lunes, 27 de diciembre de 2010

¡Expulsados!


El mismo día en que Guillermo se pasó la tarde entera escribiendo laboriosamente el primer capítulo de lo que había de ser una novela genial y el señor French se la quitó, la leyó en voz alta a la clase y luego la quemó desdeñosa y públicamente, fue cuando Guillermo se dijo que había llegado la hora de que le ocurriese algo al señor French…

Richmal Crompton, Guillermo hace de las suyas.

El mito bíblico de la caída y expulsión de nuestros primeros padres del paraíso por un ángel de flamígera espada es uno de los arquetipos jungianos que pueblan desde siempre el inconsciente colectivo: “Vocatus atque non vocatus, expulsus aderit” (Se le llame o no se le llame, estará presente el expulsado).
Para empezar, somos expulsados al nacer a un mundo inhóspito desde las delicias del seno materno. Dalí decía que se acordaba del momento glorioso de su alumbramiento. Heidegger insistió en su antropología existencial en nuestra condición de “jectos” o arrojados al mundo sin más razones que esclarezcan esa impenetrable facticidad (lo mismo que al paciente lector, se me ocurren varias gracias de mal gusto). Además, ¿quién no ha sido expulsado sin contemplaciones de los lugares más variopintos a lo largo de las edades de la vida (un excelente tema para la pintura)?

Bajo el síndrome de la memoria, me atrevo a relatar (que es interpretar) algunas de las expulsiones más sonadas en las que me he visto envuelto desde mi más tierna infancia; las cuatro que constan por orden de aparición tienen que ver con entornos educativos y culturales… pero obviamente hay muchas más y mucho más dolorosas ("De nobis ipsis silemus").
Como siempre que me meto en faenas autobiográficas, la única clave de las peripecias referidas (y la única reflexión implícita) es el plano insignificante que ocupo en ellas y la importancia decisiva de las circunstancias.

Con ocho añitos (las fotos de familia me imponen la imagen de un niño que no he visto en mi vida), recuerdo, íbamos los domingos, después de dar cuenta del pollo asado, al cine Palafox. Era una sala propiedad de Caritas Diocesana, administrada con mano firme por un canónico de ancho perímetro adosado a un puro, por nombre Don Simón (supe más tarde de buena fuente que Don Inocencio, Obispo de Cuenca, le llamó al orden por los habanos y el opaco balance de las cuentas). Por un precio sólo-para-niños adquiríamos en Caritas un bono mensual que nos permitía asistir a las sesiones dominicales. Entrabamos en manada a las cuatro de la tarde, nos embuchábamos el Nodo y la peli (en el descanso comprábamos en el bar chicle y gaseosa de limón) y a las seis volvíamos a casa ni tristes ni felices, como en el limbo, ante el disgusto elocuente de nuestros padres.
Proyectaban aquella tarde de Reyes una cinta de Kit Carson. Me senté con mis amigos del Palafox en la última fila porque era la que estaba más cerca del bar. Comenzó la proyección entre murmullos y siseos. A la primera carga de la caballería se oyeron los pateos de siempre; nada alarmante. A la segunda aparición del enésimo de Caballería, la mayoría aporreamos con alivio la heroica masacre de los sioux. Primeros disparos en el patio de butacas de las pistolas de pistones y toque de carga con trompetas de plástico. Nervios y desconcierto en los vigilantes. La última aparición de los centauros azules (grises en el film), un desfile de gala en el fuerte, se convirtió en un tumulto de alaridos, peleas, petardos, objetos volantes y un indescriptible estruendo pedestre. Película en suspenso, luces encendidas y pelotera a lo grande. Por orden del señor alcalde, la tres últimas filas a la p… calle. Retirada de bonos con nombre y apellidos, vociferios y amenazas de los esbirros de Don Simón.
La cosa quedó al final en confesión general y público arrepentimiento, o sea, en nada. Tres filas de proscritos perdidas son mucho contante para dejarlo marchar a otro tenderete. Eso sí, en la siguiente sesión tuvimos que tragarnos la vida y milagros de San Vicente Ferrer. Fue mi primera expulsión en regla.

Hice los cursos de primaria en la Escuela Aneja Masculina (el único centro público que había de este nivel en Cuenca). Luciano (nadie le llamaba de usted) era el Chorus Master de una fantasmal Escuela de Canto y Armonía. Era joven, barbilampiño, clerical, de color lechoso y con muletas. Después de la fiesta del Pilar, como era costumbre, pasó por las clases pidiendo voluntarios para formar la escolanía de la Aneja. A mí me interesaba porque los ensayos eran los martes y miércoles de cinco a seis, lo que me permitía, entre idas y venidas, librarme de las tormentosas clases de matemáticas de mi padre y de recitar a mi madre las lecciones de historia con puntos y comas.
Nuestro repertorio incluía aires patrióticos (del tipo Isabel y Fernando, el espíritu impera), himnos religiosos (como el Pange, lingua, gloriosi) o villancicos de gama alta (por ejemplo, Huyendo de Herodes).
Aunque no sabía mucho de mí en aquel tiempo, era consciente de que mi voz era insípida y mediano el oído. Durante los ensayos susurraba entre dientes para no perturbar al maestro y evitar las malas caras.
El trimestre académico concluía brillantemente el veintiuno de diciembre con un recital de la escolanía en el salón de actos, colmado a reventar de profesores, padres y autoridades. Un caprichoso destino me empujó ese día, animado por las fiestas y el ambiente de la sala, a mostrar públicamente mis progresos musicales. Ahora bien, por más que se empeñen los más firmes partidarios del voluntarismo metafísico, no siempre “querer es poder”. En la primera pieza (una insípida canción de cuna), al primer graznido que salió de mi laringe, Luciano me miró con asombro. Después hubo suerte: los cantos regionales tuvieron la virtud de tapar mis trinos. Pero la primera parte concluyó con el sutil villancico Adeste fidelis. Un desafío que no pude superar. Mis falsetes hicieron temblar de cólera al batuta, que me exigía callar con disimulo, como si marcara un piano descendente al coro. Al final de la pieza (no me dio la gana callarme), el director, sentado en banqueta para poder usar las manos, estaba al borde de un ataque de nervios. En realidad, nadie del público se percató de mis carencias, de hecho mis padres me felicitaron al acabar (vivo) el concierto. Durante el intermedio, entre bambalinas, Luciano se acercó a mí bullendo de ira, me trató como si fuera un saboteador anarquista y no me estranguló porque al soltar las muletas hubiera rodado por el suelo. Por supuesto, prescindió de mi sin solución desde ese mismo instante (en su momento le dije a mi familia, para evitar males mayores, que “varios solo cantábamos en la primera mitad”).
Herido en su sensibilidad, nunca más Luciano volvió a dirigirme la palabra; es más, cuando me veía por la calle se cambiaba de acera con una rapidez impropia de sus menguadas facultades. Otro montón de mentiras convenció a mis padres de que por este curso la actividad del coro había terminado…

