decididamente mi argumento, sino la lectura de los clásicos y, en todo caso, una escritura de segundo orden como el ensayo filosófico o literario…
Así pues, este fue el primer libro poético de Miguel que tuve entre mis manos. Por lo que respecta al último, recuerdo que tenía un título curioso: La poesía en clase. Confieso, y Miguel me perdone una vez más mi falta de sensibilidad, que lo miré con aprensión y algo de desconfianza, quizás provocada por mi ausencia de vocación profesoral. Me parecía que se presentaba, sin más, como una contradicción en los términos, puesto que pocas cosas me parecen más narrativas y prosaicas que el desarrollo de una clase (empezando por la lista de los alumnos y siguiendo por las tediosas explicaciones). Abrí el libro porque era de Miguel y acabé por entender que sus intenciones, abiertamente didácticas, eran construir poemas en grupo (como un taller) mediante un procedimiento similar a la asociación libre de palabras utilizada por ciertas escuelas de psicología. En todo caso, parece correcto admitir que no se trataba para nada de un libro de poesía, sino de pedagogía, en el cual la lírica era utilizada para unos fines ajenos, aunque válidos, que se detallan en el prólogo del libro y, por supuesto, no voy a repetir aquí.
Entre uno y otro, Miguel no volvió a publicar nuevos libros de poesía, de ahí la etiqueta de poeta aficionado que muchos –no yo- le han atribuido antes y ahora. A lo largo de muchos años, por desgracia nunca demasiados para nuestra profunda amistad, me ofrecía periódicamente, en recuerdo de nuestro primer trabajo, los cuadernos de poemas que iban saliendo de su generoso corazón y de su manos. En ocasiones, estaban escritos con la bella letra cursiva que luego utilizó en sus cuadros, otras a máquina, muchos con tachaduras y adendas, algunos incompletos, a veces repetidos, pero siempre dedicados con el afecto del amigo y la complicidad del poeta. Después de leerlos le comentaba prolijamente mis ideas y nociones; el se sonreía, a ratos no me escuchaba, otras no me comprendía y, al final, siempre me decía que hablaba demasiado y que había perdido mi cualidad de rapsoda.
Nunca me he sentido más cerca de él que estos días, tras hojear de nuevo sus cuadernos. Tras su entrañable y dolorosa lectura, puedo afirmar que hay poemas y versos que son propios del poeta principiante, también del aficionado, y otros, sea lo que fuere, son sin duda algo más. En realidad, por conocer a Miguel durante tanto tiempo, creo que los hay de todos los temas y tonos, de todas las calidades y escuelas, de todas los metros y registros…
Para intentar concluir este pequeño grabado de Miguel en la forma pictórica del tríptico, quiero referirme al último de sus trabajos poéticos, sin duda el más elaborado, el mejor, y el que, estoy seguro, hubiera preferido ver publicado, Naufrago al filo del recuerdo. A nosotros corresponde por esta vez complacerle.
Antes de intentar su glosa, quiero permitirme una breve pero obligada digresión: su visión lírica del mundo fue tan variada como sus intereses personales, entre otros, la instrucción (prefiero este término) a la que se dedicaba intensamente, y que fue origen de interminables discusiones entre ambos en las que yo terminaba por callar, intimidado por su capacidad de apasionarse; la pintura, influido por el ambiente cultural y el aura de signos que flotaban en la Cuenca de Zóbel; la política, que padecía en exceso, comprometido hasta el fondo con sus ideas y afectos sociales. Y sobre todo la familia, lo primero en cualquier orden, sus hijos queridos y especialmente, me consta, su inseparable mujer, Georgina.
De entrada, el cuaderno que tengo en mis manos es una extensa memoria personal, un recorrido completo pero no lineal, una larga crónica sin referencias narrativas; se trata, sobre todo, de una reconstrucción desde la presencia de sus últimos años de las impresiones y huellas de cada uno de sus encuentros amorosos. Al final, consciente de su frágil salud y de su creciente agotamiento, comprendió que era el momento de volver los ojos a lo más valioso, a lo más genuinamente lírico del viaje emprendido. Había llegado el momento de remansar en un solo empeño todas las fuentes de inspiración poética que habían confluido en sus obras anteriores. Acaso, el sentido final de toda creación poética sea el triunfo final del arte sobre la muerte…
Es muy difícil entender los motivos íntimos del libro (por más universales que sean) sin conocer la historia real de aquellos luminosos encuentros con la ternura y la pasión. Puedo asegurar que nadie ha conocido esa larga historia tan de cerca como yo. Por eso tengo el privilegio, cuando leo sus versos, de poder contemplar, a veces sorprendido, a veces curioso, en ocasiones divertido, otras conmovido, el milagro humano de la traslación de los hechos a su metamorfosis lírica. Quizás el resto del poeta que Miguel me atribuía consistiera en mi capacidad para percibir con claridad los sutiles movimientos del espíritu en su afán por transponer los límites difusos entre los dos mundos.
Se trata de un libro autobiográfico. Es un recuerdo y una búsqueda inacabable de la identidad personal; un desafío de los últimos tiempos para reafirmar su temperamento y sentirse, como siempre, apegado al árbol de la vida. Su ingenio lo mismo que su cuerpo se resistían a la muerte, la ciega consecuencia natural. Los manes del poeta me perdonen, pero en lo más íntimo estaba sano. Aunque intentó soslayar la muerte, a la vez no evitaba su compañía desde la evidencia de que para los mortales no hay más reconciliación que la rendición, no la resignación. Es el deber de quién afronta la finitud desde la fortaleza de ánimo y el autodominio, consciente a la vez de la fragilidad de la naturaleza y de su trágico destino... pero, después de todo, no a otra cosa llamamos humanidad.


http://www.dipucuenca.es/noticias3.asp?idnoticia=705  

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