A los diez años, mis padres me matricularon en primero de bachillerato del recién inaugurado Colegio Salesiano de María Auxiliadora. Allí estudié el primer y segundo curso hasta que me expulsaron. Esta es la historia.
A finales de abril, la dirección nacional de la orden organizaba los ejercicios espirituales que se celebraban anualmente, un calco de las prácticas jesuíticas que tantos beneficios han reportado a la orden de Loyola.
Las clases se suspendían durante una semana y la asistencia era obligatoria. La agenda de un día era la siguiente:
- Buenos días: primer recordatorio de nuestra breve estancia en este valle de lágrimas.
- Recuerda: charla apocalíptica en la capilla a cargo de un sacerdote venido de Valencia o Madrid, en la que se nos explicaba el sentido de la eternidad en el infierno (¡es como si una hormiguita, clamaba Don Gabriel y no en el desierto, recorriera una y otra vez el mismo perímetro de una esfera de acero de un kilómetro de diámetro… cuando la hubiera desgastado hasta separarla en dos partes, la eternidad todavía no habría empezado!).
- Meditación: nos encerraban durante una hora en un aula sin rechistar para que reflexionáramos sobre nuestra condición culpable y pecadora.
- Lectura: en la misma clase, tras un descanso de veinte minutos con refrigerio frugal, nos permitían leer “novelas ejemplares” que relataban la vida de jóvenes intachables (como santo Domingo Savio) que subieron al cielo tras morir a los doce años. Los libritos, que previamente comprábamos en la librería del Colegio, formaban parte de la Colección Ardilla, propiedad de la orden salesiana.
- Confesión: al terminar la reconfortante lectura, un cura del colegio nos reclutaba de seis en seis y nos bajaban en fila a la capilla. Después de confesarnos nos íbamos a comer a casa. Por la tarde más de lo mismo.
Los acontecimientos que siguen tienen que ver con la última fase de los ejercicios. En la capilla había dos confesionarios: en uno se sentaba el director del colegio y en otro el jefe de estudios. Los dos primeros de la fila se arrodillaban en los reclinatorios y los demás se sentaban en los bancos más próximos a esperar su turno. La penumbra y el silencio eran estremecedores. Ni qué decir tiene que entre los cuatro que esperaban se mascaba la gracia fatídica y la risotada letal.
Comenzaba a oscurecer. Por fin me llamaron y cuando me fijé en la cuerda de galeotes que me acompañaba, temí lo peor. Comenzó la rutina según lo previsto. Como medida de caución decidí taparme los oídos si empezaba el lío, pero no me dieron tiempo; de pronto, una risa fina pero incontenible, seguida de un olor pestilente, emergió de la nada y nos envolvió con sus efluvios. Los confesores se levantaron iracundos (uno de los siete pecados capitales) y cuando se dirigían a nosotros con las manos crispadas, sonó (esta vez sí) un cuesco formidable que hizo retemblar las paredes de la iglesia. Me imaginé que había sido el Migueli, por curriculum y porque fue el primero en salir a todo gas aullando de risa… Los demás (incluidos los que estaban de rodillas) le seguimos entre sonoras carcajadas, con inercia pavorosa, huyendo de las llamas del infierno que rugían tras nosotros…
Tras una serie de humillaciones privadas y públicas, en Junio los seis fuimos invitados discretamente a dejar el colegio (lo del perdón de los pecados, un cuento cananeo).

Al acabar el bachillerato en el Instituto Alfonso VIII de Cuenca, me matriculé en la Universidad. Me alojé en la Residencia Universitaria A., donde, entre otros (por ejemplo, el escritor Gonzalo M.) me hice amigo de Antonio A., un mozo bien plantado, de barba espesa y bolsa bien surtida; era nieto de un General de la Legión, con el que no tenía nada que ver ni le agradaba hablar del tema. En realidad, Antonio no tenía nada que ver con nadie y lo único que le interesaba era vivir la vida a un ritmo trepidante. Siempre estaba metido en algún fregado. Un buen día, a finales de abril, me sugirió que un buen plan sería acercarnos a Atocha el día 1 de Mayo para ver la famosa manifestación obrera (por supuesto ilegal y especialmente reprimida). Éramos un par de pardillos. Le dije que ir a la manifestación era imprudente por una serie de razones que conté con los diez dedos. Me contestó que si “íbamos sólo a mirar” no había ningún riesgo de salir descalabrados. Total, que el día señalado, a las doce, salimos para Atocha. Al pagar el Metro, Antonio se dio cuenta de que se había dejado en la residencia el carnet de identidad. No importa, dijo, me avalas con el tuyo…
Nos bajamos. El ambiente de bochinche se cortaba en el andén. ¿Y si nos largamos a Princesa a tomar unos vinos, sugerí conciliador? ¿Ahora?, contestó, ni hablar, yo me quedo, déjame tu carnet y luego nos vemos. El traspaso de identidad no me convenció. De acuerdo, vamos, asentí con un balido.
Salimos por la boca de metro del actual Museo Reina Sofía. A cada lado del tramo de la escalera que da a la calle había tres grises con casco y en medio un robusto sargento.
No nos preguntaron dónde íbamos, simplemente, con mirada feroz, nos pidieron la papela. A mi camarada, antes de que pudiera explicarles lo del aval, se lo llevaron en volandas. A mí me retiraron la documentación y con la porra amenazante me ordenaron largarme por donde había venido. Ahí terminó nuestra participación en aquel histórico 1 de mayo de 1970.
En el camino de vuelta pensé que había tres alternativas: A) Cerrar la boca a cal y canto (esto no ha pasado nunca). B) Deshacer la cama y desordenar el cuarto de Antonio hasta que capeara el temporal. Imposible. Tenía que pedir su llave en conserjería. C) Contar la cruda verdad al director de la residencia.
Imaginé el difícil trance que iba a pasar mi amigo en las siguientes horas y opté (hoy todavía no sé si fue la mejor elección) por el plan C.
Por supuesto, el director, un fraile agustino, no me creyó. Me preguntó si éramos comunistas (como Jesús, pensé yo). Llamaron a su padre que vino al punto desde Galicia y tras mover el caso, le dijeron que si no era un activista de alguna organización subversiva (incluida la masonería), le soltarían en setenta y dos horas tras pagar una multa. Me llamaron a capítulo. Hable a solas con el padre (insistió en este punto), le dije lo que había pasado y me creyó.
Efectivamente, a los tres días, tras despedirse de su padre desplumado, Antonio volvió a la residencia. Su aspecto era el de un zarrapastroso. El flamante lacoste blanco, negro. La barba descuidada, los zapatos sin cordones, hambriento, agotado… y ¡feliz!
Lo habían metido en una celda de la Dirección General de Seguridad con veinte militantes obreros. Al principio lo tomaron por un espía. Luego por un estudiante pijo. Cuando les contó por qué estaba allí, se rieron en su cara y después (si alguien tenía don de gentes era él) lo aceptaron como uno más. Se hartó de cantar la Internacional, maldijo la dictadura, le sacudieron en el interrogatorio, quedó con todo el mundo para el fin de semana… en fin, Toño para los amigos.
Al terminar el curso nos expulsaron a los tres: Gonzalo M. (sus razones eran más sólidas que las nuestras), Antonio A. y, por supuesto, yo.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Mnemósine 1. La duración


Los griegos antiguos llamaban a la memoria "Mnemósine". Hesíodo, el más grande de los poetas helenos después de Homero, describe la memoria en su Teogonía mediante un hermoso mito: Mnemósine era hija de Gea (la Tierra) y de Urano (el Cielo). La diosa, que moraba en una gruta de las cumbres del monte Citerón, se unió en amoroso lazo a Zeus durante nueve noches y engendró las nueve musas que se ocupan de las artes: la poesía épica a cargo de Calíope, la historia de Clío, la lírica coral de Erato, la flauta de Euterpe, la tragedia de Melpómene, la pantomima de Polimnia, la comedia de Talía, la danza de Terpsícore y la astronomía de Urania.
En la filosofía clásica posterior, la memoria dejó de evocarse a través del mito y fue explicada teóricamente como una de las facultades del alma; esta inversión disminuida, desvalida, psicologista, hizo que la memoria se desvaneciera prácticamente en la filosofía platónica y fuese desterrada por Aristóteles al cajón de sastre del psiquismo inferior. La teología medieval, el racionalismo continental, la antropología empirista o la filosofía alemana, persistieron en colocar a la memoria en un segundo plano, siempre a la sombra de los sentidos y de la razón; una sombra que terminó por convertirse en permanente ocultamiento.
Las definiciones tradicionales del hombre son una consecuencia de este extravío metafísico y aluden al predominio antropológico de alguna de las facultades… a excepción de la memoria; a saber: el hombre es un animal racional (pensamiento), polifacético (inteligencia), comunicativo (lenguaje), creativo (imaginación), de costumbres (aprendizaje), libre (motivación) o sentiente (afectos). Sólo la definición del hombre como un animal histórico parece mirar a la facultad de los recuerdos.
En el paradigma de la psicología cognitiva, el más valorado por la comunidad científica contemporánea, las viejas facultades anímicas han sido renombradas y sustituidas por los módulos o procesos mentales (específicos, aunque interrelacionados, como las aplicaciones de un paquete informático) que conforman el psiquismo superior, entre otros, la memoria.
El modelo cognitivo más extendido de esta última es la denominada "teoría multialmacén o enfoque estructural de la memoria", un desarrollo teórico que ha originado diversas tipologías funcionales: la memoria sensorial, a corto plazo, a largo plazo; y dentro de esta última, la memoria declarativa y procedimental, episódica y semántica, explícita e implícita… Ninguna de estas clasificaciones tiene una base neurológica, y mucho menos bioquímica, contrastada, por lo que en el fondo se trata de una psicología verbalista y prematura, del mismo modo que la medicina precientífica daba nombres pintorescos (“cólico miserere”) a enfermedades muy conocidas en la actualidad.
Tras esta apresurada (y tendenciosa introducción, lo reconozco), señalamos de pasada otras modalidades de la memoria, menos explicativas pero más sugerentes, que han sido analizadas por la antropología filosófica y el psicoanálisis: entre otras, la memoria biológica o genética, la memoria colectiva o histórica y la memoria inconsciente o profunda… invito al que tenga menos años y más arrestos académicos que yo a que se apunte una tesis sobre el tema.

Llegamos por fin al lugar deseado por nuestra reflexión. Al hablar de la memoria hemos transitado de puntillas del mito al logos, de la psicología cognitiva a las humanidades y de estas (lo haremos) a la filosofía y la literatura. Trataremos de dialogar con dos genios del siglo XX que, mediante un giro copernicano, entendieron conjuntamente la memoria como la principal, incluso la única facultad de la conciencia: Henri Bergson y Marcel Proust. Estas excepcionales interpretaciones de la memoria se denominan en cada caso memoria de la duración y memoria involuntaria. Dedicaremos una entrada a cada cual.

Comenzaremos por Bergson pues su repercusión es decisiva para la posterior concepción proustiana.
Según Bergson (El pensamiento y lo moviente) el hombre es conciencia, es decir, flujo de conciencia o existencia espiritual incesante, una corriente continuada a partir de la cual establecemos la noción misma de vivir. La duración (durée) es el progreso imparable del pasado que se acrecienta a costa del futuro y compone el dinamismo existencial del sujeto.
La memoria, para Bergson, no es una facultad más de la vida espiritual, sino la vida espiritual misma. Lo que llamamos yo consciente, sujeto pensante o identidad personal, son nombres estáticos que recibe (indebidamente) la memoria de la duración. Tampoco cabe distinguir propiamente entre duración y memoria, pues la memoria es la creación permanente del sujeto en el tiempo real de la conciencia.
No hay otra forma de existencia espiritual para el hombre que la memoria de la duración, cuya objetivación es la vida. Cualquier facultad (la consciencia intelectual, la comunicación verbal, la maduración, la adquisición de conocimientos, la motivación o los afectos) es una determinación de la memoria que se modula en función de ciertas capacidades parciales que se dan en el tiempo de la duración. La memoria no es una facultad espiritual, sino que constituye el devenir mismo del espíritu.

Nuestra duración no es un instante que reemplaza a otro instante; no habría entonces nunca más que presente y no prolongación de pasado en lo actual, ni evolución, ni duración concreta. La duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir y que se hincha al avanzar. Desde el momento en que el pasado crece incesantemente, se conserva también de modo indefinido. La memoria…, no es una facultad de clasificar los recuerdos en un cajón o de inscribirlos en un registro. No hay registro, no hay cajón, aquí no hay siquiera, propiamente hablando, una facultad, porque una facultad se ejerce de modo intermitente, cuando ella quiere o cuando puede, mientras que el amontonamiento del pasado sobre el pasado prosigue sin tregua. En realidad, el pasado se conserva por sí mismo, automáticamente. Sin duda, en todo instante nos sigue todo entero: lo que desde nuestra primera infancia hemos sentido, pensado, querido, está ahí, inclinado sobre el presente con el que va a reunirse presionando contra la puerta de la conciencia que querría dejarlo fuera. (La evolución creadora).

No hay ningún sustrato del yo que se distraiga por un instante a la duración. La identidad personal como algo que subyace a los recuerdos es una ilusión de la filosofía. El alma platónica o cristiana, el pensamiento cartesiano, la razón pura kantiana, el yo puro de de Husserl, son meras construcciones abstractas y ficticias.
Es absurda la pretensión de hacer conmensurables el tiempo de la ciencia y el de la conciencia. A la psicología filosófica, es decir, a la metafísica, le interesa analizar el origen, elementos y condiciones de la duración; en este entramado único encontrará la verdad de la vida espiritual… en tanto que la psicología materialista se ocupa en tono menor de clasificaciones, facultades y leyes que no captan la idea del tiempo real (inverso al artificial de la ciencia).

La metafísica distingue en la memoria de la duración tres momentos sucesivos: el recuerdo puro, el recuerdo imagen y la percepción.
El recuerdo puro es la espontaneidad de la memoria en su afán incontenible por almacenar los datos inmediatos de la conciencia; no designa en ningún caso el contenido particular de las vivencias puras, inalcanzables, sino más bien el mecanismo devorador del tiempo, el dios Crono, la consumación inexorable del espíritu en el futuro (único rasgo universal y necesario de la condición humana).
La memoria pura es la totalidad de los recuerdos que la memoria conserva en el tiempo, es decir, el sujeto como despliegue, el yo pienso fluyente, la autoconciencia en tránsito. El recuerdo puro, como la cosa en sí kantiana, es incognoscible. La superposición de los recuerdos en todos los niveles temporales de la memoria (próximos, intermedios o lejanos) hace que su identidad como datos inmediatos de la conciencia se diluya al instante en nuevas constelaciones de sentido, mientras se pierden para siempre como lágrimas en el mar.

La verdad es que jamás alcanzaremos el pasado si no nos colocamos en él de golpe. Esencialmente virtual, el pasado no puede ser captado por nosotros como pasado a no ser que sigamos y adoptemos el movimiento mediante el que se abre en imagen presente, emergiendo de las tinieblas a la luz. En vano buscaremos la huella de alguna cosa actual y ya realizada; sería lo mismo que buscar la oscuridad bajo la luz. (Materia y memoria).

Los recuerdos puros rescatados del océano de la fluencia se reconstruyen como recuerdos imágenes, y sea cual sea la cualidad de su materia prima, su elaboración, es decir, la creación y transferencia del sentido que se otorga al recobrarlos, hará provisionalmente de nosotros individuos menguados o impecables, vulgares o libres, felices o desdichados (en una vertiginosa alternancia, en un equilibrio frágil y a veces insoportable).

La percepción es la capacidad de acción del cuerpo guiada por las imágenes, que se hacen presentes a través de los mecanismos motores del recuerdo. La percepción es la potencia de acción del cuerpo. En todo caso, la vida espiritual va más allá de la corporalidad, de la acción presencial y, por consiguiente, de los perceptos. El cuerpo representa el ámbito parcial de la acción, mientras que la memoria representa la totalidad envolvente del sujeto y de su vida espiritual.

Mientras que la inteligencia es la facultad del conocimiento científico, la intuición es la forma que tiene el espíritu de acceder a la memoria de la duración. La intuición consiste en la visión directa del espíritu por parte del espíritu (El pensamiento y lo moviente). Es, por tanto, el organon o instrumento de la metafísica. La intuición nos desvela la duración real de la conciencia y nos hace precavidos contra los excesos del entendimiento. La intuición tiene como fin último la experiencia de la libertad, afirmación que marca en Bergson el paso de la autoconciencia a la intuición estética.

La intuición estética (la más alta realización del espíritu) prescinde de las exigencias perturbadoras de la acción cotidiana y muestra un mundo escindido de las exigencias prácticas. No se trata de que “arte y vida no tengan que ver”, afirmación fácil, trivial y, por tanto, falsa, sino de que constituyen ámbitos sustantivos, autónomos e independientes, aunque con ventanas abiertas. Significa que sólo el artista es capaz de captar la experiencia interior sin tener en cuenta las necesidades imperiosas de la acción. El problema de la verdad que se muestra a la intuición estética no es en qué consiste la verdad, sino cuánta verdad somos capaces de soportar.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Aporías del amor


ROBERT WALSER, UNA HISTORIA ENDIABLADA (Cuento corto)

Deja que te cuente, querido lector, la historia de un amor demasiado elevado y tierno como para tener un final redondo y feliz. La verdad es que debería escribir una larga y bien construida novela sobre un tema tan bello y conmovedor, pero hace un día tan bonito, claro y caluroso, de esos en los que un hombre corriente, como yo, sale con gusto a pasear, o suele tomarse, con evidente placer, un vaso de cerveza a la sombra de un jardín de plátanos, o se acerca al lago a darse un baño con el refrescante viento de poniente. De ahí que sea breve y diga que, tiempo ha, una mujer -¡qué bien podría ser una sueca, una rusa o una danesa!- amaba a un hombre joven; y con qué pasión no le amaba que le habría encantado ir con él a correr mundo, pero lo malo del asunto fue que ella estaba casada, y lo peor de la historia, que era incapaz de causar un disgusto a su marido. Y aquí, oh tú, distinguido lector de novelas nórdicas y suecas, llego yo y me meto de lleno y sin reparo en lo que ha dado en llamarse novela danesa o psicológica. De modo que avanzo con pluma temblorosa –no, con mano temblorosa: de ahí la pluma- y confieso lo que un escritor de pura raza no puede confesar sin sollozar, a saber, que la mujer casi había perdido su sano juicio. Y poco faltó para que lo perdiera el bueno de su marido. Porque eran ambos demasiado nobles y de buenos sentimientos como para resolverse a atentar el uno contra la vida del otro. Intrincada y enmarañada historia ésta en la que yo, temerario de mí, me meto de cabeza. A la mujer le hubiera entusiasmado huir con su fogoso amante, pero era demasiado noble para tomar las de Villadiego, si bien no es menos cierto que amaba a los dos: tanto a su esposo como al hombre joven. Espantosa situación. Y ahora, llevando la batuta y haciendo honor a mi calidad de ágil dibujante a pluma, daneseo y suequeo de tal modo que nadie a la redonda, como creo a pies juntillas, logrará imitarme.
¿Puedo proseguir el viaje con mi amante y marcharme con viento fresco, si al mismo tiempo deseo del todo corazón quedarme en casa con mi cabal esposo? ¿Amo lo bastante a mi amado si soy incapaz de dejar de amar a mi servil y diligente esposo?
Bien me parece que esto está lleno de auténticos, si no típicos, problemas novelísticos y del alma. Pero sigamos. El buen hombre quería con toda el alma que su mujer escapara, para que así pudiera embriagarse con una enorme, inaudita plenitud amorosa, y no le otorgaba, sin embargo, permiso, porque tal cosa le hubiera partido el alma. Por amor se lo concedió y, no obstante, también por amor y solo por amor le pidió y le imploró que se quedara en casa, como Dios manda, para no perder él su sano juicio, que pese a todo, quería perder y añorar por amor a ella.
Lloró la mujer porque no encontraba ya la fuerza para, primero, ir a correr mundo con su amado y, segundo, quedarse en casa sentadita con su marido y dedicarse, como siempre, a sus labores.
Lloró también el hombre, derramó lágrimas y adoptó una actitud desesperada, primero, porque se vio obligado a decir a su mujer que hiciera el favor de quedarse en casa y estarse quietecita, lo que le causaba dolor, pues como hombre que amaba quería brindar todo a su mujer y, segundo, porque consentía a su mujer todo lo posible y figurable pero no podía.
De modo que lloraron los dos. Mal que bien, también el joven se unió al llanto. Los tres sollozaban que era una lástima. Los tres eran demasiado buenos y la cosa no llegó a nada, y aquí se da la historia por acabada.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Arte conceptual. La vanguardia


Una de las vanguardias de los años sesenta del siglo pasado fue el denominado “arte conceptual”. Se trata de una corriente artística surgida en Estados Unidos con planteamientos estéticos y resultados artísticos muy heterogéneos.
Su fundamento teórico, expresado en 1969 por su revista oficial, The journal of conceptual art, es que el elemento ideológico o eidético del arte (lo que denominaron reiteradamente “los componentes mentales del arte y su percepción”) es prioritario en el proceso completo de la obra, tanto para el artífice o creador como para el destinatario o consumidor del producto.
Los representantes de esta vanguardia demostraron una locuacidad sin precedentes en sus manifiestos fundacionales, visiones históricas, reflexiones críticas, metalenguajes anexos y ocurrencias varias. Asimismo, fueron obligatorias las aproximaciones a ciertos temas recurrentes, como la definición, la fundamentación, la politización, la comercialización o la muerte del arte… Otra línea de influencia consistió en la supeditación de los materiales y contenidos de la obra a los avances actuales de la ciencia, la filosofía o la lingüística.
Lo más original de este entramado intencional fue la separación de la “estructura lógico-abstracta de la obra” de su formato tradicional (al que se consideró como algo manido y de segundo orden) y su sustitución por otros elementos compositivos o expresivos. Esta idea novedosa comportaba la necesidad de imaginar otras formas de presentación, exposición y distribución de la obra. Para ilustrar este leitmotiv o motivo recurrente del arte conceptual vamos a comentar con estrambote tres de las ejecuciones más celebradas en su momento por la crítica y el público.

La primera es la performace titulada Association Area (1970) del artista neoyorkino Vito Acconci (1940). Se trata de una realización escénica en una habitación vacía y acristalada (¿no les suena esto?) a la que asisten los espectadores desde el exterior. La ejecución forma parte de una creación genérica, Instruction Pieces, en la que los actores efectúan acciones corporales según unas reglas previamente establecidas.
Dos participantes con los ojos vendados, los oídos taponados y desorientados tras unas vueltas de despiste, tratan de ponerse en el lugar del otro e imitar sus movimientos y gestos. Los espectadores escuchan a través de la megafonía unas instrucciones acordes con las reglas (que no oyen los actores) y que supuestamente les permiten comprender mejor el espectáculo (que dura aproximadamente una hora).
El concepto de esta realización parece relacionarse con dos aspectos: la corporalidad como máxima expresión del ser humano (Nietzsche ya lo manifestó sin tapujos) y el significado de la libertad individual como indeterminación de la conducta (una idea metafísica a la que todo el mundo se apunta sin pararse a pensar). Puestos ante unos condicionamientos idénticos, las respuestas corporales resultan dispares. Del análisis de esta “disonancia conductual y sus variaciones temáticas” podemos deducir las motivaciones internas o “el mecanismo intrapsíquico” de cada individuo en el mundo…
¿Asistiría usted a este acontecimiento cultural? Sea sincero.

Propongo una alternativa más liviana a este montaje que llamaremos Platero is Back. Se trata de la conocida paradoja del Asno de Buridan (ese agudo teólogo medieval discípulo de Guillermo de Ockham). En el mismo espacio acristalado situamos un pollino y a la misma distancia de su cabeza dos fardos de heno exactamente iguales. El noble bruto, al no tener una inclinación especial para elegir un montón de forraje al otro, termina por morirse de hambre. En el caso improbable (se trata de un animal de carga) de que no ocurra así, los espectadores sacamos la conclusión de que dispone de voluntad propia y libre albedrío.

En su ejecución Singing Sculptures ("Esculturas cantantes"), Gilbert Proesch (1943) y George Passmore (1942), ataviados con un traje gris convencional, camisa blanca y corbata pasadas de moda, se exhibían subidos a una mesa blanca en el Stedelijk Museum de Amsterdam. Llevaban la cara y las manos pintadas con un fuerte bronceado metálico, uno sujetaba un bastón y el otro un guante largo; bailaban y entonaban una melopea, mientras debajo del tablero una grabadora reproducía la balada Underneath The Arches. Cuando la canción terminaba, los artistas-obra bajaban al suelo, rebobinaban la cinta, se intercambiaban el bastón y el guante, y vuelta a empezar…
La performace apunta a la identidad entre el sujeto y el objeto de la creación, es decir, el artista que es a la vez la obra de arte. Esta “corporalidad sin mediaciones” o esculturas vivas suponía una desmaterialización del objeto artístico y la sustitución de la representación por la realidad representada. Además, trataba de romper con la discontinuidad entre las artes plásticas y las mixtas, es decir con aquellas que combinan todos los diferentes medios de expresión: la ópera, la danza, el teatro y el cine. Finalmente, reivindicaba la posibilidad de un arte “antielitista” en el que se han suprimido los costes de producción y el valor en cambio de la obra.
Repetimos la pregunta: ¿Asistiría usted a este acontecimiento cultural?

Dentro de estas coordenadas estéticas, me parece más interesante una ejecución que llamaré In the Underground. Si queremos llevarla a cabo es imprescindible convencer a un violinista de alcance internacional (hay que contar con su sentido del humor, un buen presupuesto o ambas cosas a la vez) para que se disfrace con harapos durante hora y media (lo que dura aproximadamente un concierto), y se desplace por los vagones de la línea 6 del Metro madrileño interpretando diversas sonatas y adaptaciones de obras clásicas, mientras solicita una ayuda para mejorar su precaria condición. Al final de la sesión, las cantidades aportadas se destinarán a la ONG “Poetas sin fronteras”.
Lo cierto es que esto ya ha ocurrido. Lean el siguiente recorte aparecido en la prensa diaria:

Jueves, 12 de abril de 2007
El violinista estadounidense Joshua Bell ha demostrado que, pese a tocar magistralmente, si lo hace en el metro de Washington los pasajeros pasan de largo.
El experimento, planificado por el diario 'The Washington Post' y publicado en su dominical de esta semana, consistía en observar la reacción de la gente ante la música tocada por Bell, uno de los mejores violinistas del mundo, que aceptó la propuesta de actuar de incógnito en el subterráneo estadounidense.
El 12 de enero pasado, a las 07.51 de la mañana, el artista y ex niño prodigio comenzó su recital de seis melodías de diversos compositores clásicos en la estación de L'Enfant Plaza, epicentro del Washington federal, entre decenas de personas cuyo único pensamiento era llegar a tiempo al trabajo.
La pregunta que lanzó el rotativo era la siguiente: ¿Sería capaz la belleza de llamar la atención en un contexto banal y en un momento inapropiado?
En ese momento, Bell, ataviado con unos vaqueros, una camiseta de manga larga y una gorra, comenzó a emitir magia desde su Stradivarius de 1713 -valorado en 3,5 millones de dólares- ante las 1.097 personas que pasaron a escasos metros de él durante su actuación.
En los 43 minutos que tocó, el violinista (nacido en Indiana en 1967) recaudó en el estuche de su violín 32 dólares y 17 céntimos -donados a la beneficencia-. La cifra es está muy lejos de los 200 dólares que los amantes de su música pagaron tres días antes por asientos decentes (no los mejores) en el Boston Symphony Hall, que registró un lleno completo.

Ian Wilson (1940) llevó a sus últimas consecuencias la tendencia de la vanguardia a la desmaterialización del arte al renunciar por completo a cualquier tipo de “objetividad” y proponer su teoría del “arte hablado” (art spoken). Los objetos artísticos no serán ahora concreciones plásticas, musicales o textuales, sino “meras palabras”. Su serie de realizaciones denominadas genéricamente oral communication consistían en conversaciones informales (ni siquiera sobre un tema previsto) que se celebraban en el museo elegido para su exposición (término que ahora significa "exponer mediante el discurso oral").
Wilson afirmaba: “Prefiero hablar a esculpir; aunque tampoco soy un poeta, para mí la comunicación oral es lo mismo que una escultura”.
Las comunicaciones, dirigidas por el artista, eran abiertas por lo que cualquiera que tuviera algo que aportar sólo tenía que levantar la mano. Se discutían “las preguntas fundamentales del arte”, pero no se excluían otros temas ni derivaciones. Es imposible, por otra parte, realizar juicio alguno sobre el contenido de estas sesiones ya que por principio no se permitió grabarlas y los únicos testimonios que nos quedan son los certificados que el propio Wilson expidió para señalar el lugar y la fecha del suceso (adquiridos en su mayor parte por coleccionistas y galerías).
Los conceptos subyacentes eran, entre otros, la investigación radical de nuevas formas de realización artística (es decir, la ampliación de los medios estéticos tradicionales por otros inventados o excluidos), la inversión del proceso completo de la obra (la trasposición al primer plano de los elementos contextuales) y el carácter público o democrático de la creación (el resultado es un logro colectivo). También se proponía la fugacidad total del arte, ya que “las palabras en el tiempo” se perdían definitivamente después de ser emitidas. Además, se buscaba la desmitificación del arte como forma de conocimiento (un guiño a Duchamp) y su desplazamiento al ámbito de la opinión (una especie de inversión de la dialéctica platónica cuyo recorrido va en este caso de las ideas a la charla).
Insisto en mi pregunta, ¿Participaría usted en estas sesiones?

Una de las “comunicaciones orales” más gozosas que me procura mi memoria histórica son las Jornadas Cinematográficas de Formación, que se celebraron a finales de los años sesenta en el Cine Alegría de Cuenca. El título de las jornadas era absurdo incluso para los censores, pero era una manera de obtener la autorización sin problemas (ya bastante tijera llevaban las cintas).
Sólo una pequeña muestra de aquel evento. En la clausura de las jornadas del año…, se pasó La notte (1961) de Michelangelo Antonioni. A estas alturas de la semana todo el mundo entendía de cine y nadie, tras la proyección, se mordía la lengua en los debates. Habló primero el moderador, un locutor de Radio Nacional de España en Cuenca: lectura rápida de los créditos y unas líneas breves para dar pie a las intervenciones.
Abre el turno de palabra “El Micho”, fontanero conocido por la zona, fiel de las jornadas y espectador propenso a la cabezada intermitente (en este caso justificada); mezcla secuencias (oníricas) de dos o más películas (la condensación, un mecanismo muy conocido por el psicoanálisis); perora sobre los problemas de la monogamia dominante y del matrimonio. Ni siquiera el censor oficial, Don Gabriel, asesor de la diócesis y profesor de religión, se inmuta cuando escucha distraído la retahíla de tópicos y dislates. El Micho se pregunta inquieto si realmente “la protagonista” (Jeanne Moreau) le pone los cuernos a su marido cuando se larga de la fiesta con otro, porque a él por lo menos no “le ha quedado muy claro”. En resumen, la película le ha gustado “pero es un poco lenta en su personificación”. (Primeras risas contenidas).

Juanito Cuevas, propietario de una añeja droguería, se lanza al ruedo para manifestar su acuerdo personal con la defensa de los valores humanos que en el film nos propone… ¡Antoniutti! (el nuncio de la Santa Sede en la España de Franco). Porque Antoniutti por aquí, porque Antoniutti por allá… Empiezan a funcionar los pañuelos para reprimir las bocas restallantes.

Don Basilio Auñón, encargado del área de Cultura de la Diputación Provincial, reclama su turno. Al parecer está informado. La película –dice- forma parte de esas corrientes existencialistas que han venido desde Francia a contaminar las sanas creencias de los países cristianos. El existencialismo es una idiosincrasia disolvente de los pilares firmes de la sociedad: familia, municipio y sindicato. Los ataques del film se dirigen de forma burda y torticera a la primera de estas bases inmutables y bla, bla, bla.
Un silencio antinatural recorre la sala. Incluso don Gabriel, en un gesto difícil de interpretar, baja la cabeza y mira fijamente al suelo.

Intervine después Amadeo Ribas, periodista del Diario de Cuenca (antes Ofensiva): está bebido, cosa que a nadie le extraña. Se le trabuca la lengua: el hospital del comienzo es un símbolo del mal, el matrimonio arruinado es un símbolo de la burguesía, la fiesta en el chalet es un símbolo de la incomunicación (esto no está del todo mal) y el final, con la pareja por el suelo, es un símbolo de la decadencia de Occidente… (Tos bronca, gargajeo y salivazo).

El moderador interviene con un quite torero que pretende ser gracioso. La sala estalla en risas contenidas y desproporcionadas. La gente empieza a desfilar antes de que la cosa vaya a más.
Si hubiera grabaciones de las Jornadas Cinematográficas de Formación las compraría a precio de oro.

Corolarios:

- El arte es siempre conceptual. La expresión arte conceptual es redundante. El carácter discursivo del arte es una consecuencia de su afán forzoso por desvelar el sentido del mundo; o, inversamente, por transferir el sentido desde las palabras a las cosas.

- Las obras del llamado “arte de ideas” son una prueba incontestable de lo mal que le sienta al arte su adscripción por decreto a los conceptos.

- Las obras del “arte conceptuar”, objeto de esta digresión, son las manifestaciones menos conceptuales que han producido las vanguardias del siglo XX.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Historias del Maestrazgo


Aunque soy poco propenso a leer lo que producen mis amigos, en el caso de Antonio Castellote ha sido un placer intelectual (tal y como lo entendían los epicúreos) porque, entre otras cosas, soy un fiel seguidor de sus excelentes artículos. Puedo decir con justicia humanística que sus Bernardinas están a la altura del mejor ensayo literario de nuestro país; y el que no me crea que visite su excelente blog y dedique una tarde a sus entradas.
Además ya conocía su primera publicación, Fabricación británica, una novela bien escrita y amena (dos categorías impagables), en la que pueden seguirse los rastros frescos y las influencias de sus escritores favoritos, entre otros, Baroja y Galdós.
El libro de Antonio Castellote Geórgicas, publicado hace unos meses por la editorial zaragozana Libros Certeza, incluye dos relatos cortos (Galgos y podencos y Animales heridos) además de una nouvelle, Los toros en invierno, una narración intermedia entre el relato largo y la novela corta.
El título de la obra tiene una significación genérica que se refiere a la presencia y predominio en las tres narraciones de un conjunto de elementos literarios de carácter naturalista: zoológicos, paisajísticos, agropecuarios, orográficos, atmosféricos, estacionales… No se trata, en todo caso, de un naturalismo abstracto, al estilo de los cuadros de Zóbel, donde los elementos naturales son autónomos y excluyentes, sino más bien de una naturaleza activa, una natura naturans, a la que hay que poner en primer plano como elemento conformador de la conducta, al estilo, por ejemplo, de las pinturas campesinas de Brueghel.
En los relatos de Antonio Castellote, el hombre es todavía la medida de todas las cosas, pero la circunstancia envolvente que determina el sentido de la acción no es, por decisión artística, la cultura urbana sino la rural. Estamos ante el homenaje a una naturaleza que ya no es la materia prima dominada por la tecnociencia o la industria, sino el cuerpo inorgánico del hombre, un espacio global que le permite enfrentarse a otras manifestaciones de la vida.
Me confieso culpable de que antes de comenzar Los toros en invierno (objeto de mi diálogo con el libro), me asaltó el prejuicio perturbador de que lo peor que podía ocurrir es que se tratara de una versión aceptable del costumbrismo perediano. A propósito, y espero que me lo aclare Antonio, no entiendo por qué los manuales al uso hablan del “realismo costumbrista” de Pereda. Los usos, las tradiciones y costumbres que se describen en su mejor obra Peñas arriba (y también en Sotileza), son completamente idealizados e irreales… Peñas arriba se parece más a la Utopía de Tomás Moro o La ciudad del Sol de Campanella que a La de Bringas o Los pazos de Ulloa.
Lo cierto es que mis conjeturas resultaron infundadas y el relato apunta más bien a lo contrario de esa armonía preestablecida que sobrevuela las obras de Pereda. Los toros en invierno es la crónica de una anomalía que gradualmente irrumpe en el sosiego de la vida rural, se abre paso (en eso consiste el tempo de la novela) e inunda por completo el entorno social.
Todo comienza cuando Bernardo, un acomodado ganadero del pueblo turolense de La Iglesuela del Cid, situado en pleno corazón del Maestrazgo, toma la insólita decisión de comprar por una suma considerable a Pocapena, un sobrero rechazado de la ilustre y nunca bien ponderada marca de los herederos de don Eduardo Miura.
Bernardo, es un logrado personaje serrano que parece salido de las novelas existenciales de Sartre o Simone de Beauvoir. Tiene un carácter sensible, es pesimista, apocado, temeroso, angustiado y dubitante. Puestos a largar filosofemas, Bernardo me recuerda a la menos cartesiana de las descripciones del “yo pienso” que hizo Descartes en las Meditaciones metafísicas:

¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente.

Es además un aficionado castizo a las lides taurinas; su casa está empapelada de carteles famosos, asiste regularmente a las grandes ferias y tiene, entre otros libros del género, los incontables tomos de la enciclopedia de Cossío (esa obra estupenda de la que seguramente se ha valido Antonio Castellote para describirnos la figura de Pocapena con términos inextricables como salinero, carifosco, badanudo y enmorrillado).
El destino del miura es ser corrido a pelo por los adoquines del pueblo (o sea, sin maromas ni anestesias) el día de la fiesta mayor. Y una vez complacidas sus gentes por tan desigual lidia (sin aclarar el peso de cada parte en la balanza) y siempre bajo la condición azarosa de que ningún lugareño acabase con las tripas al aire, el toro sería finalmente apuntillado, arrastrado, destazado y servido en deliciosa caldereta. Pero esperen (a leer la novela) y verán lo que ocurre en realidad.
La entrega del animal de casi setecientos kilos a su nuevo dueño es una de las escenas más logradas del relato: recuerden la figura del mayoral, un truhán andaluz con más conchas que un galápago, redicho y fecundo en amaños, y su peón de brega, un conmovedor maletilla de tres al cuarto… La entrega a domicilio del pedido, decía, supone el despliegue de los restantes actores de esta memorable trama: el padre de Bernardo, el señor Ramón, su contrapunto musical, un anciano ajamonado por las ventiscas, perediano de ley, adaptado sin fisuras al medio, inteligente y hábil, amante del riesgo y de la juerga. Una figura entrañable ante la que jamás prevalecerán las asechanzas imbéciles de la “aldea global” y los “mercados”. Hay que imaginárselo en el crudo invierno turolense disfrutando del sol como un lagarto en una banqueta de pino a las puertas del corral, pelando un pollo de los buenos para echárselo al arroz. Pero sobre todo nos encandila su virtud altruista, un caudal que mengua en una jungla urbanita de pulsiones mezquinas, ese lugar inhóspito donde cada cual está legitimado para desearlo todo a costa de lo que sea, sin que a nadie le extrañe e incluso los más le bailen el agua.
El señor Ramón es capaz de interesarse por los otros (un milagro a esta altura determinada de los tiempos) y hacerlo de la única manera en que tal interés tiene valor: sin hacérselo notar. Si no fuera por su entrada en escena al modo teatral del deus ex machina, el morlaco las hubiera diñado, Bernardo se hubiera hundido en la "mala fe" sartriana, Antonio se hubiera quedado sin libro y nosotros sin leerlo. Pero no, la cosa sigue y tiene su miga.
Francisca es la protagonista del relato. Es una aldeana apegada al terruño y a su lar, pero mujer independiente y con oficio, carnicera por más señas, amiga de la familia y novia vagamente de Bernardo. No pienso ni por asomo contar la espesa relación entre ambos, a la vez peculiar en los detalles pero universal en la idea. El que quiera conocerla ya sabe lo que tiene que hacer.
Me decía un sabio conquense, ya por desgracia con los más, Don Fidel Cardete, que se había hecho bibliotecario de carrera sólo para refutar la teoría de que el mundo se divide en dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven. Así que ya sabes, si quieres enterarte del asunto tienes dos opciones: o te haces socio de una buena biblioteca o te aflojas el bolsillo (pero no lo prestes porque no te lo van a devolver).
Con el transcurso del relato la cosa se pone sentimental para los actores, el autor y el lector, aunque cada uno lo sienta a su manera. Algo tengo que adelantar del meollo, por más que me pese. Bernardo, le toma cariño al miura, que a su vez se lo ha tomado a una veterana vaca rubia y se ha convertido en un hogareño semental. El señor Ramón comprende la insensatez de tirar el peculio en una tarde por muy señalada que sea y, sobre todo, advierte lo que a Bernardo le pasa por el magín; Francisca, por su parte, hace causa común con ambos, futuro y suegro (si es que llegan a serlo) y nosotros reflexionamos sobre el principal enigma de la teoría darwinista de la evolución: el amor puro y desinteresado que profesamos en ocasiones a otras especies vivas, animales o vegetales (una variante del Eros que Platón debería haber incluido en El Banquete). En mi caso, los perros, aunque nada tengo contra ellos, no me gustan y menos encerrados en las casas. Sin embargo, cuando voy a ver a mi hermana en Cuenca, al tercer día, Kiko, su encantador epagneul breton, un perrhumano de color ceniza, acaba durmiendo encima de mi panza. Es notable el sigilo con que abre la puerta y se sube a mi cama sin que yo repare en el trasiego. Es imposible echarlo y además gruñe entre dientes si lo intentas con suaves modales.
Llegados a este punto y con un nudo en la garganta -era media tarde- hice un alto en el camino. Me tomé un chocolate con picatostes y traté de imaginarme cómo sería el final que nos guardaba el autor. Se me ocurrieron dos o tres, pero el título del libro y otras circunstancias hicieron que mis conclusiones (la posibilidad de una mirada solar a la esperanza) acertaran en el blanco. No obstante, nadie se imagine que Los toros del invierno es un cuento de hadas donde al final todos son felices y se comen escabechadas las truchas del Maestrazgo. La narración de Antonio Castellote es un sistema completo de relaciones, un conjunto literario en el que todo se sostiene, pero también es una "obra abierta" en el sentido que Umberto Eco dio a esta expresión. Si la historia se llevara al cine (y es cabalmente factible la traducción de un lenguaje a otro) y tuviera éxito, el autor no tendría más remedio que aparejar la segunda parte de los sorprendentes hechos que por un tiempo han colmado por igual nuestra razón y también el gusto.